— ¡Gracias, Sumo Iniciado!
Keridil inclinó la cabeza.
— Y ahora, si me disculpas...
Se dirigió a la puerta, pero Drachea le siguió.
— ¿Podría acompañarte al Salón de Mármol? —preguntó ansiosamente—. ¡Me encantaría presenciar la destrucción de esos monstruosos ídolos!
El semblante del Sumo Iniciado se endureció.
—Lo siento, pero no es posible. El Salón de Mármol está cerrado para todos, salvo para los Altos Adeptos.
— Pero... — Drachea pareció ofendido—. No creo que esta regla sea aplicable a mi caso, señor. En fin de cuentas, fue en el Salón de Mármol donde te ayudé a...
Esto era demasiado para Keridil. Comprendiendo que iba a perder su autodominio, dijo vivamente:
— Una de las primeras lecciones que aprende un candidato al Círculo, Drachea, es no discutir las órdenes del Sumo Iniciado. — Asintió brevemente con la cabeza—. Hablaré con tu padre, según te he prometido, pero no puedo hacerte más favores. Buenos días.
Se dirigió a la puerta, y Drachea se le quedó mirando con una mezcla de pesar e indignación en su semblante.
CAPÍTULO 14
La Hermana Erminet abrió la puerta de la celda de Tarod y se detuvo unos momentos en el umbral para acostumbrar los ojos a la oscuridad antes de volver a cerrarla a su espalda.
—¿Adepto...?
Aunque su visión había mejorado, de momento no percibió señales de él. Después vio una sombra alta y lúgubre apoyada en la pared del fondo.
Tarod levantó una mano y pasó lentamente los dedos por la piedra húmeda.
—Seguro que hubo aquí una ventana —dijo—. Se pueden palpar los contornos del mortero al ser aplicada una nueva piedra para cerrarla.
Su voz sonaba llana, remota. Erminet avanzó unos pasos.
—Sin duda fue tapiada para proteger de las ratas los comestibles que aquí se guardaban.
El le sonrió débilmente y examinó las sucias puntas de los dedos antes de enjugarlos descuidadamente en su camisa.
—Sin duda fue así.
Viendo cómo se dejaba caer sobre el montón de sacos viejos y harapos que hacía las veces de cama en la celda, Erminet consideró que su voluntad, o lo que quedaba de ella, se estaba desvaneciendo rápidamente. A pesar de su anterior conversación, Tarod parecía haber renunciado a toda esperanza con la misma indiferencia con que se había encogido de hombros ante la idea de su muerte inminente. Estaba sucio, y sin afeitar; su mente parecía concordar con su estado físico, y Erminet tuvo la incómoda impresión de que, aunque tenía por primera vez algo concreto que ofrecerle, tal vez sería demasiado tarde.
Tarod la observó, mientras ella, demasiado inquieta para añadir palabra, rebuscaba en su bolsa de medicamentos. Erminet se equivocaba al creer que había perdido la esperanza, pero, desde la visita del día anterior, Tarod había tratado furiosamente de apagar aquella chispa, diciéndose que creer en milagros era un ejercicio inútil. La Hermana podía haber visto a Cyllan y tal vez traído una respuesta a su críptico y personal mensaje; pero, aparte de esto, poco podía hacer. Incluso transmitir el mensaje había sido una forma de crueldad; habría sido mejor dar a Cyllan la oportunidad de olvidarle ahora, en vez de prolongar su sufrimiento. Y él, con la chispa de esperanza firmemente controlada, bebería la pócima narcótica de Erminet y dormiría horas, y estaría un día más cerca de la muerte... En realidad, parecía importarle poco.
Pero la perspectiva de la muerte que le esperaba despertaba otra sucesión de ideas. El instinto le decía que algo se estaba fraguando en el Castillo, y aunque, en su actual condición, no tenía la voluntad ni la capacidad necesarias para descubrir su naturaleza, la imaginación le había llevado a una conclusión demasiado evidente. E incluso no teniendo alma, era todavía lo bastante humano para temerla.
Esperando que su voz expresase un grado convincente de aburrido desinterés, dijo:
—Parece haber mucha actividad en el Castillo.
