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Sashka sonrió.

— Gracias, Hermana; tu confirmación es cuanto podemos pedir.

Cuando Erminet y las otras Hermanas se hubieron alejado, Keri

dil dijo al oído de Sashka:

— No es propio de ti que estés nerviosa, amor mío. ¿A qué viene tanta preocupación?

Ella se encogió ligeramente de hombros.

—Oh..., tal vez soy supersticiosa, Keridil. Perdóname; ahora me siento ya mejor.

—La Hermana Erminet es muy competente.

— Lo sé. — Sashka le sonrió dulcemente, sabiendo que de este modo podía desarmarle sin decir una palabra —. ¡Oh, lo sé!

Cyllan oyó los acordes de una música de baile mientras corría sin ruido por el laberinto de pasadizos que eran como una conejera en el castillo. Al tratar de evitar el vestíbulo principal se había desorientado y había equivocado dos veces su camino, de manera que llegó muy cerca de la puerta de doble hoja de la sala en que se celebraba el banquete. Deslizándose en un hueco de la pared que la protegía con su sombra, se detuvo para recobrar aliento y orientarse. Hasta ahora, la suerte la había acompañado: no había en contrado a nadie en el patio, y la única sirvienta que la había adelantado al cruzar el vestíbulo de la entrada sólo se había detenido para hacer una reverencia a la figura encapuchada que sin duda tomó por una invitada que llegaba tarde. Pero Cyllan sabía por amarga experiencia que la mala suerte solía hacer acto de presencia cuando menos se esperaba. Si tenía que cumplir su tarea, debía tener mucho cuidado.

Había resuelto hurtar la piedra de las habitaciones del Sumo Iniciado antes de bajar a las mazmorras donde Tarod estaba preso. Si había de ser sincera, tenía que confesar que sólo se sentiría tranquila cuando la joya estuviese en manos de éste; pues, si ella podía no ser más que una persona anónima para cualquiera que con ella se cruzase, él era conocido en todo el Castillo y sería inmediatamente reconocido si alguien le veía.

La música, amortiguada por la maciza puerta del salón, era una ligera y melodiosa tonada, acompañada del murmullo de muchas voces. La fiesta estaba en su apogeo y Cyllan no se atrevió a perder más tiempo. Mirando cautelosamente en ambas direcciones y comprobando que el corredor estaba desierto, salió de su escondite y caminó apresuradamente en la dirección que esperaba que fuese la de las habitaciones del Sumo Iniciado.

Esta vez no le engañó su instinto, y la puerta exterior no estaba cerrada con llave. Sufrió un momento de angustia al empujar la puerta, casi esperando ser interpelada desde el interior; pero el lugar estaba a oscuras y vacío.

Un estuche encerrado en el armario, le había dicho la Hermana Erminet... Cyllan cruzó cuidadosamente la estancia, evitando la mesa maciza colocada en su centro, y encontró el adornado armario de madera tallada a un lado de la chimenea. El tirador no cedió cuando ella trató de abrirlo, por lo que, maldiciendo en voz baja, empezó a buscar algo con lo que pudiese forzar la cerradura. La oscuridad dificultaba su búsqueda, pero no tenía nada con lo que alumbrarse, aun que tam poco se hubiese atrevido a hacerlo. Buscando a tientas sobre la mesa, tropezó con un tintero que se volcó con un chasquido, derramando su contenido sobre la mesa y el suelo. Cyllan se quedó paralizada y empezó a sudar copiosamente, pero nadie acudió a investigar la causa del ruido y, al cabo de un minuto, siguió buscando.

No encontró nada útil encima de la mesa y sólo cuando reparó en el cajón dio con un cuchillo. La hoja era fina y brilló como pizarra mojada en la oscuridad cuando ella lo sacó de su funda; pero pensó que le serviría. No había tiempo para andarse con contemplaciones y forzó la cerradura con tres fuertes movimientos; abrió la puerta y palpó en el interior en busca de su objetivo.

Una botella de cristal, un fajo de papeles... y el estuche. Cyllan lo sacó y lo depositó en el suelo agachándose para apalancar la tapa con el cuchillo. Al igual que el armario, el estuche estaba cerrado, pero era de estaño forrado de plomo y cedió al segundo intento. Levantó la tapa... y miró, fascinada, el contenido.

