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Se interrumpió al oír chirriar una llave en la cerradura de la puerta de la celda.

Diablillo gruñó y se escondió en un rincón. Tarod se volvió, todavía medio agachado, pillado por sorpresa mientras la esperanza y el recelo se disputaban la prioridad. Entonces se abrió la puerta y se encontró cara a cara con un hombre corpulento que llevaba la insignia de Iniciado sobre el hombro.

—¡Aeoris! —exclamó el Iniciado apretando los dientes—. ¡Ven aquí, Brahen! Ese diablo tenía que estar inconsciente, pero...

No pudo continuar. Tarod no tenía tiempo de tomar una decisión consciente, y el instinto, junto con un súbito y violento resurgimiento de la cólera que había tratado de dominar durante tantos días, se apoderaron de él. En un rápido y ágil movimiento, se puso en pie y levantó la mano izquierda en un ademán que le era tan familiar como el acto de respirar, llamando y concentrando un poder que brotaba de lo más profundo de su conciencia como un terrible Warp. Resplandeció una luz roja en la celda, iluminando de modo impresionante las paredes y el techo y los montones de escombros, y, cuando el rayo alcanzó al Iniciado, éste lanzó un grito, y su cuerpo se convirtió en una loca silueta de miembros desmadejados en el sangriento instante en que aquel relámpago estalló. La oscuridad cayó como una losa al extinguirse la luz, y Tarod tuvo tiempo de ver fugazmente una forma inmóvil en el suelo antes de que otra luz, más débil y natural, bailase en el umbraclass="underline" era el segundo guardia, que había agarrado una antorcha y llegaba corriendo por el pasillo.

A la luz vacilante de la tea que sostenía, el guardia superviviente vio algo que le hizo estremecerse de terror. Su compañero yacía como un muñeco roto junto a la pared de la celda, mientras Tarod, que hubiese debido yacer sin sentido en su jergón, se erguía como un negro ángel de la muerte, con los ojos brillantes y una expresión asesina en su rostro.

Pasmado e incapaz de pensar con claridad o prudencia, el guardia desenvainó ruidosamente la espada. Tarod se puso tenso como un felino predador; estaba desarmado y el rayo de energía que había conjurado le había agotado; no tenía tiempo de hacer el acopio de fuerza necesario para lanzar otro. Por lo tanto, saltó.

El Iniciado no había esperado este ataque y levantó torpemente la espada, estorbado por la antorcha que llevaba en la otra mano. Todo fue tan rápido que no tuvo tiempo de reaccionar; la mano derecha de Tarod le arrebató la antorcha y después, con un furioso movimiento del brazo, aplastó el extremo encendido en la cara del hombre. El guardia aulló de dolor y giró en redondo, dejando caer la espada y llevándose ambas manos a los ojos. Tarod sabía que el golpe había sido suficiente para dejarle fuera de combate, pero la furia se había apoderado de él y no pudo detenerse. Agarró la espada, que era un arma pesada y mortal si estaba en manos vigorosas, y mientras el guardia se tambaleaba de un lado a otro en un loco zigzag, Tarod descargó el golpe como hubiese descargado su hacha un leñador. Sintió una fuerte sacudida en los brazos y los hombros al cortar la hoja carne y huesos, y el cuerpo del Iniciado se estrelló, decapitado, contra el suelo.

Tarod respiró con fuerza en el silencio roto solamente por el desagradable sonido de la sangre del cadáver vertiéndose sobre las losas. Soltó la espada, que cayó ruidosamente al suelo, y se dirigió a la puerta, impertérrito ante la visión de los dos muertos. A sus pies la antorcha chisporroteaba; la pisó y de nuevo le envolvió la oscuridad.

Había faltado a la promesa que había hecho a Erminet. Pensó en esto de pronto, y lo lamentó. No la muerte de los dos Iniciados, pues sabía que estaban dispuestos a matarle, si él no hubiese golpeado el primero. Pero había dado su palabra de que no haría daño a nadie, y le repugnaba haber tenido que faltar a ella.

