La cólera se pintó en los ojos de ella, y replicó:
— ¿Y por qué he de hacerlo, Keridil? Tú no querrás verlas como yo las veo; por qué tendría yo que hacer concesiones, si tú te niegas a hacerlas? —Tomó su copa y bebió de nuevo, empezando a sentirse un poco mareada—. Me retienes como rehén, mientras te preparas para asesinar a Tarod. Sí, asesinar — repitió al ver que Keridil se disponía a protestar—. No es más ni menos que esto. Tarod no ha sido juzgado por sus presuntos delitos... ¡Oh, también yo vi los documentos! ¡Pero tú le condenas simplemente a muerte por conveniencia! —Escupió furiosamente la última palabra—. Si es ésta tu justicia, ¡no quiero saber nada de ella!
Keridil apretó los dientes, sintiendo que la cólera empezaba a sustituir el punzante sentimiento de culpabilidad.
— Si crees que esto es un asesinato — replicó a su vez—, tal vez podrás dedicar un pensamiento al Iniciado a quien mató Tarod a sangre fría en esta misma habitación. ¿Perdonas eso?
Cyllan sonrió friamente.
— ¿Te refieres al hombre que mató a Themila Gan Lin?
— ¡Aquello fue un accidente! — Keridil se levantó y empezó a andar, furioso, de un lado a otro de la estancia. La muchacha retorcía todos sus argumentos en su propia ventaja; ahora le parecía que él era el prisionero y ella la inquisidora. Giró bruscamente sobre sus talones y la apuntó con un dedo—. Tu amante no es lo que tú quieres creer. ¡Ni siquiera es humano! Conspirar con el Caos es un delito que desde hace siglos no se ha cometido en esta tierra; pero tú, con tus ridiculas y románticas ideas, ¡lo has perpetrado! El justo castigo es la muerte, y si no fuese porque te necesitamos como salvaguardia, yo... —Se interrumpió, dándose cuenta de que estaba perdiendo los estribos, y respiró pro fundamente—. No. No quise decir esto; lo siento.
— No deberías sentirlo — replicó Cyllan, echando chispas por los ojos—. Mátame, no me importa.
El sacudió la cabeza.
—No quiero hacerte daño. Cuando Tarod esté muerto, quedarás en libertad, libre de toda culpa. Cumpliré mi palabra, y saben los dioses que no te tengo mala voluntad. Pero si persistes en tu loca decisión de defender a un ser maligno, tampoco a ti podré ayudarte.
Ella volvió la cabeza.
—No quiero tu ayuda. No quiero nada de ti, salvo la libertad de Tarod.
—Sabes que esto es imposible. Tal vez un día, por la gracia de Aeoris, lo comprenderás.
El acceso de furor había pasado, dejando a Cyllan agotada y débil; y el vino estaba corroyendo su voluntad de luchar. En ese momento, se habría arrodillado delante del Sumo Iniciado y suplicado por la vida de Tarod; pero sabía, con horrible certidumbre, que con esto no conseguiría nada. Keridil era implacable, tanto en su odio como en su resolución, y nada de lo que pudiese hacer o decir ella le haría vacilar. Sintió que lágrimas de desesperación subían a sus ojos y se esforzó en contenerlas, pero Keridil vio el brillo delator en sus pestañas. Se acercó a ella, sabiendo que no podía consolarla, y sin embargo, fue impulsado por su intranquila conciencia a intentarlo, pero fue interrumpido por una discreta llamada a la puerta y, al abrirla, se encontró con una anciana que vestía el hábito blanco de Hermana de Aeoris.
— Oh..., discúlpame, Sumo Iniciado. — Sus ojos brillantes y agudos se fijaron en Cyllan —. Estoy buscando a Grevard; me dijeron que le encontraría aquí.
Keridil hizo un esfuerzo para no darle un bofetón.
— Estaba aquí, Hermana Erminet, pero se ha ido. ¿En qué puedo servirte?
—Se trata, sencillamente, de que tu prisionero debería ser atendido antes de que pudiese recobrarse de la última dosis que le administró Grevard —dijo vivamente la anciana. Cyllan levantó bruscamente la cabeza y miró a la Hermana, la cual le correspondió frunciendo el entrecejo—. Tengo entendido que es una precaución que no hay que olvidar — siguió diciendo la Hermana Erminet —. Pero si Grevard tiene trabajo en otra parte, yo cuidaré con mucho gusto de esto.
