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—¿Y bien? —dijo—. Estoy esperando tu respuesta.

Nada podía hacer Tarod, salvo rezar para que Keridil cumpliese su palabra. El Sumo Iniciado no tenía nada personal contra Cyllan, y nada ganaría con dañarla. Era una probabilidad.., y no tenía más remedio que aceptarla.

Tarod asintió brevemente con la cabeza.

—Estoy de acuerdo. —Después levantó la cabeza y dirigió a Keridil una mirada fría y cruel—. Pero debes cumplir el trato al pie de la letra. Si alguien pusiera las manos sobre ella contra su voluntad...

— Nadie abusará de ella. — Keridil esbozó una desagradable sonrisa—. Dudo de que ningún hombre viviente tuviera la intención de acostarse con una sierva del Caos.

Tarod hizo caso omiso de la ofensa.

—Y cuando yo esté muerto... —vaciló al oír un grito ahogado de Cyllan —. Cuando yo esté muerto, será puesta en libertad. —Miró a la muchacha—. Ella no tiene poder. No será ninguna amenaza para ti.

— Será puesta en libertad, sin sufrir el menor daño.

Tarod asintió de nuevo con la cabeza.

— No te daré la mano para cerrar el trato. Pero considéralo cerrado.

Keridil suspiró. Por un instante, se había preguntado si la fidelidad de Tarod flaquearía ante la decisión que había de tomar, pero su instinto no le había engañado. Dio mentalmente gracias a Aeoris por la flaqueza quijotesca del carácter de Tarod que le hacía sacrificarse en aras de un altruismo personal, cualidad admirable en ciertas circunstancias, pero que a menudo resultaba equivocada. Sin embargo, al volverse se dio cuenta de una ligera inquietud en su interior que podía ser un sentimiento de vergüenza. Lo rechazó con impaciencia y habló a sus compañeros Adeptos.

—Nada ganaremos permaneciendo más tiempo aquí. Si nuestro amigo Drachea Rannak —y se inclinó en dirección a Drachea— está en lo cierto en lo que nos ha contado, encontraremos bastante desarreglado el Castillo. Habrá que poner orden en muchas cosas, y también mucho que explicar. —Señaló a Tarod—. Encerradle y custodiadle muy bien. Más tarde veremos qué otras precauciones hemos de tomar con él.

—¿Y la muchacha? —preguntó un Adepto.

— Llevadla a una habitación y cuidad de que esté cómoda. Pero tenedla bajo vigilancia — Keridil se volvió a Drachea —. Si quieres acompañarnos...

Cyllan no protestó cuando los Adeptos la condujeron hacia la puerta de plata. Tarod permaneció inmóvil, observándola, y al pasar por delante de él, Cyllan se detuvo de pronto y le miró.

— Tarod — dijo con voz terriblemente tranquila—, no dejaré que esto te ocurra. Voy a matarme. No sé cómo, pero encontraré la manera, lo juro. No voy a permitir que mueras por mí.

— No, Cyllan. — Trató de tocarla, olvidando momentáneamente que tenía las manos atadas a la espalda—. Tienes que vivir. Por mí.

Ella sacudió violentamente la cabeza.

—Sin ti, ¡no tendré nada para lo que vivir! Lo haré, Tarod. No quiero permanecer en el mundo si significa... esto. —Desprendió una mano que tenía asida a su guardián, el cual no lo impidió, confuso y vacilante, y tocó cariñosamente la cara de Tarod. Este le besó los dedos y volvió la cabeza.

— Lo ha dicho en serio, Keridil. — Sus ojos estaban llenos de dolor—. Impídeselo. Ya sabes cuál es la alternativa.

Y antes de que Cyllan pudiese hablar de nuevo, echó a andar en dirección al pasadizo.

Fue una extraña procesión la que subió la escalera de caracol que llevaba al patio del Castillo. Keridil iba el primero, con Drachea pisándole los talones, y detrás de ellos subía Tarod bajo la estrecha vigilancia de cuatro Adeptos. Cyllan y su escolta les seguían, mientras que el resto de Adeptos de alto rango cerraban la marcha.

