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Con un estremecimiento interior, recordó cómo la piedra del Caos había cobrado vida en su mano, el resplandor de aquella luz fría que había paralizado a Drachea. La piedra le había dado la oportunidad que necesitaba para atacar.. , y también había alimentado su odio, concentrándolo en un afán de destrucción y mutilación que había nublado su razón y la había convertido en una salvaje asesina. La piedra estaba ahora inactiva, reposando en su mano izquierda. Le dolían los dedos de tanto apretarla y tuvo que forzarlos a abrirse para poder mirar la gema en su palma. Parecía una joya sencilla; sin embargo el recuerdo de las sensaciones que había despertado en ella le producía un hormigueo en la carne. Empezaba a comprender los sentimientos ambiguos de Tarod, que la aborrecía y la necesitaba a un tiempo... Tenía razón; era una gema mortal. Y ahora comprendió por qué se había avenido Yandros a ayudarla.

Rápidamente, casi temiendo que la piedra pudiese afectarla más si continuaba llevándola en la mano, la introdujo debajo del corpiño de su vestido. Retiró la mano manchada de rojo y entonces se dio cuenta de que la sangre de Drachea la había teñido de los pies a la cabeza. La visión le produjo un ataque de repugnancia física, y por un instante, pensó que vomitaría; pero el espasmo pasó, al imponerse una vez más la fría lógica.

Lo hecho, hecho estaba, y fuese justo o injusto, no se arrepentía de ello. Drachea estaba muerto, nadie habría podido sobrevivir a tan furioso ataque, y ella había conservado su libertad, al menos de momento.

Pero la caza habría ya empezado, y lo más probable era que conociesen su identidad. No podía esperar salvarse de ser capturada mientras permaneciese en los confines del Castillo y, si la aprehendían, no tendría una segunda oportunidad, ni podría esperar clemencia. Moriría, ahorcada o más probablemente decapitada, y Tarod moriría también.

Tenía que llegar hasta él. Tenía que darle la piedra del Caos y suplicarle que la emplease en caso necesario, para salvarse los dos. Sin su fuerza y su poder, la red se cerraría y estarían perdidos; necesitaban la piedra, por muy mortífera que pudiese ser.

Vacilando, se puso de pie y se alisó el vestido, sin prestar atención a las manchas. Guardó el cuchillo en la manga, reacia a desprenderse de él, por si podía necesitarlo de nuevo. La suerte, y Yandros, habían estado con ella en una ocasión, pero no se atrevía a confiar en ellos por segunda vez. Si podía mantenerse en los corredores desiertos del Castillo hasta encontrar el camino del sótano donde estaba encarcelado Tarod, tanto mejor; pero mataría de nuevo, si tenía que hacerlo para alcanzar su meta.

Se cubrió los cabellos con la capucha de la capa corta y echó a andar por el pasillo.

Cyllan no habría sabido decir el tiempo que había pasado cuando, al fin, llegó a un lugar donde una empinada escalera descendía a los sótanos del Castillo, pero supo que estaba cerca de su meta. Recordando las instrucciones de la Hermana Erminet, reconoció el camino que conducía a los almacenes subterráneos y bajó apresuradamente la escalera hasta que una súbita e inquietante intuición la hizo detenerse.

Tal vez había sido imaginación o un eco engañoso venido de alguna parte, pero creyó haber oído un ruido allá abajo, como de unos pies arrastrándose sobre un suelo de piedra. Conteniendo el aliento y dando gracias a los dioses por las prendas oscuras que la ayudaban a confundirse con las sombras, dio un paso cauteloso, y otro, y otro, hasta que llegó al pie de la escalera. Aquí, un estrecho túnel se cruzaba en su camino y Cyllan, adosándose a la húmeda pared, se asomó a la esquina, cubriéndose la mejilla con la capucha.

Tarod estaba en la tercera cámara, según le había dicho la Hermana Erminet. Y allí, delante de la puerta, había dos hombres. Uno de ellos estaba apoyado en la pared, silbando débilmente entre dientes, mientras tallaba un trocito de madera con la hoja de un cuchillo de terrible aspecto; el otro estaba sentado, contemplando el techo del túnel y sumido al parecer en sus pensamientos. Pero su aparente descuido era compensado por la espada de larga hoja que cada uno de ellos llevaba colgada del cinto. Habían sido enviados para custodiar la celda y Cyllan comprendió que no tenía manera de evitarles si trataba de alcanzar a Tarod.

