Выбрать главу

Yandros. La idea la impresionó y le heló la sangre. Pero seguramente Yandros no permitiría que Tarod muriese, si tenía poder para intervenir.

Trató de desechar la idea como una locura. El propio Tarod había roto sus lazos con el Caos, desterrado a Yandros y hablado de éste como de un enemigo mortal.

Sin embargo, se dijo Cyllan, no podía haber un enemigo peor que aquellos que se habían propuesto aniquilar a Tarod. Tal vez Yandros podría ayudarla; tal vez no querría hacerlo. Pero como todas las otras puertas estaban cerradas, nada tenía que perder.

Se levantó, todavía temblando, y contempló durante un par de minutos la luna que se elevaba lentamente y la miraba a su vez con ojos malévolos. ¿Cómo podría llegar hasta un ente como Yandros? Las Hermanas viajeras que habían catequizado a los niños de su pueblo natal enseñaban que Aeoris oía las peticiones de los más humildes; que un corazón y un espíritu puros eran suficientes para conseguir la benevolencia del gran dios. Pero el corazón y el espíritu de Cyllan ardían de ira..., y suplicar al Caos era una cosa muy diferente. Si apelaba a Yandros, traicionaría su fidelidad a los Señores Blancos y se condenaría a sus ojos. Pero rechazar cualquier posibilidad que pudiese darle un mínimo rayo de esperanza era una traición todavía mayor...

Bajó la mirada para observar el patio, más allá de las antorchas encendidas, y de los grupos de gente, hacia la alta mole de la Torre del Norte del Castillo donde Tarod había tenido su nido de águila. Sus ojos se empañaron al pensar en él, y dijo suavemente, como murmurando a un compañero íntimo:

— Tarod..., perdóname. No queda otro camino.

Cyllan se volvió y se sentó en el suelo, con las piernas cruzadas. Por tradición, todas las plegarias a Aeoris se formulaban estando el suplicante de cara al Este. Como Yandros era el enemigo por antonomasia de Aeoris, parecía adecuado que el peticionario mirase hacia el Oeste, y Cyllan reprimió una impresión instintiva de sacrilegio al volverse de espaldas al lugar por donde salía el sol. Cerrando los ojos, trató de formar una imagen en su mente, recordando la visión que había tenido en el Salón de Mármol, cuando las estatuas sin cara le habían manifestado su verdadero origen. Facciones duras, bellas pero crueles; boca sonriente y burlona; ojos sesgados e inteligentes... Pero el cuadro era confuso, la eludía. Se concentró más, respirando fuerte y ruidosamente en la silenciosa estancia, pero la imagen no quería tomar forma.

Si al menos tuviese sus piedras..., éstas la ayudarían, le permitirían enfocar su mente y sus deseos. Pero la bolsa estaba en alguna parte del Castillo, fuera de su alcance, y no se atrevía a pedirla para que no sospechasen de sus intenciones. Abrió los ojos y suspiró. No era una hechicera; sus facultades eran bastante limitadas, incluso con los preciosos guijarros; sin ellos, no podía hacer nada.

Entonces fijó la mirada en un cuenco que sus carceleros habían dejado sobre la mesa. En un esfuerzo por tentar su apetito y evitar así la desagradable necesidad de llamar a Grevard para que la obligara a comer, Keridil había enviado un plato de frutas de la provincia de Perspectiva de la abundante despensa del Castillo. Ella las había desdeñado, a pesar de su rareza y de que nunca le habían ofrecido tales exquisiteces en su vida; pero ahora se dio cuenta de que la fruta contendría huesos... y tal vez bastaría un sustituto si no podía tener sus propias piedras.

Tomó rápidamente el cuenco de encima de la mesa y partió una de las frutas. En su centro tenía un hueso duro y arrugado del tamaño de la uña del pulgar... Despreciando la pulpa, empezó a partir otras frutas hasta que tuvo una colección de una docena de huesos. No eran muchos, pero tal vez le bastarían... Lamió el zumo de sus dedos. Estuvo tentada de comer una o dos de las destrozadas frutas, pero, como sabía la importancia del ayuno en los ritos mágicos, dominó su impulso, y después se enjugó las palmas de las manos en la falda y agarró las piedras.

