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Permaneció sentada inmóvil durante lo que pareció un largo rato, atormentada por sus pensamientos, y sólo levantó la mirada cuando Tarod le tocó un brazo.

Estaba sonriendo, débil pero amablemente.

—Has dicho cuarenta años atrás, Hermana; pero no has olvidado lo que es amar, ¿verdad?

La cara del joven, sin duda envejecida y marchita ahora como la de ella, que la había desdeñado y sido causa de que tratase de suicidarse por amor, apareció de pronto claramente en la visión interior de la Hermana Erminet. El gato se levantó y corrió hacia ella, tratando de subir a su falda y lanzando débiles maullidos de pesar. Tarod le acarició la cabeza.

—Lo siento. No debí decir esto.

—Tonterías. —Erminet obligó a su voz a volver a su antigua brusquedad—. Los fantasmas no pueden dañar a nadie... —Rió, y su risa era seca, forzada—. No he llorado desde que entré en la Hermandad y no voy a empezar a hacerlo ahora; en todo caso, no por mí. — Le miró, con ojos brillantes—. Pero esto no impide que desee poder hacer algo por ti y esa muchacha.

Tarod apoyó la espalda en la pared.

—Podrías hacer algo por mí —dijo—. Si quieres.

—¿Qué es?

— Cuidar de que ella siga viva y bien.

Erminet pestañeó.

— ¿Por qué no habría de ser así?

— Ella juró que se quitaría la vida. Ya lo intentó una vez, cuando fuimos capturados, para impedir que se cerrase aquel trato. Creo que lo intentará de nuevo y no confio en que Keridil lo impida. — Vaciló—. Si puedes hacerme este favor, Hermana, te lo agradeceré toda la vida... — Se interrumpió, riéndose de la ironía de sus palabras —. No, esto valdría muy poco. Di más bien que te daré las gracias.

Era una petición bastante modesta, y si el Sumo Iniciado o su propia Superiora, Kael Amion, lo desaprobaban, podían hacer lo que quisieran. Este pensamiento produjo en Erminet un escalofrío casi agradable.

—No necesito que me des las gracias —dijo a Tarod—. Haré lo que me pides, porque no quiero que se pierdan dos vidas cuando una puede ser suficiente. —De pronto, sonrió—. Bueno, he aquí una vieja cascarrabias tratando de consolarte.

—No eres tan cascarrabias como te gusta fingir.

— Sólo has visto mis puntos flacos. Pero verás la fuerza que tengo si no bebes esto. —Se agachó y tomó la pócima que había estado mezclando—. Grevard dice que es bastante para sumirte en la inconsciencia, de manera que todos nosotros podamos dormir esta noche tranquilamente en nuestras camas.

El sueño sería una bendición... El olvido era con mucho preferible a las largas horas en soledad, a la angustia de esperar dando vueltas a las ideas. Tarod tomó la pequeña copa de plata.

— Entonces, ¿trato hecho, Hermana Erminet?

— Eres demasiado aficionado a hacer tratos para tu propio bien

— dijo ella, en un intento de sarcástica ironía—. Pero, sí; cumpliré mi promesa.

Le observó mientras él bebía el contenido de la copa; después dijo:

— Hablaré con la muchacha. Le diré que aún estás vivo..., aunque no puedo predecir si ella confiará en mí. Si yo estuviera en su lugar, no creería nada de lo me dijesen.

Tarod miró reflexivamente al vacío durante unos momentos; después sonrió maliciosamente.

—Dale un mensaje de mi parte, Hermana. Pregúntale si recuerda su primera visita a la torre... y recuérdale que no tomé nada que ella no quisiera dar. — Sus ojos verdes se fijaron en los de Erminet—. Ella comprenderá.

Su mirada hizo que la anciana sintiese algo que casi era vergüenza. Asintió con la cabeza, con aire defensivo.

—Se lo diré.

Tarod se inclinó hacia delante y la besó en la frente.

— Gracias.

Erminet sonrió débilmente.