Al acercarse a la puerta del patio, Cyllan tuvo un presentimiento de lo que iba a ver. Aunque parezca extraño, había llegado a apreciar el Castillo tal como lo conocía; la misteriosa luz carmesí se adaptaba bien a las antiguas piedras de los muros, y el silencio tenía una paz que, por muy tenebrosa que fuese, era mejor que el bullicio de una residencia humana. Y había allí recuerdos que hicieron aflorar las lágrimas en sus ojos al subir los últimos peldaños y salir finalmente a la noche.

El resplandor carmesí había desaparecido. En su lugar, se cernía una oscuridad densa y gris; el fulgor verdoso de un cielo nocturno iluminado por el reflejo de una de las lunas se proyectaba ahora en las altas paredes. Un débil susurro llegó a sus oídos y vio brillar el agua de la adornada fuente que captaba y reflejaba la pálida luz de las estrellas. El Castillo parecía mirar como un animal indiferente y ciego, sin una sola lámpara o antorcha que iluminase algunas de sus innumerables ventanas, y había un olor a mar en la brisa nocturna.

Keridil aspiró profundamente el aire.

—Vamos —dijo a media voz—. Si no me equivoco, falta una hora o más para que amanezca. Nos reuniremos en el salón.

Cruzaron en silencio el patio y subieron la escalinata de la puerta principal. Mientras caminaban por los corredores del Castillo, sus pisadas resonaron con un sonido hueco. Cyllan miró a su alrededor y todo le pareció turbadoramente distinto. De vez en cuando miraba a Tarod, que caminaba delante de ella, y en una ocasión trató de emplear sus facultades psíquicas para establecer contacto mental con él, pero él no le respondió.

Se sentía amargada y afligida. Cuando la victoria estaba literalmente a su alcance, se había frustrado su empeño, y se culpaba de ello, ya que su compasión mal empleada había permitido que Drachea Rannak siguiese con vida. Ahora, sólo un inmenso vacío se extendía con vida. Pero encontraría la manera de hacer lo que había prometido.

Y cuando ella estuviese muerta, Tarod podría ejercer libremente su venganza.

Las puertas del comedor se abrieron con un chirrido de protesta de sus goznes y Keridil observó la cámara desnuda y desierta. Le impresionó profundamente ver el Castillo tan vacío y abandonado y, para calmar su inquietud, se hizo locuaz.

—Despertad a los criados y que enciendan el fuego —ordenó—. Enviaremos recado a las cocinas para que se prepare comida... , ¡ah! que alguien tenga la bondad de ir a buscar a mi mayordomo Gyneth, pues le necesito aquí. — Se volvió a mirar a Tarod—. Buscad el lugar más seguro para él, con preferencia en los sótanos, donde no hay ventanas. Más tarde tomaré las últimas decisiones. En cuanto a la muchacha... — Miró reflexivamente a Cyllan durante unos momentos y después hizo una seña a su escolta—. Venid conmigo.

Cyllan miró por encima del hombro y vio cómo se llevaban a Tarod por una puerta lateral antes de que la empujasen a ella hacia la escalera que conducía a la galería de encima de la enorme chimenea. En el fondo de la galería, una pequeña puerta conducía a otro laberinto de pasillos y escaleras, y por fin llegaron a un estrecho corredor en la planta más alta del Castillo. Keridil abrió la puerta de una habitación situada en el extremo del pasillo, miró su interior y, satisfecho, hizo ademán a los guardias de Cyllan para que la hiciesen entrar.

La habitación era pequeña y escasa pero cómodamente amueblada. Una cama, un solo sillón tapizado, una mesita y gruesas cortinas de terciopelo en la ventana. En el suelo, alfombras tejidas a mano, y Cyllan permaneció en silencio en medio de la estancia, mirando a su alrededor.

Keridil se dirigió a la ventana y apartó las cortinas, descubriendo una reja de hierro delante del cristal. Después sacó un cuchillo de cinto y, con dos rápidos golpes, cortó los cordones que sujetaban las cortinas. Por último, se plantó delante de Cyllan.

—Entiéndeme bien —dijo sin brusquedad—. La ventana está enrejada, de manera que no podrás abrirla y saltar por ella, ni romper el cristal ni emplearlo para cortarte las muñecas. Ya no hay cordones en las cortinas con los que puedas ahorcarte. Y la lámpara será colocada a tal altura que no puedas alcanzarla; por lo tanto, no creas que puedas prenderte fuego y morir de esta manera.