— Hermana... — La voz de Cyllan estaba ronca de desesperación—. Dime, por favor: ¿puedes ayudarnos?
Erminet se levantó, retiró el brazo y se sintió de pronto insegura de sí misma.
—No lo sé...
Cyllan se retorció las manos, sin darse cuenta de lo que estaba haciendo. Casi en un murmullo, suplicó:
—Tú tienes la llave de esta habitación. Podrías dejarme salir...
— No. — Erminet suspiró profundamente—. Quiero ayudaros. Los dioses saben por qué, pero le he tomado simpatía a tu Adepto; le compadezco y también te compadezco a ti. Pero no es fácil..., debes comprenderlo. No puedo dejar simplemente que te escapes en la noche. Si llegase a saberse que yo... —vaciló—, que mis simpatías están.. , contra la corriente... , no podría defenderme. Y aprecio mi vida, aunque no me queden muchos años más de ella. — Recobró una pizca de su causticidad al sonreír—. Todavía no deseo encontrarme con Aeoris, y menos con semejante pecado en mi conciencia.
Cyllan se resignó, dominando su disgusto al reconocer que Erminet tenía razón. Además, la libertad no le bastaba. Tenía que tener la piedra del Caos para salvar a Tarod y cumplir la palabra que había dado a Yandros.
Inclinó la cabeza, asintiendo.
— Lo siento, Hermana. Pensaba..., esperaba..., pero lo comprendo. — Su expresión era intensa detrás de la cortina de sus cabellos—.
Y ahora, ¿querrás contestarme a una pregunta?
—Si puedo, sí.
—Hay una piedra... Tarod solía llevarla en un anillo y el Sumo Iniciado se la quitó cuando le capturaron por primera vez.
Erminet recordó la gema. La había visto en la mano de Tarod cuando su primer encuentro, y según rumores, contenía su alma...
— Lo sé — dijo cautelosamente.
—¿Sabes dónde está ahora?
Un fragmento de conversación, oído mientras volvía a su trabajo al regresar el Tiempo...
—Sí... —dijo Erminet.
Los ojos de Cyllan adquirieron un brillo febril.
— ¡Dímelo!
—¿Por qué es tan importante?
Cyllan vaciló; después decidió que no tenía más remedio que contar al menos parte de la verdad a Erminet. Recordó las palabras de Yandros y dijo a media voz:
—Porque debe ser devuelta a su legítimo dueño.
Si lo que se decía de la gema era verdad, ponerla en posesión de su legítimo dueño podía significar la ruina de todos. Sin alma, Tarod era bastante formidable... , pero con la piedra en su posesión sería un adversario mucho más terrible. Erminet tenía que asegurarse de lo que estaba haciendo. Fuera o no fuese del Caos, el Adepto de negros cabellos era un hombre de honor. Si daba su palabra de no causar ningún daño al Castillo, ella confiaría en su promesa. Pero no en la muchacha; ésta emplearía la piedra contra cualquiera, amigo o enemigo, que tratase de frustrar sus propósitos. Y por muy justos que fuesen sus motivos, Erminet no podía arriesgarse. En voz alta, respondió:
—No. No te lo diré, Cyllan; todavía no. —Y como la muchacha empezase a protestar, levantó una mano con firmeza—. He dicho no. No confío en ti, niña. Y no pretendo poner mi cabeza sobre el tajo de ejecución en tu honor. — Se volvió y empezó a recoger sus filtros—. Pero volveré a ver a tu Tarod y hablaré con él. Sí —giró en redondo, apuntándola con un dedo amonestador— y solamente si me da su palabra de que el Castillo no sufrirá ningún daño por la ayuda que pueda prestarte, reconsideraré lo que me has pedido. —Dirigió a Cyllan una triste pero simpática sonrisa—. Es cuanto puedo hacer.
Era muy poco... y sin embargo podía ser bastante. Cyllan miró a Erminet y la esperanza centelleó en sus extraños ojos ambarinos.
La vieja sonrió irónicamente.
— Mientras tanto, ¿quieres que le diga algo de tu parte? Si he sido mensajera una vez, puedo serlo otra. Además, él es tan suspicaz como tú; si no le llevo alguna respuesta tuya, me acusará de no haberte dado su mensaje, y no quisiera exponerme a su mal genio.
Cyllan, a pesar suyo, hubo de corresponder a su sonrisa.
—Sí... Dile que la herida sanó rápidamente.