Lentamente, sin ruido, retrocedió en la oscuridad, con la boca seca de miedo y de cólera. Era demasiado tarde: le estaban dando caza, y hubiese debido pensar que la primera acción de Keridil sería poner una guardia ante la celda de Tarod. Ahora habrían descubierto ya la desaparición de la piedra del Caos y redoblarían sus esfuerzos por encontrarla. Se maldijo en silencio; al extraviarse había perdido un tiempo precioso, y el Sumo Iniciado se le había adelantado. Sintió un nudo de furia y frustración en el estómago: tenía que hacer saber de alguna manera a Tarod que estaba libre, pues, mientras no estuviera seguro de ello, no haría nada que pudiese ponerla en peligro. Pero no había forma de hacerlo. Ni siquiera podía llegar a uno de los almacenes y esconderse en él con la esperanza de que cambiase la guardia y descuidasen a Tarod unos minutos; en el momento en que saliera de la escalera, la verían y la prenderían. Y no podía permanecer aquí, indecisa: era demasiado expuesto; bastaría con que un hombre bajase por la escalera y estaría atrapada. Y después de lo que le había ocurrido a Drachea, probablemente la mataría sin pensarlo dos veces... Como un espectro, se volvió y subió la escalera para volver por donde había venido. Su mente trabajaba frenéticamente, pero no podía ver ninguna solución; sin embargo, tenía que encontrar una manera, tenía que encontrarla...

Una pequeña sombra se cruzó en su camino y Cyllan se estremeció violentamente, mordiéndose la lengua y a punto estuvo de perder el equilibrio y rodar por la escalera. La forma se detuvo también y después levantó la cabeza y lanzó un suave y curioso maullido. El agitado pulso de Cyllan se calmó al reconocer uno de los gatos telepáticos que moraban en el Castillo. Había encontrado ya a dos de ellos en su camino y había sentido que escudriñaban su mente. Su telepatía se parecía un poco a la de los fanaani acuáticos, aunque no era tan aguda, y a punto estaba de seguir su camino cuando sintió que los delicados hilos de los pensamientos del animal penetraban en su mente y se mezclaban con los suyos. Vaciló y, de pronto, su visión interior le mostró una imagen confusa de la cara de la Hermana Erminet. El gato maulló, esta vez con tono apremiante...

— ¿Qué quieres, pequeño? — murmuró Cyllan, temerosa de que el eco de su voz pudiese llegar al túnel—. ¿Qué estás tratando de decirme?

Se había agachado, y el gato se levantó sobre las patas de atrás y maulló de nuevo. Cyllan sintió que su corazón empezaba a palpitar con fuerza y trató de calmar sus pensamientos para dejar la mente abierta a los intentos de comunicación de aquella criatura.

—Dime, pequeño —dijo en voz baja—. Te escucho...

Diablillo, el gato adoptado por la Hermana Erminet, supo que había encontrado a la persona que buscaba. Había salido de la habitación de la anciana por el camino acostumbrado, a través de la ventana y a lo largo de un vertiginoso laberinto de cornisas increíblemente estrechas, hasta llegar al suelo, y entonces, siguiendo instrucciones que a duras penas podía comprender, se había dirigido al sótano.

El hecho de que las cámaras subterráneas del Castillo gustaran al gato, con su plétora de rincones inexplorados y de fascinantes olores, le había persuadido a realizar la misión que le había sido confiada; esto, y la inconfundible urgencia de su amiga humana en sus intentos de comunicación. Estaba durmiendo en su cama cuando ella había vuelto, y no le había gustado que le molestasen. Pero había percibido una mezcla de autoridad y de lisonja, y esto había despertado su curiosidad. La anciana quería que encontrase a alguien, y la mente de la criatura concibió una imagen de otro ser humano, de color gris y amarillo pálido y de ojos ambarinos que se parecían un poco a los suyos.