Sin embargo, era cosa hecha... y nada ganaría con sentir remordimientos ahora. Salió sin ruido al pasillo, cerrando la puerta de la celda a su espalda. Era un lugar tan recóndito en las profundidades del Castillo que nadie habría podido oír los gritos de los guardias, y de momento parecía improbable que se tropezase con alguien más. Bueno, esto le daba el tiempo que necesitaba. El hecho de que Keridil hubiese enviado hombres para vigilarle, cuando antes no lo había hecho, desmostraba que algo había fallado en el plan de Erminet, y sospechó que la ausencia de Cyllan había sido descubierta y se había dado la alarma. ¿Estaría buscándola todavía el Círculo, o la habría capturado de nuevo? No estaba familiarizado con el laberinto de habitaciones y corredores del Castillo y él sabia que no podría burlar durante mucho tiempo una búsqueda en gran escala. Tenía que encontrar a Cyllan y, con o sin la piedra, salir con ella del Castillo.

Pensó que Erminet era su mayor esperanza. Si había empezado la caza, Cyllan estaría demasiado asustada y preocupada para que él pudiese establecer contacto con ella y guiarla. Pero Erminet podía saber su paradero.

Tarod conocía todas las vueltas y revueltas del Castillo y podía cruzarlo sin tropezarse con las patrullas de Keridil. De momento, tenía también la ventaja de que el Círculo ignoraba todavía su fuga. Si podía llegar hasta Erminet antes de que fuesen descubiertos los dos guardias muertos, las probabilidades a su favor se verían aumentadas...

Echó a andar silenciosamente por el pasillo, pero entonces vaciló y, cediendo a un impulso, volvió atrás y entró en la celda. El olor a sangre hizo que se ensanchasen las venas de su nariz al cruzar la puerta; evitó tropezar con el cuerpo sin cabeza y se plantó junto al Iniciado al que había fulminado. El hombre estaba muerto, pero el cuerpo había sufrido relativamente pocos daños, y Tarod se inclinó para desabrochar la capa de cuero que había llevado el guardia como protección contra el frío húmedo del sótano. Debajo de ella, resplandeció la insignia de oro de Iniciado; la desprendió y la sujetó sobre su propio hombro, sonriendo débilmente al pensar en el tiempo transcurrido desde que había llevado un emblema parecido. Entonces se envolvió en la capa; difícilmente podía considerarse un disfraz, pero hacía menos ostensibles su camisa y sus pantalones negros, y salió de la celda silenciosa, que olía a muerte.

CAPÍTULO 16

Tarod emergió del laberinto de pasadizos del subterráneo del Castillo por un camino solamente conocido por los más aventureros de los que se habían criado dentro de sus confines. El patio estaba a oscuras, pero las lunas se habían puesto y las estrellas empezaban a desvanecerse en el Este, anunciando que tardaría menos de una hora en amanecer el día. De momento permaneció oculto entre las hojas de la parra que trepaba por las antiguas y negras paredes, saboreando la dulzura del aire puro después de su confinamiento. Entonces avanzó con cautela al amparo de la parra, y se echó apresuradamente atrás cuando se abrió una puerta cercana y de ella salieron tres hombres armados. Pasaron a poca distancia del lugar donde permanecía inmóvil, y esperó oír algo que le diese una idea de la situación en que podía hallarse Cyllan; pero no hablaron. En cuanto se hubieron ido, se alejó deslizándose en las espesas sombras. No sabía dónde estaba la habitación de Erminet, ni siquiera si ella estaría allí, pero presumió que le habrían destinado una de las normalmente reservadas a las Hermanas de más categoría en el Ala Este.

Al cruzar el patio ahora desierto en dirección a una pequeña puerta que conducía a un pasillo poco usado, se dio cuenta de que reinaba ciertamente una actividad desacostumbrada en el Castillo. Aunque estaban encendidas las luces del salón principal, no se oía nada que revelase que se estaba celebrando una fiesta, y el esporádico destello de antorchas en diversas ventanas de los diferentes pisos del edificio sugería que muchas personas andaban por allí de un lado a otro. Sonrió, ligeramente divertido por la idea de que Cyllan hubiese armado tanto alboroto y estropeado la fiesta de Keridil. Después, al llegar a la puerta, se deslizó en el interior y se dirigió a una escalera de caracol que le llevaría a los aposentos de los invitados.