— En cuanto a ese misterio del Castillo — siguió diciendo Drachea—, creo que los Iniciados tienen sus propias razones, que no conviene investigar. Aunque, si al leer las piedras vieras un presagio que pudiese decirnos algo...
La miró, esperanzado, y ella sacudió enérgicamente la cabeza.
— ¡No! No me atrevería, no me atrevería a intentar ver claro en esas cosas. Leeré para ti, Drachea, pero no iré más lejos.
El se encogió de hombros, con gesto descuidado.
—Está bien. No perdamos más tiempo. ¡Muéstrame lo que no pudo mostrarme el charlatán!
Cyllan hurgó en la bolsa que llevaba colgada del cinto y sacó un puñado de piedrecitas pulidas y de diferentes formas. Teóricamente, necesitaba arena para arrojar sobre ellas los guijarros, pero otras veces había trabajado sin ella y sin duda podría volver a hacerlo ahora.
Drachea se inclinó hacia delante, mirando fijamente las piedras, como tratando de adivinar algo sin la ayuda de ella. Y súbitamente, al tenerlas en la palma de la mano para arrojarlas, Cyllan se detuvo. Algo estaba murmurando con insistencia en su mente, un aviso, tan claro como si hubiese sido pronunciado en voz alta junto a su oído.
Pasara lo que pasase, ¡no debía leer las piedras para Drachea Rannak!
—¿Qué pasa? —oyó que decía la voz impaciente de Drachea, y se sobresaltó violentamente y se le quedó mirando como si fuera la primera vez que le veía—. Vamos, Cyllan, ¡O eres una adivina o no lo eres! Si me has hecho perder el tiempo...
— ¡No ha sido ésta mi intención! —Se puso de pie, vacilando—. Pero no puedo leer para ti, Drachea... ¡No puedo!
El se levantó también, súbitamente irritado.
— En nombre de los siete infiernos, ¿por qué?
— ¡Porque no me atrevo! ¡Oh dioses, no puedo explicarlo! Es un presentimiento, un miedo... — Y de pronto brotaron las palabras de sus labios sin que pudiese evitarlo—. ¡Porque sé en el fondo de mi ser que algo terrible va a ocurrirte!
El se quedó pasmado. Lentamente, se sentó de nuevo. Estaba muy pálido.
—Tú... ¿sabes...?
Ella asintió con la cabeza.
—Por favor, no me preguntes nada más. Tenía que haberme callado... Sin duda estoy equivocada; no tengo talento y...
— No. — Ella se estaba apartando de la mesa y, súbitamente, él alargó una mano y le agarró el brazo, causándole dolor—. ¡Siéntate! Si se está tramando algo, ¡por todos los dioses que vas a decírmelo!
Un par de parroquianos de la taberna les estaban mirando ahora, sonriendo divertidos, sin duda interpretando a su manera la discusión. No queriendo llamar más la atención, Cyllan se sentó de mala gana.
— Ahora, ¡dime! — ordenó Drachea.
Las piedras eran como ascuas en la mano de ella. Reflexivamente, las dejó caer y se desparramaron sobre la mesa, formando un dibujo claro y desconcertante. Drachea las miró fijamente y frunció el entrecejo.
—¿Qué significa eso?
También Cyllan estaba mirando las piedras, y le palpitaba el corazón. No conocía aquel dibujo y, sin embargo, parecía hablarle, llamarla. Sintió un débil hormigueo en la nuca y se estremeció.
—No... no lo sé —empezó a decir, y después lanzó una exclamación ahogada, porque una imagen había cruzado por su mente, con tanta rapidez que apenas pudo captarla.
Una estrella de siete puntas, irradiando colores indescriptibles...
—¡No! —se oyó decir a sí misma, con vehemencia—. ¡No puedo hacerlo! ¡No quiero!
—¡Maldita sea! ¡Lo harás! —replicó Drachea furioso—. ¡No voy a dejar que una campesina forastera me tome el pelo! Dime lo que ves en esas piedras, ¡o te llevaré ante mi padre por tratar de embrujarme!
La amenaza era bastante seria. Cyllan miró las piedras una vez más y, de pronto, el dibujo cristalizó en su mente. Ahora sabía, con infalible instinto, lo que significaba, y la insistencia de Drachea no iba a poder convencerla. Bruscamente, recogió las piedras, las metió en la bolsa, y se puso de pie de nuevo. — Puedes hacer lo que creas adecuado — dijo serenamente, y se volvió para marcharse.
