—¿Tú alma?
— Llámalo así si lo prefieres. Que la gema sea mala o no, depende de cómo consideres estas cosas. Pero el Círculo no podrá controlarla, ni siquiera cuando yo me haya ido. —La miró, y sus ojos ardían intensamente—. Cyllan tiene razón. La necesito, si es que he de sobrevivir.
Era lo que ella esperaba oír, y Erminet asintió con la cabeza con cierta renuencia.
—Entonces sólo te preguntaré una cosa.
— ¿Cuál?
—Sólo te haré una pregunta, bajo palabra de que me dirás la verdad. O eres un hombre de honor o yo soy una imbécil, y creo que he aprendido a juzgar a las personas a lo largo de los años. Si Cyllan es puesta en libertad, o mejor dicho, si se escapa y recobra la piedra y te la trae..., ¿qué harás entonces?
Era una pregunta que Tarod no se había atrevido a hacerse él mismo durante su encarcelamiento. Antaño había tenido la creencia idealista de que la piedra debía ser destruida, aunque ello significase su propia aniquilación; pero la humanidad, que estaba tan paradójicamente ligada a la piedra, y que había perdido con ella, había borrado esos sentimientos. Cyllan había añadido su propia influencia, aunque no había sido recibida de buen grado por él, y Tarod ya no sabía cuál sería su meta definitiva. Lo único que sabía, sin la menor sombra de duda, era que quería vivir.
Bajó la mirada.
—Me convertiría en lo que fui antaño. Estaría.. , completo.
—Sí —dijo Erminet—. Lo sé.
No pediría la garantía que necesitaba. Debía salir de él, sin que le forzase, o no valdría nada.
Siguió un largo silencio. Al fin, dijo Tarod:
—La venganza no conseguiría nada, Hermana. No la deseo; me gusta pensar que estoy por encima de estas emociones, aunque parezca arrogancia. Si la piedra estuviese una vez más en mi poder...
Ahora levantó de nuevo la mirada y Erminet leyó un terrible mensaje en sus ojos. Si quería, podría destruir el Castillo a todos los que moraban entre sus paredes. Podría borrarles de la faz del mundo y burlarse de todo poder, salvo el del propio Aeoris, que tratase de impedírselo. Y esto sólo sería el principio.
El fuego se extinguió de su mirada y Erminet suspiró.
— Si la piedra estuviese en mi poder — dijo amablemente Tarod—, Cyllan y yo abandonaríamos la Península de la Estrella, y ni tú ni nadie más de los de aquí volveríais a saber de nosotros.
—¿Y qué dejarías detrás de ti?
—El Castillo. El Círculo. Tal como son, sin que ni un alma sufriese por mi mano.
Consciente de que se hallaba en una encrucijada, sin poder volver atrás, dijo Erminet:
— ¿Me das tu palabra de Adepto?
— No. — Tarod sonrió—. Ya no soy un Adepto, Erminet. Pero te doy mi palabra.
Ella se estrujó las manos, se pasó la lengua por los labios y lamentó que su garganta estuviese tan seca.
— Me basta con eso.
— Entonces...
Erminet no le dejó terminar lo que iba a decir.
—Diré a Cyllan dónde se guarda la joya —dijo, en voz tan baja que Tarod apenas pudo oírla—. Y si me olvido de cerrar la puerta de su habitación al salir, cuando la buena gente del Castillo esté durmiendo tranquilamente en sus camas...
El sonrió.
— Nadie lo sabrá.
Espero que no, pensó Erminet, y asintió con la cabeza.
— Dentro de dos noches se celebrará un banquete; probablemente es nuestra única oportunidad. Ella vendrá a buscarte.
Tarod se levantó, pero no se acercó a ella.
—No sé qué decirte. Gracias sería poco...
—No quiero que me las des. Mi carga es ya lo bastante pesada para que tenga que añadirle tu gratitud. — Erminet estaba a punto de llorar sin saber porqué, y para contrarrestar su emoción, le dirigió una mirada desdeñosa—. Mientras tanto, te traeré agua para lavarte y una navaja para afeitarte. Si te enfrentas con la moza con este aspecto, podría cambiar de idea... ¡y yo me habría arriesgado para nada!
