La figura repitió su ademán, y fue como si unas cuerdas invisibles tirasen de sus miembros. Luchó contra esa fuerza con toda su energía, pero su pie izquierdo se deslizó hacia delante, impulsándola.
—¿Qué estás haciendo, Cyllan? —le gritó Drachea—. ¡Vuelve!
Ella no podía volver atrás. La llamada era demasiado fuerte, más poderosa que su miedo y su sentido de autoconservación. Y del corazón de la siniestra aparición brotó una luz irreal que cobró vida y aumentó, convirtiéndose en una estrella cegadora, que lo borró todo, salvo aquella mano que llamaba lentamente.
— ¡Cillan!
La voz de Drachea se desgarró en un grito de protesta cuando ella se desprendió bruscamente de su mano y salió de la taberna. Sin pararse a pensar, él salió corriendo tras ella; y entonces la reluciente aparición se desvaneció.
Cyllan lanzó un aullido bestial, que resonó en toda la callejuela, y se detuvo en seco, de manera que Drachea chocó contra ella. El la sacudió como si fuese una muñeca de trapo, gritando para hacerse entender.
—¡Cillan, el Warp! ¡Está llegando! En nombre de todo lo que es santo, ¡muévete!
Mientras gritaba las últimas palabras, la obligó a volverse, dispuesto a llevarla a rastras, si era necesario, al refugio de la taberna, antes de que fuese demasiado tarde. Se volvió y...
La pared de oscuridad les dio de lleno al barrer la calle con la rapidez y la furia de un maremoto. Drachea oyó la voz del Warp elevándose en un estruendoso crescendo detriunfo, y vio un torbellino de formas retorcidas que se le echaban encima, venidas de ninguna parte. Por un instante, sintió que Cyllan le agarraba una mano; después, un martillazo de agonía pareció romper todos los huesos de su cuerpo, y con él llegó un abrasador olvido.
CAPÍTULO 2
La impresión de que estaba tragando algo que le quemaba la garganta y los pulmones hizo que Cyllan recobrase violentamente el conocimiento. Trató de gritar, pero no pudo hacerlo, porque aquella cosa llenaba de nuevo su boca y su nariz. Durante un momento de pesadilla, creyó que estaba muerta, sumergida en un infierno verde y negro que rugía en sus oídos y en el que su cuerpo giraba y se retorcía sin remedio... pero entonces comprendió, al recobrar su sentido. ¡Se estaba abogando!
Dejándose llevar por un furioso instinto de conservación, dobló y estiró el cuerpo y dio unas brazadas en la dirección de la que venía una luz débil. Si hubiese elegido mal, habría muerto a los pocos minutos; pero, segundos más tarde, su cabeza emergió del agua y se elevó sobre la cresta de una ola oscura, escupiendo el agua que había tragado y llenando de aire sus pulmones.
Estaba en el mar... ¡y era de noche! Este hecho era tan absurdo que nubló momentáneamente su razón mientras braceaba, luchando por mantenerse a flote. Sobre su cabeza, el cielo era una enorme bóveda oscura teñida de un verde nacarado, y a su alrededor, olas incansables se hinchaban amenazadoramente, monstruosas siluetas que la zarandeaban y arrastraban a la fuerza. No había tierra, ni lunas... ni Warp.
Aturdida y confusa, no vio la ola grande hasta que ésta le cayó encima y la sumergió de nuevo. Pataleando, subió otra vez a la superficie. Tenía que convencerse de que podía sobrevivir, o ¡se ahogaría como una rata en un cubo de agua! Pero, ¿cómo podía sobrevivir? No había costa, ni dirección... De alguna manera, había sido lanzada a través del Warp, arrojada a esta inverosímil pesadilla.
Y entonces oyó un grito. Era débil, pero no lejano, como si alguien la llamase desde un puerto seguro invisible. Cyllan se volvió nadando en la dirección de la que procedía el sonido y dando gracias por el agua salada que la hacía flotar. Un momento más tarde, le vio.
Estaba agarrado a un trozo de madera y casi sumergido por las olas que le azotaban implacablemente. ¡Drachea! Cyllan recordó los últimos segundos antes de que el Warp cayese sobre ellos: él había tratado de meterla en la taberna; habían sido arrastrados juntos...
