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El gato, acuciado por el mismo instinto telepático que permitía a los de su especie percibir de manera primitiva las emociones y los propósitos humanos, se detuvo delante de la puerta adecuada y miró a Erminet con curioso interés. No había guardias en la puerta (Keridil había tomado precauciones más arcanas) y Erminet sacó de la bolsa la llave que le había dado Grevard. Esta giró con dificultad en la cerradura y la Hermana entró en la mazmorra.

De momento, no pudo verle. La luz de la linterna era muy débil y las sombras engañaban a los ojos. Pero, al volverse después de cerrar cuidadosamente la puerta a su espalda, una figura se movió en la densa oscuridad del fondo de la cámara.

Tarod estaba sentado sobre lo que parecía un montón de harapos, apoyada la espalda en la húmeda pared, e incluso en la penumbra pudo ver la Hermana Erminet el brillo sarcástico de sus ojos verdes. Grevard se había descuidado: las drogas que le había administrado habían dejado de surtir efecto y el preso estaba en pleno uso de sus facultades. Pero tal vez esto sería ventajoso para ella...

—Una Hermana de Aeoris viene a atender mis necesidades. Es un gran honor —dijo Tarod súbitamente.

Erminet sorbió por la nariz. Había visto antes a ese hombre, o demonio o lo que fuese, en circunstancias parecidas, y aunque habían medido sus armas, sentía respeto y bastante simpatía por él. Aunque este pensamiento podía ser herético, censuraba la traición que había puesto a Tarod en este trance, y le disgustaba ver a un individuo antaño tan soberbio reducido a la impotencia. Y todavía le gustaba menos la naturaleza de una muchacha como Sashka Veyyin

— Adepto Tarod. — Se acercó a él, al darse cuenta de que todavía no la había reconocido—. Veo que las pociones de Grevard no han conseguido embotar tu lengua.

Los ojos verdes se entornaron momentáneamente, después lanzó Tarod una risa cansada y gutural.

—Bien, bien, Hermana Erminet. No esperaba volver a estar a tu cuidado.

Ella dejó la bolsa en el suelo y contempló a su paciente. Más demacrado que nunca, sin afeitar, lacios los cabellos y sucia la ropa... y con las delatadoras arrugas de una enorme tensión en el semblante. Este aspecto la afectó y, para combatir estos importunos sentimientos, dijo bruscamente —No pareces mejor después de que te hayan dado este respiro.

— Gracias. ¿Te ha enviado Grevard para que me distraigas con tus observaciones?

— Grevard está demasiado ocupado atendiendo a las que, según me han dicho, son consecuencias de tu trabajo —replicó Erminet—. Sólo me han enviado para comprobar que estás y seguirás estando bajo el efecto de las drogas. — Frunció el entrecejo—. Yo diría que alguien ha descuidado sus obligaciones.

Tarod suspiró.

—Tal vez también te han dicho que aquí no represento una amenaza para nadie, tanto si estoy drogado como si no.

Esto era lo que Erminet había sospechado, y se adaptaba al cuadro que se estaba formando despacio en su mente.

—He oído rumores sobre un trato entre el Sumo Iniciado y tú — dijo, revolviendo el contenido de su bolsa—. Pero parecían inverosímiles y nadie se tomó el trabajo de explicarlos a una pobre vieja como yo; por consiguiente, los deseché como tonterías.

—Pues son verdad —dijo Tarod, mirando con disgusto la pócima que ella estaba preparando.

Erminet interrumpió su trabajo y le miró reflexivamente.

—Entonces te había juzgado mal. No me imaginaba que aceptases tan fácilmente la derrota.

Vio un destello de dolor en sus ojos, y el gato, que hasta entonces había estado tranquilamente sentado y lamiéndose, interrumpió lo que estaba haciendo para lanzar un débil maullido de protesta, como si sus sentidos telepáticos hubiesen captado alguna fuerte emoción. Entonces, Tarod dijo brevemente:

—Tengo mis razones, Hermana.

— ¡Oh, sí...! —Erminet se pasó la lengua por los labios—. Una muchacha...

