— No podrás volver atrás — dijo suavemente, con satisfacción. Cyllan no levantó la cabeza, pero él vio que asentía con ella casi imperceptiblemente antes de murmurar:
— ¿Qué debo hacer?
—Debes encontrar la piedra... y devolverla a su legítimo dueño.
Ella le miró rápidamente.
—¿Cómo puedo hacerlo?
—Empleando la inteligencia y la astucia que tanto te han servido hasta ahora. Nosotros podemos ayudarte; no tenemos poder para intervenir directamente, pero nuestra... influencia.., todavía puede dejarse sentir en los medios adecuados. — La sonrisa se desvaneció bruscamente de su semblante—. Hay que hacerlo, Cyllan. Solamente Tarod tiene poder para llamarnos de nuevo al mundo, pero, para ello, tiene que recuperar su piedra-alma. Si la piedra permanece en manos de esos gusanos del Orden, no descansarán hasta que su esencia sea dominada y destruida. —Su cara orgullosa y siniestra no mostraba ahora la menor amabilidad, sino que era cruelmente venenosa—. Si la piedra fuese destruida, el alma de Tarod sería destruida con ella. Y tú no quieres esto..., ¿verdad, Cyllan?
— No... — murmuró ella.
Yandros levantó una mano y señaló el corazón de Cyllan.
—Entonces, si deseas que viva, te ordeno que le pongas de nuevo en posesión de la piedra del Caos. —Sus ojos brillaron con un fuego infernal—. No me falles, pues si lo hicieses, perderías mucho más que la vida de Tarod. Tus propios dioses te condenaron cuando llamaste al Caos en tu ayuda, pero si engañases ahora al Caos, ¡tu alma no encontraría consuelo en nuestro reino!
Su tono hizo que Cyllan sintiese en la médula un escalofrío que le hizo recordar las horribles imágenes que había visto en los ojos de él. No pudo responder; estaba demasiado horrorizada por la enormidad del trato que había hecho.
Yandros pareció ablandarse un poco y sus ojos se tranquilizaron y los extraños colores volvieron una vez más a sus sesgadas profundidades.
— Haz bien tu trabajo y no tendrás nada que temer — dijo más suavemente—. Y no creas que estás completamente sola. Hay una persona en el Castillo que te ayudará. La reconocerás cuando la encuentres. —Le tomó bruscamente la mano izquierda, volviendo la palma hacia arriba—. No puedes llamarme de nuevo, Cyllan. Te he respondido esta vez, y no podría hacerlo nuevamente. Pero te dejo con mi bendición.
Y con una actitud que parecía burlona imitación de la cortesía humana, le besó la muñeca.
Fue como si una brasa hubiese tocado su brazo. Cyllan gritó de dolor, se echó violentamente atrás y, al caer, una ráfaga de aire ardiente produjo una explosión tremenda pero sorda en la estancia. Las paredes se combaron hacia fuera, torturadas por una fuerza que apenas podían contener; Yandros se desvaneció, y Cyllan chocó contra la ventana antes de derrumbarse desvanecida en el suelo.
El criado que corrió en busca de Keridil recibió una fuerte reprimenda, pero el Sumo Iniciado no tuvo más remedio que abandonar la pequeña celebración que tenía lugar en sus habitaciones y seguir al hombre hasta el ala sur del Castillo. Había interrumpido la confusa explicación, pensando solamente que la muchacha de las Llanuras del Este había conseguido lesionarse a pesar de las grandes precauciones tomadas por él, y al dirigirse apresuradamente a su habitación, sintió vértigo al pensar en lo que podría ocurrir si ella moría. Podrían ocultar fácilmente la noticia a Tarod hasta que llegase el momento de su ejecución. Pero él sólo iría voluntariamente a la muerte si se le demostraba que ella estaba viva y a salvo. Si no era así...
Keridil se tragó la bilis del miedo al acercarse a la puerta cerrada.
Para alivio suyo, su perentoria llamada fue respondida por Grevard. El médico parecía más irritado que preocupado, y esto era una buena señal, se dijo nerviosamente Keridil.