—Nunca me había imaginado que sería besada por un demonio del Caos. Sería una buena historia para contarla a mis nietos, si los tuviese.

Diablillo, silencioso como una sombra, salió con ella de la mazmorra. Tarod oyó que la llave chirriaba en la enmohecida cerradura; después trató de ponerse lo más cómodo posible mientras esperaba que la droga surgiese efecto. Aunque el sótano estaba casi totalmente a oscuras sin la linterna de la Hermana Erminet, podía ver en la oscuridad, aunque, en realidad, no había allí ningún panorama digno de atención...

Se tumbó de espaldas, sin hacer caso del rayo de esperanza irracional que parecía brillar en su interior. Esperar era un ejercicio inútil.

Una anciana, por muy buenas que fuesen sus intenciones, nada podía hacer más que llevar un mensaje; y durante los aniquiladores días transcurridos desde su captura, Tarod había resuelto conscientemente resignarse a lo que el destino había decretado para él. Había apagado las llamas de odio y cólera y venganza, sofocando deliberadamente todo sentimiento y todo pensamiento sobre el futuro. Si Cyllan tenía que sobrevivir, era cuanto él podía hacer.

Tenía los párpados pesados y se preguntó si soñaría. En ese caso, lo más probable era que fuesen sueños fragmentados, sin sentido; como si todo lo demás careciese ahora de significado. Tarod cerró los ojos. Brevemente, creyó ver, en su campo visual interior, una piedra preciosa de múltiples facetas, reluciendo como un ojo burlón, y desde muy lejos, alguien —o algo— parecía llamarle por su nombre con extraña urgencia. Sumiéndose en la confusión provocada por el narcótico, hizo oídos sordos a la llamada, la arrojó de su mente. Y la llamada se extinguió y no volvió a repetirse, y él yació inmóvil en la silenciosa oscuridad del sótano.

CAPÍTULO 12

Los últimos rayos de sol habían iluminado brevemente la pared del Castillo, y la primera de las dos lunas asomaría pronto su cara picada de viruela por el Oriente. Brillaron antorchas en el patio; grupos de personas cruzaban el suelo enlosado y una risa ocasional llegaba hasta la ventana detrás de la cual estaba sentada Cyllan, que miraba impertérrita aquella actividad.

Estaba agotada por su discusión con Keridil Toln, aturdida por los efectos del vino, y sin embargo no podía dormir. Había tenido su única oportunidad de pedir clemencia para Tarod, por muy remota que fuese la esperanza de triunfar, y su genio había podido más que ella. Le había fallado, y ahora parecía que se le habían cerrado todos los caminos.

La invadía la cólera, un amargo resentimiento contra la justicia del Círculo, que podía condenar a uno de los suyos a una muerte terrible sin el menor escrúpulo. En la ceremonia intervenía el fuego, le había dicho Tarod; un fuego sobrenatural que no sólo quemaba la carne... Cyllan se llevó bruscamente una mano a la boca, para contener un espasmo de náuseas, al acudir odiosas imágenes a su mente, contra su voluntad. Cuando cesó el pasmo, tembló inevitablemente con la ira de la impotencia y con un miedo desesperado que hacía que tuviese ganas de gritar; Tarod moriría, mientras ella permanecía sentada en la horrible habitación, impotente hasta que la pusieran en libertad... , y entonces sería demasiado tarde.

Pero nada podía hacer. Keridil había cuidado de que no pudiese suicidarse y, con ello, anular el trato que había hecho con Tarod; éste no la abandonaría como ella le había suplicado; el Círculo era intratable. Su única posibilidad era, ahora, hincarse de rodillas y pedir a Aeoris un milagro.

Pero difícilmente se apiadaría Aeoris de una mujer que intercedía por un ser del Caos. Era más probable que el Señor Blanco se alegrase de la destrucción de Tarod, y Cyllan, sin reparar en que su pensamiento era blasfemo, sintió que su ira se dirigía contra el propio dios. No encontraría ayuda en él; era mejor apelar a Yandros, Señor del Caos, que había dicho que era hermano de Tarod...