— ¿Cómo se llama tu tío?
—Es... —Miró la cara del joven y tragó saliva—. Kand Brialen. Boyero.
— ¿Un boyero que no explota un negocio provechoso que tiene ante las narices? ¡Me cuesta creerlo!
—¡Por favor! —le suplicó ansiosamente Cyllan—. Si él llegase a saberlo...
— ¡Por todos los dioses! Tengo cosas mejores en que emplear mi tiempo que en irles con chismes a los campesinos — replicó, malhumorado, el joven—. Si no quieres leer para mí, no lo hagas. Pero recordaré el nombre. Kand Brialen... ¡Lo recordaré!
Y antes de que Cyllan pudiese añadir palabra, giró sobre sus talones y se alejó.
Poco a poco, Cyllan se sentó de nuevo. Le palpitaba con fuerza el corazón y lamentó su imprudencia al entremeterse en el caso. Ahora, si se le antojaba, el hijo del Margrave podía encontrar algún pretexto para buscar a su tío y, si tanto le había ofendido su negativa, decir lo suficiente sobre su encuentro para que tuviese que pagarlo caro. No estaba acostumbrado a que se frustrasen sus deseos; evidentemente, era un joven mal criado y podía mostrarse rencoroso. Y si...
Cortó de pronto el hilo de sus pensamientos y suspiró. Hiciera lo que hiciese el hijo del Margrave, ella no podía impedirlo. Había sobrevivido a la furia de Kand Brialen antes de ahora, podría sobrevivir una vez más. Lo mejor que podía hacer era terminar su cerveza y disponerse a capear el temporal.
El mozo de la taberna salió para recoger su jarra y le preguntó si quería más. Cyllan sacudió la cabeza y se levantó de mala gana del banco, encaminándose hacia un lado de la plaza del mercado donde empezaba a menguar la concurrencia. Aquí, en vez de puestos y tenderetes, había corrales con techos de paja, donde manadas de animales de ojos cansinos mugían y se lamentaban y esperaban su destino. Kand Brialen y sus boyeros habían levantado sus tiendas a un lado del corral más grande y, durante todo el día, el negocio había estado ani mado; tenían un centenar de reses, traídas desde Han, para vender, así como cuatro buenos caballos de labor que Kand había comprado a bajo precio en Perspectiva, después de un largo regateo. Y con la primavera y la época de la reproducción a la vuelta de la esquina, estaban obteniendo buenos precios.
Cyllan había aprendido hacía tiempo a no pensar demasiado a menudo en su propio futuro con Kand Brialen y sus boyeros. Cuatro años atrás, cuando su madre, que era hermana de Kand, y su padre habían desaparecido con su barca de pesca en el Estrecho de los Bajíos Blancos, su tío se había hecho cargo de ella, pero, desde el primer momento, no se había esforzado en disimular lo mucho que le disgustaba esto. A su modo de ver, Cyllan era una carga no deseada; decía que las mujeres no le servían para nada, salvo alguna ramera ocasional cuando le apetecía, y había dejado bien claro que, si su sobrina huérfana esperaba que la mantuviese, tendría que pagárselo trabajando tan duro como cualquier hombre de su pandilla. Y por esto, desde hacía cuatro años, Cyllan vestía como un boyero, trabajaba como un boyero y hacía, además, todos los «trabajos de mujer» que le ordenaban. Cierto que también había viajado mucho y visto mucho mundo; algo inaudito en una muchacha de las Llanuras del Este. Pero era una vida que le daba muy pocas esperanzas para el futuro.
En su tierra (aunque cada temporada se le hacía más difícil pensar que existiese un lugar que pudiera llamar «su tierra»), sin duda se habría casado con el segundo o tercer hijo de otra familia de pescadores, en una alianza pragmática de clan. Difícilmente habría podido considerarse un gran logro, pero habría sido sin duda mejor que esta dura existencia nómada. Tal como estaban las cosas, su futuro se le aparecía siempre igual, hasta el infinito: trabajo, viajes, dormir cuando tuviera oportunidad de hacerlo, hasta que los vientos del Norte y el sol del Sur la marchitasen prematuramente.