La piedra del Caos estaba sola en el estuche y resplandecía con luz propia: una radiación fría y pálida que hizo que las manos de Cyllan pareciesen las de un fantasma. Por un momento, se resistió a la idea de tocarla; pero después hizo acopio de valor, introdujo la mano en el estuche y sus dedos se cerraron sobre la gema. La invadió una desconcertante sensación de júbilo al notar sus duros contornos en la palma de la mano; sintió un cosquilleo en el brazo y, por un breve instante, experimentó un fuerte sentimiento de poder, como si una fuerza inexplicable hubiese pasado a su mente desde el corazón de la piedra. Se esforzó por dominar su euforia, pues todavía no había triunfado y el alborozo podía esperar, y cerró apresuradamente el estuche, lo dejó de nuevo en el armario y cerró lo mejor que pudo la estropeada puerta. Llevando la piedra en la mano, tomó el cuchillo una vez más. Lo guardaría, al menos hasta que Tarod y ella estuviesen a salvo...

Al dirigirse a la puerta, tropezó ruidosamente con una silla, pero también ahora el ruido fue insuficiente para provocar alarma. Esperó a que se calmase su corazón y entonces abrió la puerta...

El pasillo parecía brillantemente iluminado en contraste con la oscuridad del estudio. Cyllan salió...

Y una figura se cruzó en su camino.

Los ojos de Cyllan se desorbitaron de espanto. Trató de volver a las habitaciones del Sumo Iniciado, pero era demasiado tarde: él la había visto, se había detenido y la había reconocido cuando la capucha había caído atrás y había descubierto los pálidos e inconfundibles cabellos..., y Cyllan se quedó paralizada ante la mirada pasmada de Drachea Rannak.

— ¡No!—gritó, con una voz que ni ella misma reconocía—. No... , por Yandros, ¡no!

También Drachea había blasfemado en voz alta, llevándose inmediatamente la mano a la espada corta que recientemente se había acostumbrado a portar. Se había escabullido del banquete, aburrido y, tenía que confesárselo, bastante celoso del Sumo Iniciado, y estaba paseando malhumorado por el corredor cuando, por pura casualidad, había salido Cyllan con el producto de su robo. Ahora estaban cara a cara y, superada la impresión inicial que les había paralizado a los dos, Cyllan vio en los ojos alarmados de Drachea que éste se daba perfecta cuenta de lo que estaba ocurriendo.

— ¡Dioses! — Drachea desenvainó la espada—. Perra, ¿cómo has podido... ? ¡Oh, no!

Levantó la hoja en un furioso movimiento cuando Cyllan tomaba desesperadamente impulso para huir, y entonces ella retrocedió contra la pared para librarse de la estocada mortal.

—¡Oh, no! —dijo de nuevo Drachea, con voz ronca—. Esta vez no, demonio, ¡esta vez no! —Y gritó por encima del hombro—: ¡Auxilio! Criados, venid... ¡Deprisa!

La piedra del Caos vibró súbitamente cálida en la mano de Cyllan y un arrebato de ferocidad cruel cobró vida dentro de ella. Drachea la había hecho fracasar una vez; había sido la causa de la ruina de Tarod..., ,pero no volvería a suceder! ¡Nunca, nunca más! Como una visión percibida a la luz instantánea de un relámpago, su mente evocó la cara orgullosa y sarcástica de Yandros, y los ojos de éste parecieron reflejar la radiación incolora de la gema...

Drachea dio un salto cuando ella levantó la mano y de entre sus dedos surgió súbitamente un rayo de luz. Iba a gritar de nuevo para pedir auxilio, pero las palabras se extinguieron en su garganta, y, cuando trató de cobrar aliento, sus pulmones parecieron llenarse de hielo. Se tambaleó... y Cyllan dio un paso adelante, blandiendo la piedra como un arma, y su cara iluminada por la gema era la de una loca, la de una insensata. Drachea trató una vez más de gritar; su voz se quebró en un ronco alarido, y al resonar éste en el pasillo, Cyllan saltó sobre él y descargó un golpe mortal con el cuchillo que llevaba en la mano derecha, clavándolo en el estómago de Drachea y rasgando la carne hasta el esternón. El grito de Drachea se convirtió en un ahogado aullido de dolor y el joven se dobló, giró en redondo y a punto estuvo de caer sobre su propia espada. Al verle en el suelo, sintió Cyllan una explosión de ira y se lanzó por segunda vez sobre él, hundiendo la hoja del cuchillo en su hombro.