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—¿Cómo va el trabajo?

El hombre, sudoroso, se irguió y se llevó respetuosamente un dedo a la frente.

—Muy bien, señor. Tal vez estará terminado dentro de tres o cuatro días.

Gracias sean dadas a Aeoris, pensó Keridil. Asintió con la cabeza, sonrió y bajó la escalera. Unos cuantos días más y las siete estatuas negras que habían estado en el Salón de Mármol durante toda la historia del Círculo habrían dejado de existir... Se le helaba la sangre al pensar en esto, pues, siglo tras siglo, los Iniciados habían creído que las siete gigantescas figuras representaban a Aeoris y sus seis herma nos-dioses, mutilados hasta dejarlos irreconocibles por la antigua raza al pasarse del Orden al Caos. Esta creencia habría continuado si Yandros no hubiese revelado, con descuidada malicia, que las veneradas imágenes eran en realidad las de los siete tenebrosos adversarios de Aeoris y sus parientes; los antiguos y siniestros dioses del Caos, esculpidos por sus corrompidos siervos antes de que las fuerzas del Orden los condenasen al olvido. Keridil había ordenado la destrucción de las estatuas y, desde hacía dos días, un gran número de altos Adeptos del Círculo — los únicos que, según la antigua tradición, podían poner los pies más allá de la puerta de plata— habían estado trabajando para destruir las enormes figuras, reduciéndolas a cascotes que sacaban del Castillo y arrojaban al mar desde el borde del promontorio. Cuando hubiesen terminado la tarea, habría que practicar una serie de complicados rituales para purificar y consagrar de nuevo el Salón de Mármol, borrando de él todo rastro del Caos.

Al acercarse a la biblioteca, Keridil pensó amargamente que el legado que había dejado Tarod al Círculo tardaría mucho más en morir que su causante. Los recientes acontecimientos habían enseñado a los Adeptos que los siglos no habían reducido la necesidad de estar constantemente alerta contra las fuerzas de las tinieblas, y había sido una dura lección. La paz que reinaba ahora en el Castillo no era más que una simple apariencia; el peligro y la agitación acechaban todavía debajo de la superficie y seguirían inquietándoles hasta que tanto Tarod como la piedra hubiesen sido finalmente destruidos.

Entró en la biblioteca del sótano, sumido en turbadores pensamientos. Unos pocos Iniciados estaban sentados en rincones aislados, estudiando libros o manuscritos, y ruidos apagados llegaban desde el lejano Salón de Mármol donde los Adeptos realizaban su trabajo. Keridil se dirigió a la puerta baja del hueco de la pared y se sobresaltó al sentir que alguien le tiraba de la manga.

—Sumo Iniciado...

Drachea estaba de pie a su lado y Keridil trató de disimular su irritación al contemplar al joven. Por mucho que agradeciese a Drachea el servicio que había prestado, y era innegable que sin él los moradores del Castillo estarían todavía languideciendo en el limbo, no podía evitar un creciente sentimiento de antipatía por él. Drachea había empezado a abusar de la posición en que se hallaba; andaba siempre detrás de Keridil, acosándole con preguntas referentes a sus planes para con Tarod y Cyllan, y aprovechaba la menor oportunidad para dar su opinión sobre lo que debía hacerse con ellos. Hacía solamente un par de días que Keridil había estado a punto de perder los estribos cuando el heredero del Margrave había insistido en que también Cyllan tenía que ser ejecutada en cuanto hubiese muerto Tarod, arguyendo que una promesa hecha a un demonio no tenía validez y que el Sumo Iniciado tenía derecho a romperla por mor de la seguridad de todos. Keridil, consciente de que lo que quería Drachea era vengarse de la muchacha, le había reprendido severamente por su temeridad al discutir el juicio del Sumo Iniciado, y el joven se había retirado enfurruñado a su habitación.

Pero ahora pareció que Drachea había olvidado la reprimenda, y

dijo:

—Sumo Iniciado, me pregunto si podrías concederme unos pocos minutos de tu tiempo.