Sacudió esta triste idea de su cabeza al ver la fornida figura de su tío moviéndose entre las hileras de caballos atados con ronzal cerca de los corrales. Le acompañaba un hombre de edad madura, alto y ligeramente encorvado, que, a juzgar por su abrigo ribeteado de piel y por la obsequiosidad de Kand, debía de ser un posible cliente rico. Cyllan trató de pasar inadvertida al dirigirse a la tienda, ansiosa de no molestar a su tío mientras estaba negociando. Y casi había llegado cuando alguien habló, en voz baja pero alegre, detrás de ella.
— ¡Ah..., conque estás aquí!
Se volvió, sobresaltada, y se encontró cara a cara con el hijo del Margrave. El joven sonreía, con aire de complicidad, y señaló en dirección a los dos hombres.
—Kand Brialen: recordé el nombre. Y cuando vi que tenía buen ganado para vender, insistí en que mi padre lo viese personalmente.
Conque aquel hombre era el Margrave de Shu... De pronto, Cyllan se dio cuenta de que su asombro debía de ser demasiado evidente y desvió apresuradamente la mirada.
—Tú y yo —dijo el hijo del Margrave— hemos dejado algo por terminar. Y creo que mi padre y tu tío tardarán mucho tiempo en hacer sus tratos, por lo que tu secreto estará a salvo. ¡Ven conmigo!
Por lo visto no era persona que admitiese discusiones, y por esto se abstuvo Cyllan de protestar cuando él la asió del brazo y la condujo rápidamente lejos de los corrales. Entraron en una calle estrecha que iba de la plaza del mercado al puerto, y el joven señaló una casa descuidada sobre cuya puerta se veía una enseña con una embarcación blanca toscamente pintada y un mar rabiosamente azul.
—La taberna de la Barca Blanca —dijo él, penetrando en la oscuridad del interior—. Suelen frecuentarla marineros y mercaderes, por lo que no es probable que nos vea alguien que me conozca.
Cyllan hizo caso omiso del velado insulto (a fin de cuentas, él se estaba rebajando al aparecer en público en su compañía) y trató de valorar la primera impresión que le había causado su acompañante. Cuando le había pedido que leyese sus piedras para él, había advertido una mirada casi febril en sus ojos, y su determinación de salirse con la suya decía mucho más sobre su personalidad que lo que habría podido expresarse con palabras. Había conocido a otros de esta clase; los que, interesados por el ocultismo, desafiaban los convencionalismos que prohibían esta materia a todo el mundo, salvo al Círculo y a la Hermandad de Aeoris, y a menudo aquel interés rayaba en obsesión. Cyllan había reconocido inmediatamente este rasgo en el hijo del Mar grave, y sabía que debía andarse con cautela; si se descuidaba, podía encontrarse en dificultades.
Pero, por lo demás, el joven parecía bastante corriente. Tenía la buena presencia típica de los nativos de la provincia de Shu: abundantes cabellos castaños, ensortijados sobre su cabeza y cortos según el estilo ahora de moda en el Sur; piel fina, con un matiz oliváceo que disimulaba una tendencia a la rubicundez, y ojos negros y expresivos, con pestañas notablemente largas. Era muy alto para ser del Sur, y aunque probablemente engordaría con los años, todavía no daba señales de ello.
Ahora arrastró una silla de debajo de una mesa vacía en el rincón de la taberna y chascó los dedos para llamar al mozo. Cyllan se sentó en silencio en la silla opuesta y esperó, mientras él pedía vino para los dos y una tajada de buey y pan moreno para él. No preguntó a Cyllan si tenía hambre. Llegaron el vino y la comida, que fueron dejados bruscamente sobre la mesa; antes de irse, el mozo dirigió una mirada fulminante al distinguido cliente.
—Ahora —dijo el hijo del Margrave—, vayamos al grano. Dime cómo te llamas.
— Cyllan Anassan. Aprendiza de boyero, de Cabo Kennet, en las Grandes Llanuras del Este — dijo ella, presentándose de la manera formal acostumbrada, colocando la palma de la mano sobre la mesa.
El apoyó la suya sobre la de ella, pero muy brevemente.