Era la primera vez que oía reír francamente y con entusiasmo a Tarod. Cuando al fin dejó de hacerlo, dijo solemnemente éclass="underline"
—No lo quisiera por nada del mundo, Hermana.
Ella se sonrojó.
—Adelante, pues. —Miró su bolsa—. He preparado otra dosis de la droga que se presume que te mantendrá quieto. La dejaré aquí..., pero no quiero saber si la tomas o la dejas.
— Si alguien viene a visitarme, me encontrará atontado como siempre. —Tarod sonrió—. Verá que has cumplido con tu deber.
Erminet asintió rápidamente. Vertió el brebaje en la copa, la puso en manos de Tarod y se dispuso a salir. Pero se detuvo en el umbral.
— ¡Ah... ! Lo había olvidado. Dijo que te informara de que la herida había sanado rápidamente.
— Sí, pensé que diría eso... Bendita seas, Hermana Erminet. Nunca olvidaré lo que has hecho.
Ella se volvió a mirarle, casi con tristeza, pensó él.
— Que la buena fortuna te acompañe, Tarod.
Este oyó chirriar la llave en la cerradura y los pasos de la Hermana Erminet alejándose en el pasillo. Cuando todo quedó de nuevo en silencio, lanzó un hondo suspiro y sintió que una nueva fuerza le invadía. Donde no hubo nada había ahora esperanza, esperanza de vivir, esperanza de un futuro. Apenas podía creerlo...
Tumbándose sobre el montón de harapos, cerró los ojos verdes y obligó a sus músculos a relajarse, a sofocar la excitación que amenazaba con apoderarse de él. Debía permanecer tranquilo, no esperar nada... El camino, desde este momento hasta la libertad, era todavía largo y peligroso, y en vez de sumirse en especulaciones, debía conservar su energía por si se presentaba alguna dificultad imprevisible. Incluso sin la piedra del Caos, tenía poder, y los intentos del Círculo para debilitarle no habían producido el efecto que esperaba Keridil, pero, a pesar de todo, no era invencible.
Tenía que hacer planes de emergencia... y hacerlos deprisa.
Volviendo la cabeza y abriendo los ojos, tomó la copa que había dejado la Hermana Erminet. La sopesó durante un instante; después, con lenta deliberación, vertió su contenido en el suelo. El líquido se mezcló con la suciedad de las baldosas, formando un charco oscuro que se extendió gradualmente y se desvaneció al ser absorbido por la piedra porosa. Si era necesario, podría representar una buena comedia para el Círculo, fingiéndose drogado..., pero ahora necesitaba el pleno uso de sus sentidos.
Acomodándose lo mejor que pudo, y consciente de una rapidez del pulso que su voluntad era incapaz de controlar, cerró una vez más los ojos, y vacilando, empezó a pensar en el futuro.
Cyllan sabía que un funesto acontecimiento se estaba preparando en el Castillo. Observando desde la ventana (tenía poco más en que ocuparse durante las horas diurnas), había visto una actividad creciente desde primeras horas de la mañana y su primera y terrible idea había sido relacionarla con los planes del Sumo Iniciado para la ejecución de Tarod. Pero, al declinar el día primaveral hacia una agradable aunque fría puesta de sol, había comprendido que era una celebración más que una ocasión solemne. Gente ataviada con sus mejores trajes convergía sobre la puerta principal desde todos los lugares del Castillo; las altas ventanas del vestíbulo resplandecían de luz, y al hacerse de noche oyó acordes musicales a lo lejos.
Al vaciarse el patio, se apartó de la ventana y se sentó en la cama, aliviada de su miedo inmediato, pero temblando todavía de impaciencia. Habían pasado tres días desde que la Hermana Erminet había hecho su promesa; tres días durante los cuales no la había visitado la vieja, y la esperanza inicial de Cyllan se estaba convirtiendo en desesperación y cólera. Sin duda hubiese tenido que recibir alguna noticia, a menos que estuviera siendo víctima de una complicada intriga o broma. Varias veces, durante su angustiosa espera, había estado tentada de llamar a Yandros por segunda vez, pero el recuerdo de su advertencia se lo había impedido. Le había dicho que no volvería a ella...; por lo tanto, no tenía más remedio que tener paciencia. Y buscar en Aeoris una respuesta a sus plegarias no habría sido muy adecuado.