Keridil suspiró.

— Lo siento, Drachea, estoy muy ocupado.

—No será más que un momento, señor, te lo aseguro. Necesito hablar contigo, antes de que mi padre llegue de la provincia de Shu, sobre un asunto crucial para mi futuro.

Iba a mostrarse insistente... Keridil se resignó y esperó a que continuase. Cruzando las manos detrás de la espalda, dijo Drachea:

— Como sabes, señor, soy el hijo mayor de mi padre y, por consiguiente, estoy destinado a convertirme algún día en Margrave de Shu. Sin embargo, aunque comprendo perfectamente mi posición y mi deber, hace algunos años que pienso que mi aptitud me impulsa a seguir otro camino.

Keridil se acarició la barbilla.

— Nuestro deber no siempre coincide con nuestros deseos, Drachea. Yo mismo preferiría no tener que sobrellevar algunas de las responsabilidades de mi cargo, pero...

— ¡Oh, no! No se trata de responsabilidades — le interrumpió Drachea—. Como he dicho, es una cuestión de aptitud. Estoy seguro de que podría gobernar el Margraviato sin dificultad; pero creo que si lo hiciese... — vaciló y después sonrió esperanzado— tal vez malgastaría unas facultades que podrían ser mejor empleadas.

Keridil le miró.

— Desde luego, tú conoces tus aptitudes mejor que yo. No sé cómo podría ayudarte.

— ¡Oh, si que podrías, Sumo Iniciado! En realidad, eres el único que tiene autoridad para evaluar mi petición. —El joven adoptó una actitud formal—. Deseo preguntarte, señor, si podrías considerarme como candidato al Círculo.

Keridil le miró fijamente, asombrado, y entonces se dio cuenta de que había sido un estúpido al no haber previsto esto. De pronto quedaba explicada la terca insistencia de Drachea... y también su afán de plantear el caso antes de la llegada de su padre, Gant Ambaril Rannak. Keridil presumió que al Margrave no le complacería en absoluto enterarse de las ambiciones de su hijo, y la idea de Drachea aspirando a ser Iniciado del Círculo parecía bastante rebuscada. Aunque el análisis psíquico no era su fuerte, Keridil era un juez de carácter lo bastante avisado para saber que el joven tenía muy pocas probabilidades de aprobar las pruebas más sencillas de las muchas necesarias para ingresar en el Círculo. Los motivos de Drachea debían tener más que ver con su propio engreimiento que con el deseo de servir a los dioses, y Keridil sospechaba también que su mente no era lo bastante estable para mostrar la rigurosa aplicación necesaria para convertirse en Iniciado. Parecía creer que su posición era suficiente para ser admitido, y sería una dura tarea explicarle la razón de que no fuese así.

Keridil no podía dedicarse a ello en su estado de ánimo actual; ocupaban su mente cosas más importantes que la presunción de un joven arrogante, y no sería perjudicial para Drachea tenerle en suspenso. En voz alta, dijo:

— No puedo contestarte ahora a esto, Drachea. Como tú mismo has reconocido, tienes responsabilidades y, naturalmente, habría que consultar a tu padre. —Sonrió—. Yo faltaría a mi propio deber si interfiriese en sus planes para contigo, sin pedirle siquiera permiso. Y tratándose de un joven de tu posición, deberías pensarlo mucho antes de realizar el cambio.

— ¡He pensado mucho en ello, señor! En realidad, casi no he pensado en otra cosa desde que era niño.

—Sin embargo, debes dominar tu impaciencia. —Consciente de que tenía que ofrecerle alguna esperanza, por muy pequeña que fuese, si no quería que le hiciese la vida intolerable, Keridil añadió—: Cuando llegue tu padre discutiré el asunto con él. Estoy seguro de que accederá a que seas al menos interrogado por el Consejo de Adeptos.

Drachea se sonrojó de satisfacción.