Esta vez, cuando cerró los ojos, la oscuridad detrás de sus párpados era absoluta. Y momento más tarde experimentó la primera sensación de cosquilleo en la nuca, que se extendió a todo el cráneo. Dominando su excitación, enfocó la mente, sintiendo la áspera y dura superficie de los huesos en los dedos cerrados. Apenas consciente de lo que hacía, sus labios formaron un nombre y lo murmuraron en el silencio.

Yandros...

Tenía las manos calientes, ardientes; las piedras parecían de hielo en comparación con ellas... y una cara empezaba a formarse en su visión interior, tomando forma y vida...

Yandros..., escúchame, Yandros. Oyeme, Señor del Caos...

El silencio de la habitación se hizo más profundo y el aire pareció coagularse a su alrededor, como si hubiese descendido una grande y oscura cortina. Cyllan podía sentir su pulso repicando con fuerza en todo el cuerpo; le ardían las manos, y también las piedras ardían ahora...

Yandros, Señor de la Noche, Maestro de la Ilusión, escucha

mi ruego.... — Las palabras brotaban rápidas, inconsciente mente, de su boca; ya no las elegía, sino que acudían de súbito a su lengua, como si hubiese despertado un antiguo recuerdo—. Yandros, aunque fuiste desterrado, tus siervos todavía te recuerdan. Vuelve a mí, Maestro del Caos, ¡vuelve del reino de la Noche y ayúdame!

Fue como si las piedras se encendiesen en sus manos. Cyllan gritó de dolor y de espanto, y los huesos de las frutas se desparramaron por el suelo al arrojarlas ella con un violento movimiento reflejo. Se echó atrás y, en el mismo momento, un sordo estampido resonó en sus oídos.

¡Aeoris!

La invocación, aunque inadecuada, fue involuntaria, y Cyllan abrió los ojos.

Las sombrías paredes de su habitación no habían cambiado. Las piedras estaban en el suelo, formando un dibujo casual que no podía interpretar en absoluto y, al desvanecerse su fuerte calor, comprendió, afligida, que había fracasado. Yandros no podía o no quería responder a su llamada, y lo único que ella había experimentado había sido un engaño de su febril y desesperada imaginación.

Se levantó, volviendo la espalda a las piedras desparramadas, y se acercó a la ventana. La primera luna estaba ahora alta (cosa extraña, pues parecía que sólo habían transcurrido unos minutos) y su cara mellada, casi llena, se burlaba de su dolor. Abajo, en el patio, las antorchas se habían apagado, y el gigantesco rectángulo estaba vacío.

¿Lo estaba? Cyllan miró de nuevo y se dio cuenta de que había unas figuras en el patio... , pero ninguna de ellas se movía. Eran como estatuas, como si se hubiesen petrificado en un momento de sus vidas. Parecían débilmente ridículas; una con un pie levantado en la acción de caminar; otra con un brazo alzado en una extravagante e interrumpida posición... Y la fuente había cesado de manar...

El instinto la puso sobre aviso una fracción de segundo antes de que oyese el suave pero amplificado sonido de una cerradura a su espalda. Giró en redondo...

Los contornos de una puerta suspendida en mitad de la habitación se desvanecieron ante sus ojos. Un ser estaba plantado delante de ella, y, con súbito pánico, advirtió que estaba tan lejos de ser humano que cualquier concepto que se formase de él parecía cosa de locura. Alto, lúgubre, con los cabellos de oro cayendo sobre los altos hombros, habría podido ser hermano gemelo de Tarod, de no haber sido por el hecho de que no había rastro de mortalidad en las bellas y crueles facciones, y de que la sonrisa de sus labios parecía mofarse de los conocimientos y ambiciones humanas. Los ojos entrecerrados y felinos eran opalescentes y cambiaban de color bajo la engañosa luz de la luna.