—«La herida sanó rápidamente.» —Erminet repitió las palabras para grabarlas en su memoria y después dirigió a Cyllan una mirada de mujer chapada a la antigua—. ¡Otro acertijo misterioso! No es de extrañar que os avengáis tanto; a los dos os gusta la intriga. Y no es que me importe el significado que puedan tener vuestras bromas... — Su expresión se suavizó—. No temas, muchacha. Se lo diré.
Cyllan asintió con la cabeza y la expresión de su semblante se clavó en el corazón de Erminet.
— Gracias, Hermana — murmuró en tono casi inaudible.
El ave de color castaño claro miró a un lado y a otro, posada en el brazo del halconero, observando a su público con lo que parecía desdén en sus ojos como abalorios. El halconero, natural de la provincia Vacía, moreno y de nariz aguileña, inclinó la cabeza y murmuró al oído del ave; ésta respondió con un chillido, extendió las alas y las plegó de nuevo.
El halconero miró al Sumo Iniciado y sonrió débilmente.
— Si tu mensaje está listo, señor...
Keridil se destacó del grupo que se había reunido en el patio del Castillo. Llevaba en una mano una hoja de pergamino dispuesta en un pequeño y apretado rollo. El halconero lo tomó y, con hábiles dedos, los sujetó a una correa que pendía de una de las patas del ave, haciendo caso omiso de los intentos de ésta de picarle la mano. Su sonrisa se convirtió en mueca lobuna.
—Ahora veremos si ha aprendido bien la lección.
Murmuró de nuevo al ave y la criatura volvió a chillar, como lanzando un desafío a algún enemigo invisible. Esta vez extendió del todo las alas y unos cuantos espectadores se quedaron boquiabiertos al ver su envergadura. El halconero levantó el brazo; el ave, saltó, batió el aire con sus grandes alas y se quedó planeando durante unos m> mentos a diez pies por encima de la cabeza del hombre. Después, con una rapidez que provocó más exclamaciones de asombro, se elevó como una flecha en el cielo claro y frío hasta que no fue más que una mota oscura en la bóveda azul. Planeó de nuevo y después voló hacia las montañas del Sur, perdiéndose en pocos segundos más allá de la alta muralla del Castillo.
Los espectadores aplaudieron espontáneamente y Keridil estrechó la mano enguantada del halconero.
—Un comienzo de buen augurio, Faramor.
La cara morena del norteño no estaba hecha para expresar satisfacción, y la sonrisa con que respondió manifestaba cierto embarazo.
—Su vuelo va a ser muy largo, Sumo Iniciado. Pero si todo marcha bien, la contestación debería llegar mañana cuando se ponga el sol.
Pestañeó cuando la alta joven de cabellos castaños que había estado al lado de Keridil durante la pequeña ceremonia se adelantó y le dirigió una sonrisa deslumbradora aunque débilmente condescendiente.
— Y entonces — dijo—, todo el mundo se habrá enterado de la buena noticia. — Enlazó un brazo en el de Keridil con posesivo ademán—. ¿Verdad que sí, amor mío?
Keridil cubrió su mano con los dedos y la apretó.
—Cierto. Te damos las gracias, Faramor.
Cuando se alejaron, el halconero se vio asediado por los curiosos, la mayoría de ellos jóvenes Iniciados, advirtió Keridil, divertido. Presumiendo que este primer experimento tuviese éxito, pensó, Faramor y los de su oficio no carecerían de aprendices ansiosos de practicar el nuevo arte.
La idea de emplear aves como mensajeras era algo que el Sumo Iniciado sabía que podía ser muy útil al Círculo. Halconeros de la provincia Vacía habían estado practicando durante la vida de su padre, tratando de adiestrar a las feroces aves que se empleaban normalmente para la caza; pero habían necesitado años y mucha paciencia para poder lograr este primer éxito manifiesto. Ahora el ave de Faramor volaba hacia Chaun, donde, al menos en teoría, otro halconero la recibiría y enviaría su propio halcón al Castillo con un acuse de recibo del mensaje de Keridil. Desde Chaun, enviaría también otras aves adiestradas a otras provincias, para difundir la noticia traída por el halcón de Faramor. Y si todo ocurría según al plan previsto, el anuncio del noviazgo del Sumo Iniciado con Sashka Veyyil sería conocido en todo el país en pocos días y no en las semanas que habrían necesitado los más veloces jinetes, relevándose.