Un súbito cambio en el ambiente se manifestó cuando Tarod se irguió con todos los músculos en tensión.

—¿Has visto a Cyllan?

Ella había esperado una reacción, pero no tan vehemente, y fingió indiferencia para disimular su sorpresa.

—Conque se llama Cyllan. Sí, la he visto hace menos de una hora. Es decir, si es aquella criatura de delicado aspecto, cabellos pálidos y ojos peculiares.

Tarod se crispó visiblemente.

— ¿Dónde está?

—Tu ansiedad te delata, Adepto. —Erminet le miró con expresión agria y divertida, pero se ablandó de pronto—. Estaba con el Sumo Iniciado en el estudio de éste... , y sí, recuerdo las circunstancias en que concedió una entrevista parecida a la Hermana Novicia Sashka Veyyil. — Recordaba la cara de Cyllan, la angustia y el furor de sus ojos; también recordaba la discusión que había escuchado desvergonzadamente antes de llamar a la puerta de Keridil—. Pero no debes temer nada a este respecto — añadió—. Si la muchacha hubiese estado armada, me imagino que habría encontrado al Sumo Iniciado con un cuchillo clavado en el corazón.

Tarod cerró los ojos.

—Entonces está viva y bien... Pensaba que Keridil no cumpliría nuestro pacto...

Erminet le miró, con ojos brillantes.

— ¿Vuestro pacto? ¿Qué tiene que ver con esto la muchacha? Tarod la miró a su vez, sopesándola para decidir si debía o no decirle algo más. La vieja se había mostrado una vez amable con él, a su manera peculiar; y a pesar del desprecio que sentía por el Círculo y la Hermandad, Tarod simpatizaba con ella y, aunque las dos mujeres habían sido polos opuestos en muchos aspectos, algo en el carácter de Erminet le recordaba a Themila Gan Lin.

—Cyllan es el quid de nuestro pacto, Hermana. Es un rehén que garantiza mi buen comportamiento. Si yo luchase contra la suerte que me impone el Círculo, Keridil la haría ejecutar en cuanto yo estuviese muerto.

Erminet estaba claramente impresionada y su acritud normal dio súbitamente paso a un sentimiento humanidad — si no es más que una niña! Seguramente el Sumo Iniciado no...

— Ella se alió conmigo. Cualquier Margrave provincial la ahorcaría por menos.

Esto era verdad... Ahora nadie dudaba de la verdadera naturaleza de Tarod, aunque, en la soledad de la mazmorra, a Erminet le costaba creer que estaba hablando con un demonio del Caos. Hubiese debido sentir miedo de él, pero no lo sentía. A ella le parecía más bien una víctima de las circunstancias.., y ésta era una condición que comprendía demasiado, aunque el recuerdo se remontase a cuarenta años atrás.

— Entonces estás dispuesto a morir para salvarle la vida...—dijo.

— Sí.

Dioses, pensó, ¿se estaba repitiendo una actitud propia de tiempos remotos? Se pasó la lengua por los secos labios.

—¿Y cuándo te hayas ido? —preguntó.

— Keridil me prometió que la dejaría en libertad. — Los ojos de Tarod se nublaron—. No tengo más remedio que confiar en él. Así tendrá ella al menos una oportunidad.

Erminet dudó de que fuese prudente expresar lo que estaba pensando, pero no pudo romper su costumbre de toda la vida de ser brutalmente sincera.

— ¿Estás seguro de que tu sacrificio vale la pena, Tarod? Ya te traicionaron una vez...

Por un momento, pensó que él iba a pegarle, pero la cólera se extinguió en sus ojos y solamente dijo:

— No seré traicionado por segunda vez, Hermana Erminet. No por Cyllan.

No... Recordando de nuevo lo que había oído, Erminet le dio la razón. Se sentó, olvidando sus pócimas, y su cara se contrajo súbitamente con una incómoda mezcla de confusión y dolor. El amor de Tarod por aquella extraña y pequeña criatura forastera, su resolución de perder la vida para salvar la de ella, la conmovía profundamente, despertando emociones que creía haber olvidado.