— ¡Drachea!
Su voz era débil y él no la oía. Ahorrando fuerzas para nadar, braceó hacia él, ayudada por una ola que se elevó a contracorriente y casi la lanzó a su lado. Le agarró por debajo de los brazos, sujetándole contra los tirones del mar, y él, instantáneamente, tuvo pánico y empezó a debatirse.
— ¡Drachea! — le gritó ella al oído—. ¡Soy Cyllan! Estamos vivos, ¡estamos vivos!
El no la oyó, sino que continuó retorciéndose y golpeándola con las manos. Ella tenía que detenerle, o se ahogarían los dos. Alargando un brazo, asió el madero al que había estado él agarrado. Estaba empapado en agua, pero era lo bastante pequeño para que pudiese levantarlo y golpear torpemente con él la cabeza del joven. Este perdió el conocimiento y Cyllan le sostuvo, con la poca fuerza que le quedaba, cuando empezó a hundirse bajo las olas.
Volviéndose sobre la espalda, empezó a patalear y arrastrar el bulto inerte de Drachea. El agua la sostenía, pero no podría mantener por mucho tiempo aquel esfuerzo. Como todos los moradores de la costa del Este, Cyllan había aprendido en su infancia a nadar como un pez, pero su fuerza se estaba agotando de prisa; el agua era fría como el hielo y entumecía sus manos y sus pies, y con esta nueva carga sólo podía avanzar lenta y dolorosamente.
¿ Y si no encontraba tierra?, murmuró una vocecilla en su cabeza. ¿Qué pasaría entonces?
Drachea y ella se ahogarían, tan seguro como que mañana saldría el sol. Cyllan tendría mayores probabilidades de salvación si le soltaba y reservaba toda su energía para ella misma; pero no podía hacerlo. Sería como un asesinato; no podía abandonarle ahora.
Agarró con más fuerza su desvalida carga y siguió luchando contra las olas que, caprichosamente, parecían cambiar a cada momento de dirección, como si una docena de corrientes diferentes se disputasen la supremacía. El rugido del mar machacaba constantemente sus oídos, aumentando su fatiga; el agua helada parecía tirar de ella con más fuerza cada vez que agitaba los pies, y sus miembros iban perdiendo lentamente la sensibilidad a medida que el frío iba penetrando hasta la médula de los huesos. Y pronto el constante balanceo, acentuado por sus intentos de nadar rítmicamente, se hizo peligrosamente hipnótico. Extrañas imágenes de sueño pasaban por su mente, hasta que creyó ver la proa de una barca surgiendo de la oscuridad en su dirección. Levantó un brazo y gritó; entonces su boca y su nariz se llenaron de picante agua salada al sumergirse. Instantáneamente, la impresión la sacó de aquel sueño, pero lo único que pudo hacer fue arrastrar de nuevo el peso muerto de Drachea hasta la superficie. Aspiró aire, sollozando de terror y alivio en igual medida, y cuando se aclaró su vista, se dio cuenta de que no había ninguna barca, ni nadie que fuese a salvarles; solamente la ilusión engañosa de una mente agotada.
Se estaba debilitando. El espejismo casi la había matado, y otro error como éste podía ser fatal.
Y las olas no tenían todavía crestas blancas que indicasen la proximidad de tierra; el vasto e implacable océano se extendía hasta el infinito a su alrededor y, de pronto, vio mentalmente una terrible imagen de ella misma y de Drachea oscilando como diminutos e insignificantes pecios sobre una gigantesca extensión de nada. Desterró esta idea, sabiendo que, si dejaba que se apoderara de ella, la privaría de toda voluntad de supervivencia. Pero esta voluntad no podía sostenerla durante mucho más tiempo.
Sin previo aviso, una enorme ola negra producida por una fuerte contracorriente la golpeó de lado, y esta vez no pudo recobrar el impulso. El cuerpo de Drachea tiraba de ella hacia abajo, y sus miembros estaban casi completamente entumecidos. En un instante de terrible claridad, Cyllan se enfrentó con el conocimiento de que estaba vencida. Lo había intentado, pero ya no le quedaban fuerzas, e incluso sin su carga, ya no podía salvarse. El mar hambriento había triunfado, tal como una parte de su cerebro le había dicho que había de ocurrir. Iba a morir...