— ¡Oh..., Keridil! — El médico le miró frunciendo el entre cejo—. ¡Dije a esos malditos imbéciles que no hacía falta que fuesen a buscarte!
Keridil miró hacia la cama. Era difícil distinguir la figura de la joven; parecía estar inconsciente, y una mujer de hábito blanco en la que reconoció a la Hermana Erminet Rowald la estaba cuidando auxiliada por dos sirvientes que parecían ser un estorbo más que una ayuda.
— ¿Está viva? — preguntó concisamente el Sumo Iniciado.
—¡Oh, sí!; está viva.
—¿Qué ha sucedido?
Grevard sacudió la cabeza.
— No lo sé. Creíamos haber tomado todas las precauciones posibles, pero parece que estábamos equivocados. — Señaló hacia la cama con la cabeza—. Uno de los criados la encontró yaciendo sin sentido en un rincón cuando le trajo la comida. Al principio, pensé que se había desmayado de debilidad; ya sabes que se ha negado a comer; pero cambié de opinión al ver su brazo.
—¿Su brazo?
El médico se encogió de hombros.
—Ve y míralo tú mismo.
Keridil, con semblante preocupado, se acercó a la cama y saludó brevemente con la cabeza a la Hermana Erminet. Cyllan yacía inmóvil y muy pálida, y, a primera vista, no parecía haber sufrido daño alguno; pero después vio Keridil que la manga izquierda de su vestido había sido arremangada, dejando al descubierto una horrible señal carmesí que se extendía desde la muñeca casi hasta el codo.
Miró rápidamente a Grevard por encima del hombro.
—Es una quemadura...
—Exactamente. —El médico hizo una mueca—. Y si puedes tú explicar cómo pudo tener fuego en sus manos, ¡sabes mucho más que yo!
— Es imposible. A menos que lo sacase del aire.
— Bueno, tal vez haya una teoría mejor. ¿Tiene ella algún poder mágico?
Keridil murmuró entre dientes y sacudió la cabeza.
—Lo dudo. Además, si lo tuviera, la Hermandad lo habría advertido hace años, ¿no es cierto, Hermana Erminet?
La vieja herbolaria le miró enigmáticamente.
— Naturalmente, Sumo Iniciado.
—Entonces, si no pudo quemarse ella misma ¿quién pudo... ? — La voz de Keridil se extinguió al ocurrírsele una inquietante posibilidad, Tarod. Si la muchacha había establecido de algún modo contacto con él y le había persuadido de romper el trato, él podía haber tratado de emplear su poder para matarla desde lejos, con el fin de salvarse. Y casi lo había logrado... — Giró sobre los talones—. Grevard, ¿sigue ese demonio de Tarod encerrado bajo llave?
—Desde luego —dijo sorprendido el médico.
—Y se han seguido al pie de la letra mis instrucciones de mantenerle drogado?
Ahora, Grevard pareció ofendido.
— Si sugieres que yo...
—Sumo Iniciado. —La voz de la Hermana Erminet interrumpió la irritada réplica de Grevard, y Keridil se volvió y vio que la mujer se había erguido y le estaba mirando, con los brazos en jarras, como una maestra enojada—. El Adepto Tarod yace en este momento en su celda, sin saber nada del mundo que le rodea. Le administré el narcótico con mis manos y vi cómo lo bebía.
Keridil, perplejo, hizo un ademán apaciguador.
—Discúlpame, Hermana; no quise acusar a nadie de negligencia. Discúlpame también tú, Grevard.
El médico sacudió la cabeza.
Erminet habló de nuevo.
—Desde luego, hay otra posibilidad —dijo con indiferencia. Ambos hombres la miraron y ella prosiguió—: Puede no ser una quemadura. La piedra de las paredes es tosca; si la muchacha quería realmente suicidarse, tal vez trató de frotar la muñeca en ella hasta romperse la arteria. — Sonrió, compasiva—. Desde luego, no podría lograrlo, pero ¿quién puede imaginar el razonamiento de los que están desesperados? Y si frotó con fuerza bastante, pudo producirse una señal muy parecida a una quemadura.
Grevard pareció escéptico, pero, para Keridil, la teoría de la vieja era tan verosímil como cualquier otra.