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Cyllan solamente le miró, echando chispas por los ojos.

—Considérate una huésped distinguida del Círculo —siguió diciendo Keridil—. Cuando hayamos hecho lo que hay que hacer, quedarás en libertad y, si entonces quieres quitarte la vida, ya no será de mi incumbencia. —Hizo una pausa antes de sonreír en un intento de mitigar su fría expresión—. Aunque creo que sería un trágico error.

— Puedes creer lo que quieras — dijo furiosamente Cyllan.

—Querré hablar contigo cuando haya atendido a ciertos asuntos más urgentes. Todavía tengo que oír tu versión de la historia, y quiero ser justo.

Esto provocó una reacción. Cyllan rió sarcásticamente.

—¡Justo! —repitió—. ¡Tú no sabes el significado de esa palabra! Tarod me lo había dicho ya, Sumo Iniciado, y no quiero saber nada de tu concepto de la justicia.

Keridil suspiró.

—Como quieras. Tal vez con el tiempo comprenderás, y espero que sea así. No siento rencor contra ti, Cyllan..., te llamas así, ¿verdad? Y por mi parte, cumpliré el trato que he hecho con Tarod.

Ella sonrió amargamente.

—También lo cumpliré yo.

— No lo creo. Bueno, podrías tratar de morirte de hambre, es verdad; pero nuestro médico Grevard tiene unos cuantos métodos para solucionar estos casos y puede mantenerte viva tanto si quieres como si no. Por tanto, vivirás y prosperarás. Si comprendes y aceptas esto ahora, nos entenderemos mucho mejor.

Cyllan se acercó a la ventana, encogiendo los hombros.

— Quiero ver a Tarod.

— Eso es imposible. — Keridil se acercó a la puerta y habló en voz baja a los dos Adeptos—. Permaneced de guardia hasta que se encuentre a alguien que os releve. No crucéis la puerta a menos que sea absolutamente necesario, pero, en todo caso, no dejéis que ella se acerque a vuestras espadas, o se matará antes de que podáis impedirlo.

— Se volvió a mirar a la pequeña y desafiadora figura junto a la ventana—. Es un rehén valioso, aunque sólo los dioses saben cuál será su valor hasta que éste sea puesto a prueba. — Dio una palmada en el hombro a cada uno de los hombres —. Estad alerta.

Cyllan oyó que la puerta se cerraba con llave detrás de ella y se encontró sola en la habitación a oscuras. Sus ojos se habían adaptado a la penumbra, y empezó a pasear arriba y abajo del dormitorio, buscando algo con que poder realizar su plan autodestructor. Quería morir; quería librar a Tarod de la responsabilidad que había asumido; pero Keridil había sido precavido y allí no había nada que pudiera servirle. Ni siquiera había almohadas en la cama, aunque dudaba de que hubiese podido asfixiarse con ellas. No había manera.

Por fin renunció a su búsqueda y se sentó en la cama, cruzando las manos sobre la falda y tratando de impedir que la desesperación se apoderase de ella. Se preguntó dónde habrían llevado a Tarod, cómo se sentiría éste, si sería capaz de persuadir a Keridil de que la dejase verle, al menos una última vez antes de... Irritada, rompió el hilo de estos espantosos pensamientos. No iba a darse por vencida; todavía no. Mientras él viviese, habría esperanza. Y encontraría la manera de encender y alimentar esta esperanza... Fuera como fuese, la encontraría.

Sus palabras habían demostrado su valor — lo había dicho Keridil— pero, en la soledad de su habitación, sonaban a huecas. Cyllan se esforzó en mantenerlas vivas en su mente, pero era una lucha desigual.

Y por fin, cediendo a sus sentimientos más profundos, rompió a llorar, en silencio, desesperadamente, mientras las primeras luces de la aurora aparecían más allá de su ventana.