— Sí, sí. — Keridil estaba impaciente, contrariado por la interrupción y solamente deseoso de librarse lo antes posible de la importuna—. Haz lo que creas más adecuado, Hermana. Grevard agradecerá tu ayuda.
—Muy bien.
La anciana miró de nuevo a Cyllan, esta vez especulativamente. La cara de la joven estaba petrificada, como si hubiese visto un fantasma ancestral, y los rumores que había oído Erminet durante los últimos días en el Castillo empezaron a concretarse en su mente. Desvió la mirada, inclinó rápida y cortésmente la cabeza para despedirse del Sumo Iniciado.
Cyllan se quedó mirando la puerta cerrada hasta que la mano de Keridil sobre su hombro la devolvió a la realidad. Se echó bruscamente atrás, con el semblante furioso.
—Va a ver a Tarod... ¿Dónde está? ¿Qué le habéis hecho?
—Nada, y está bastante bien —dijo secamente Keridil.
— ¡Quiero verle!
—Ya te he dicho que esto es imposible. —La inoportuna interrupción de la Hermana Erminet había puesto los nervios de punta al Sumo Iniciado—. ¿No crees que tengo bastante que hacer para ocuparme además de este maldito asunto? Pedí que te trajesen aquí con la esperanza de hacerte entrar en razón... ¡y empiezo a creer que ha sido una pérdida de tiempo!
Cyllan se mordió el labio inferior para contener las lágrimas.
—Discrepamos, Sumo Iniciado, en lo que es la razón. Y si crees que me persuadirás para que cambie de idea, ¡estás equivocado! —Le miró con ojos acusadores y despectivos—. A diferencia de otros, ¡yo cumplo mi palabra de honor!
Los labios de Keridil palidecieron mientras éste se dirigía a la puerta para abrirla y llamar a los guardianes de Cyllan, que esperaban a cierta distancia en el pasillo. Estos entraron apresuradamente y él señaló en dirección a Cyllan.
—¡Quitad a esa muchacha de mi vista! —dijo fríamente el Sumo Iniciado—. Le he dado una oportunidad..., ¡pero estoy perdiendo el tiempo con ella!
Se preguntó si Cyllan diría una última palabra, le suplicaría una vez más, mientras se la llevaban. Incluso ahora estaba dispuesto a ayudarla si podía... , pero ella conservó su semblante helado, inexpresivo, y ni siquiera le miró al pasar. La puerta se cerró detrás de ella, y Keridil, desengañado y furioso, levantó la copa de vino y la apuró de un trago.
Los empinados escalones que conducían al sótano del Castillo eran desiguales, y la luz vacilante de la linterna de la Hermana Erminet Rowald los hacía aún más peligrosos, sobre todo al ir ella cargada con su bolsa de hierbas y pociones. Sin embargo, había rechazado todo ofrecimiento de ayuda y convencido a Grevard que podía desenvolverse.
El médico se había alegrado de que descargaran este peso de sus hombros, y su consentimiento resultó muy conveniente para lo que se proponía la Hermana Erminet. Más allá de la bodega, le había dicho él; después, la tercera celda a la derecha. La tarea era engorrosa, y requería tiempo... El olfato de Erminet captó olores mezclados de barriles mohosos, vino derramado, aire rancio y tierra, y se preguntó irónicamente cómo se podía esperar que un ser viviente prosperase en un ambiente tan desagradable.
Al llegar al final de la escalera, echó a andar con paso vivo por el largo y oscuro corredor. Un bultito gris plateado le pisaba los talones, confundiéndose con las sombras y, al acercarse a la tercera puerta, Erminet se detuvo para mirar al gato que la había seguido desde el cuerpo principal del edificio.
—Diablillo. —El afecto suavizó el tono normalmente agrio de la voz de la Hermana, y el gato levantó la cola—. ¡Aquí no encontrarás ninguna golosina!
El gato le respondió con un maullido de satisfacción y echó a correr delante de ella. Era uno de los numerosos retoños del gato mimado de Grevard, que vivía en estado medio salvaje en el Castillo y, por alguna razón inescrutable, se había aficionado recientemente a seguir a Erminet dondequiera que fuese, pegándose a ella como un amigo. A Erminet le divertía y complacía su predilección por ella; le había llamado Diablillo, y no del todo en broma; mu chas personas desconfiaban de las facultades telepáticas de esas criaturas, y ella, cuando nadie la observaba, mimaba a Diablillo con comida de su propio plato.