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Drachea dejó de pulir la espada, la observó con ojos críticos y, sintiéndose satisfecho, la puso casi con veneración sobre la cama antes de levantarse y acercarse a la ventana. Durante su búsqueda de un escondrijo seguro, había encontrado nueva ropa que creía más adecuada para su noble condición de heredero de un Margrave y campeón del Círculo contra el enemigo común. Plantado junto a la ventana, echó atrás la corta capa ribeteada de piel que cubría el jubón de terciopelo verde oscuro y la camisa de seda gris y el pantalón, tratando de ver su propia imagen en el cristal. Este le devolvió un reflejo deformado y eso le irritó; volvió atrás y tomó de nuevo la espada, levantándola y comprobando su equilibrio. No era el arma ideal (Cyllan le había fallado en esto, como en otras tantas cosas), pero le serviría. También había encontrado un cuchillo, que podía resultar un arma más útil. El cuchillo enfundado pendía ahora de su cinto; deslizó la espada en su funda junto a aquél, la ajustó sobre la cadera y decidió que estaba listo.

Drachea no se hacía ilusiones sobre sus perspectivas si se enfrentaba con Tarod y le desafiaba a solas; su última experiencia en manos del Adepto había estado a punto de hacerle perder la razón, y por nada del mundo quería repetirla. Si tenía que vencer a Tarod necesitaría ayuda, y la única posibilidad de conseguir esa ayuda era encontrar la manera de deshacer el hechizo que había detenido el Tiempo y hacer que el Círculo volviese al mundo. Entonces le correspondería aplicar el justo castigo, y nada podía ser más satisfactorio para él. Si Cyllan vivía, aprendería a lamentar su alianza con el Caos, y sonrió al pensar en la satisfacción que sentiría al obligarla a presenciar la destrucción final de Tarod.

Pero gozar ahora con su triunfo era prematuro: tenía que hacer un largo camino para alcanzar la victoria. Y el, primer paso era buscar la piedra del Caos, que podía ser el arma más valiosa de todas. Con ella en la mano, estaría en condiciones de negociar con Tarod..., un negocio que redundaría en su propio favor.

Drachea echó una última mirada a la habitación, lamentando no haber podido compartir ese momento con alguien que admirase su valor y le desease suerte. Pero no importaba; a su tiempo recibirá la gratitud del Círculo como su campeón y salvador, y ellos cuidarían de que fuese debidamente recompensado.

Salió de la habitación, cerró la puerta sin hacer ruido y se dirigió a la escalera.

—Cyllan. —Tarod apoyó delicadamente las manos en sus hombros y ella le miró—. ¿Estás segura de que quieres hacerlo?

Ella sonrió con animación.

— Sí, estoy segura. — Puso una mano sobre la izquierda de él, sintiendo los afilados bordes del anillo roto de su palma —. Tú no puedes entrar en el Salón de Mármol, y yo sí. Si la piedra puede ser encontrada, la encontraré. — Se puso de puntillas para besarle—. Confia en mí.

—Sí. Pero estoy inquieto. —Sus ojos verdes e intranquilos se fijaron en un punto detrás de ella—. Me persuadiste de que tuviese clemencia con Drachea... Sigo creyendo que fue un error.

— No.

Cyllan sacudió enérgicamente la cabeza, recordando lo mucho que le había costado disuadirle de ir en busca del joven y matarlo. No sabía por qué Drachea le inspiraba compasión; había traicionado su confianza y, si sus posiciones se invirtiesen, él no vacilaría en matarla a ella. Pero, mezclado con su desprecio, había un elemento de piedad; la venganza no cabía en su manera de pensar, y ver morir a Drachea sin una buena razón habría pesado siempre sobre su conciencia.

Tarod pensaba de modo diferente. El trato que Drachea había dado a Cyllan era por sí solo suficiente para provocar su ira, y nada deseaba más que mandarle al infierno y acabar con él. Por Cyllan había prometido contener su mano, pero, en el fondo de su corazón, se preguntaba si no tendría que lamentar esta promesa.

— Drachea no puede dañarnos — dijo Cyllan —. No cuenta para nada, Tarod. No le temo.

El vaciló y después sonrió, aunque había todavía un poco de duda en sus ojos.

—Entonces, ve —le dijo—. Y si en cualquier momento me necesitas, te oiré y estaré contigo. —La besó, pareciendo reacio a dejarla marchar—. Que los dioses te protejan.

Observó cómo se cerraba la puerta, esperó a oír las ligeras pisadas en la escalera y, entonces, cerró los ojos verdes y se concentró brevemente en el pequeño ejercicio de poder que la transportaría al pie de la gigantesca torre. Hecho esto, volvió a su mesa y se sentó. La única vela se hallaba en su palmatoria entre un montón de libros; Tarod pasó una mano sobre ella y brotó la conocida y misteriosa llama verde. Cuando ésta aumentó en intensidad, proyectando una fría radiación sobre las demacradas facciones, Tarod miró sin pestañear el centro de la llama y trató de desterrar la inquietud que roía como un gusano su interior.

Al bajar la escalera que conducía a la biblioteca del sótano, Cyllan sintió una mezcla de excitación, impaciencia y miedo. No temía la tarea que iba a realizar, pero sabía que, si tenía éxito, el futuro se convertiría en un territorio desconocido y tal vez peligroso. Al recobrar la piedra-alma, Tarod recuperaría su verdadera naturaleza y no se contentaría con permanecer en el Castillo sin tiempo. Se había negado a confesar directamente la verdad, pero Cyllan creía que, cuando tuviera la piedra en su poder, la emplearía para llamar de nuevo al Tiempo. La idea de lo que podría ocurrir cuando se enfrentara de nuevo con el Círculo le daba escalofríos; pero le conocía lo bastante para saber que no actuaría de otra manera. No podía existir en una eternidad inmutable; necesitaba vivir, y si vivir presuponía un riesgo, no vacilaría en correrlo. No había tenido valor para discutir con él, y sin embargo, el único temor que la roía como una grave enfermedad era el miedo a perderle. Ni siquiera con su alma recobrada era Tarod invencible, y si el Círculo prevalecía contra él, ella perdería su propia razón de existir.

Los súbitos y drásticos cambios, tanto en ella como en Tarod, se habían producido tan inesperadamente que no había tenido ocasión de tratar de estudiarlos y comprenderlos. Y, si había de ser sincera, no lo deseaba. A requerimiento de Drachea, se había convencido de que Tarod era malo, un enemigo del que había que desconfiar y al que había que frustrar, y Cyllan había luchado contra sus propios deseos e instintos, para reforzar aquella convicción. Pero nunca se había sentido a gusto con ella y, al romperse por fin la barrera entre ambos, los sentimientos que había tratado de sofocar se habían apoderado irremisiblemente de su ánimo. Poderosas emociones, largo tiempo reprimidas, habían encontrado su objetivo en un hombre que le despertaba un furioso deseo, un amor inextinguible y una fidelidad que nada podía quebrantar. Con razón o sin ella, había elegido su camino y, fuera lo que fuese lo que le reservaba el futuro, no se apartaría de él.

Bajó corriendo los últimos peldaños de la escalera y empujó la puerta que conducía a la biblioteca. El oscuro sótano estaba tranquilo y en silencio, y Cyllan se detuvo en el umbral, centrando su mente en Tarod, que esperaba en la torre. Al momento sintió que le contestaba una presencia que se unía a ella y calmaba su inquietud, y esto la reconfortó. Pasara lo que pasase, él estaría con ella...