—¡Detente! —le gritó Drachea. Ella siguió su camino. Oyó el roce de madera sobre piedra y las pisadas de él a su espalda. La alcanzó cuando iba a llegar a la puerta—. ¿Qué estás haciendo, Cyllan? ¡No voy a tolerarlo! Me prometiste leer las piedras para mí, y...
— ¡Déjame!
Se retorció para librarse de la mano que trataba de agarrarla del brazo y hacerla volver, pero al dirigirse a la entrada de la taberna chocó con un marinero mercante, alto y corpulento, que entraba apresuradamente con tres compañeros.
—¡Mira por dónde vas! —le gritó el hombre, empujándola a un lado. Cyllan murmuró una disculpa y siguió adelante, seguida de Dra-chea, pero el marinero les gritó—: ¡Eh... vosotros dos! En nombre de todos los diablos de las tinieblas, ¿adonde vais?
Ellos le miraron, sin comprender, y el hombre señaló con el pulgar hacia la puerta, por la que entraban apresuradamente más personas.
—¿No tenéis una pizca de juicio entre los dos? ¡Se acerca un Warp! Toda la ciudad está alborotada. Un día de mercado, ¡y un hijo de perra de Warp decide caer sobre nosotros! Como si las tormentas de los Estrechos de la Isla de Verano no fuesen bastante...
Se dirigió furioso al mostrador y pidió a gritos una copa.
La cara de Cyllan adquirió una palidez grisácea. Al oír que el marinero mencionaba el Warp, sintió como si se le helase el estómago. Un miedo terrible se había apoderado de su razón y aumentaba a cada momento. En la taberna estaba segura, pero no se sentía segura. Y si había interpretado bien el presagio de las piedras...
Mientras tanto, Drachea se había acercado a la puerta y estaba mirando al exterior. Corría gente por todas partes, buscando un refugio; en algún lugar, un niño gemía de espanto. Más allá de los apretujados tejados de las casas de la estrecha calle, el cielo no era más que una franja brillante, pero el brillo estaba ya menguando, empañado por las amenazadoras sombras que se extendían sobre el azul. Y por encima del ruido de los pies que corrían y de las voces que gritaban, se oyó un aullido estridente, misterioso, como un coro de almas condenadas al infierno.
—¡Dioses! —Drachea contempló el cielo cambiante con morbosa fascinación—. ¡Mira, Cyllan! ¡Mira eso!
Olvidada la disputa, Cyllan temió ahora por su seguridad.
—No hagas eso, Drachea —suplicó—. ¡Entra! ¡Es peligroso!
—Todavía no lo es. Tenemos unos minutos antes de que caiga sobre nosotros. Mira... —Y entonces, en un instante, cambió su expresión, y su voz con ella, elevándose al impulso de un incrédulo horror—. ¡Oh, por Aeoris, mira eso!
La había agarrado y tirado de ella hasta delante de la puerta. Fuera, la calle estaba desierta y se estaban cerrando de golpe los postigos de todas las ventanas. Drachea señalaba a lo largo del callejón, en la dirección del puerto de Shu-Nhadek, y la mano le temblaba violentamente.
— ¡Mira!
Cyllan miró y un terror ciego nubló toda su razón. Al final de la calle, una figura solitaria se erguía como una estatua. Una prenda parecida a una mortaja envolvía su cuerpo, pero la cara cruel y de delicadas facciones se veía con bastante claridad, y un halo de cabellos rubios desprendía una luz brillante. Una aureola oscura centelleaba a su alrededor, y el personaje levantó una mano de largos dedos, invitándola a acercarse.
Ella había visto antes de ahora esta imagen de pesadilla...
Cyllan trató de echarse atrás, de huir de aquella figura hipnótica y de su mano autoritaria, pero no podía moverse. Su voluntad se estaba debilitando; estaba dominada por el insensato deseo de cruzar la puerta, salir a la calle y obedecer a la llamada. Oyó que Drachea murmuraba junto a ella: ¿Quién es?, con la voz de un niño aterrorizado, y ella sacudió la cabeza, incapaz de encontrar una respuesta.