La mirada de pájaro de Erminet se fijó en su semblante.
— ¿Cómo puedes saberlo?
El se encogió de hombros disfrutando irónicamente con su sorpresa.
—Mis sentidos no están muertos todavía.
Ella frunció los labios en un gesto de desaprobación.
—Desde luego, no te han engañado. La agitación es extraordinaria; se llevan materiales de un lado a otro como si estuviesen reconstruyendo el edificio, se hacen experimentos con aves mensajeras... y, desde luego, preparativos para el banquete que seguirá al anuncio del Sumo Iniciado...
Se interrumpió.
—Anuncio ¿de qué?
Erminet se reprendió interiormente. No había tenido intención de hablar de esto...
—De su noviazgo —dijo, de mala gana.
—Noviazgo. —Tarod arqueó ligeramente las cejas—. ¡Ah! ¿Necesito preguntar con quién?
—No hace falta. Sashka parece creer que el nombre de Veyyil Toln le sentará muy bien.
Le miró fijamente para ver cómo reaccionaba, pero el rostro permaneció impasible. Despacio, descuidadamente, Tarod levantó las manos y las estudió; después tocó el aro de plata estropeado en el dedo índice de la izquierda.
— Una lástima — dijo al fin—. Si las circunstancias hubieran sido un poco diferentes, habría podido divertirme matándola.
Erminet se espantó ante la indiferencia inhumana de su voz y le reprendió, inquieta:
—No deberías albergar ideas de venganza. Son morbosas... y esa pequeña zorra no vale la pena.
Los ojos verdes de Tarod, fríamente cándidos, se fijaron en los de
ella.
—No me interesa la venganza, Hermana. Habría sido divertido, y nada más. — Sonrió—. Tal como están las cosas, deseo que disfruten los dos juntos.
—Quisiera saber si he de creerte o no.
La sonrisa se amplió ligeramente, pero había poco humor en ella.
— ¿Importa esto? Yo diría que era una consideración académica.
— Puede no serlo.
Incluso en la penumbra, el súbito despertar de una nueva luz en los ojos de Tarod fue inconfundible. Se inclinó hacia adelante, y la esperanza que creía que había logrado eliminar resurgió de nuevo.
—¿Has visto a Cyllan...? —Su voz era un ronco murmullo.
Ahora o nunca... La conciencia de Erminet se debatía terriblemente entre el deber y el instinto, pero había sabido, incluso antes de venir aquí, que el instinto triunfaría.
—Sí, he visto a la muchacha —dijo, bajando la voz como temerosa de que pudiesen oírla —. Le di tu mensaje. Le hizo llorar, pero se lo di a pesar de todo. Y le hice una promesa.
Tarod esperó en silencio que continuara, y ella lamentó que supiese controlar tan bien sus sentimientos. Esto no facilitaba su tarea...
— Quiere la piedra — siguió diciendo al fin—. La piedra de tu anillo... No quise decirle dónde está guardada, porque no confío en ella.
— ¿Qué quieres decir?
Erminet le miró cándidamente.
—Quiero decir que no confío en que no use cualquier medio a su disposición para liberarte. Por ti, sería capaz de matar a todos los moradores del Castillo si pudiese.
Tarod rió en voz baja y la vieja hizo una mueca.
—Oh, simpatizo con sus sentimientos, pero no quiero participar en ninguna mala acción. Podría dejarla escapar, pero ella no huiría del Castillo; no lo haría sin la piedra y sin ti. Y si le digo dónde está escondida la piedra, la encontrará.. , y la empleará.
Tarod tampoco dijo ahora nada, y Erminet le incitó, inquieta:
—En esa piedra hay más cosas que yo no sé, ¿verdad? Tal vez más de lo que sabe nadie salvo tú.
Él suspiró, y el sonido resonó de un modo extraño en la oscura celda.
— Nunca he negado lo que soy, Hermana Erminet, ni he negado la naturaleza de la piedra. Sin ella, sólo estoy vivo a medias; sin embargo, es más que un receptáculo de..., bueno, digamos de mi espíritu, por falta de una palabra mejor.