El comedor era un torbellino de actividad y alegraba el corazón de Drachea que, después de lavarse y refrescarse y devorar un buen desayuno, se había sentado en un banco cerca de la enorme chimenea. La leña ardía con fuerza, desterrando el frío, y Drachea se hallaba rodeado de hombres y mujeres que no habían dejado en toda la mañana de acosarle a preguntas y de alabarle y de mostrarle su gratitud, hasta que se sintió embriagado de tanta admiración.

A pocos pasos de él, el Sumo Iniciado estaba sentado a una mesa separada con los miembros más ancianos del Consejo de Adeptos, o al menos, con los que habían sobrevivido a la terrible experiencia. Encontrarse con que el regreso del Tiempo se había cobrado un precio había sido un triste descubrimiento. Siete de los más ancianos moradores del Castillo, entre ellos el alto Adepto que se había derrumbado en el Salón de Mármol, habían muerto; sus corazones no habían podido resistir la impresión, cuando el Péndulo había anunciado su presencia en su mundo con la fuerza de un terremoto. Otros necesitaban cuidados médicos, y Drachea había observado cómo Grevard, el médico del Castillo y según se decía uno de los más competentes del mundo, andaba atareado de un lado a otro, atendiendo a casos urgentes, ayudado solamente por dos auxiliares y por una mujer anciana y de cara caballuna que vestía el hábito blanco de las Hermanas de Aeoris. Hacía una hora que un grupo de hombres de la provincia de Shu había llegado al galope y cruzado el Laberinto que aislaba al Castillo de todos, salvo de los Iniciados, y entre ellos había un pálido mensajero del propio Margrave, que traía una súplica de éste al Sumo Iniciado para que le ayudase a encontrar a su desaparecido hijo y heredero. Keridil había enviado inmediatamente a un jinete para llevar la buena noticia a Shu-Nhadek, y había pensado que el Círculo podía esperar una visita personal de Gant Amba Rannak para darle las gracias. La perspectiva no le gustaba en absoluto, pues recordaba que el padre de Drachea era un ordenancista remilgado, y con todo lo que tenía que arreglar le molestaba toda interrupción innecesaria. Pero había formalidades que no podían evitarse: Drachea debía permanecer en el Castillo al menos hasta que pudiese celebrarse una sesión plenaria del Consejo de Adeptos, ante la cual pudiese presentar sus pruebas de manera adecuada. Y, aunque tenía que confesarse que no acababa de gustarle aquel joven arrogante, Keridil era consciente de que Drachea merecía un reconocimiento formal por el servicio que había prestado.

Había tenido la oportunidad de oír toda la historia, al menos un esbozo de ella, y el cuadro era inquietante. De no haber sido por la intervención de Drachea, Tarod habría recobrado la posesión de la piedra-alma, y la idea de los estragos que habría podido causar era espantosa. Sin embargo, Tarod estaba ahora seguramente encerrado en una de las mazmorras del Castillo y, en cuanto terminara Grevard su trabajo y pudiese descansar un poco, le enviaría a comprobar que se habían tomado las precauciones adecuadas.

Keridil se pellizcó la punta de la nariz con el índice y el pulgar, al notar que se le hacían confusos los papeles que tenía ante él. Tenía necesidad urgente de dormir, pero todavía no podía tomarse este respiro. Estaban llegando mensajeros, al parecer a cada minuto, y él empezaba solamente a darse cuenta de la gran alarma que la inexplicable desaparición del Círculo había provocado en todo el país. La primavera estaba ya adelantada; había habido tiempo sobrado para que surgiesen y cundiesen los rumores, y tendría que hacer un gran esfuerzo para difundir la noticia de que todo estaba ahora en orden. Tenía que enviar un informe al Alto Margrave y a la Superiora de la Hermandad; tenía que calmar temores y especulaciones... La lista parecía interminable, y la perspectiva de realizar este traba jo, desalentadora.

Pero tenía que hacerlo... , y se sentía más animado por la idea de que tendría, para esta tarea, una persona en particular para ayudarle. Ella estaba ahora sentada cerca de él, en un cómodo sillón un poco a su espalda, y cuando él volvió la cabeza, le dirigió una sonrisa radiante.