Parecía que la búsqueda no se concentraba en esa parte del Castillo, lo cual era bastante lógico, pues Keridil no querría alarmar innecesariamente a sus invitados, y Tarod llegó al pasillo que le interesaba sin tropezarse con nadie. Las habitaciones de las Hermanas estaban al fondo y la única manera de llegar a ellas era por un largo corredor iluminado, a la vista de cualquier observador casual que pudiese salir de uno de los otros aposentos. Tarod se echó atrás la capa de cuero, lo bastante para descubrir la insignia de Iniciado que había hurtado, y entonces, tratando de no pensar en lo que podía verse obligado a hacer si alguien le sorprendía, echó a andar por el pasillo.
Estaba en la mitad de su camino cuando un delator destello de luz que brotó de un pasadizo lateral delante de él hizo que se detuviese en seco. No había posibilidad de volver atrás ni lugar donde esconderse, y un instante después, una muchacha que tendría unos dieciséis años salió corriendo del pasadizo y, al verle, chilló y casi dejó caer la linterna que llevaba.
— ¡Oh!
Abrió mucho los ojos al verle y su sorpresa se convirtió en alarma al reconocer la insignia de Iniciado. Trató de hacer una reverencia, a la manera de las Hermanas, pero fue un intento torpe, fruto de la inexperiencia.
— ¡Oh, señor, te pido perdón! Volvía junto a la Hermana Erminet; no abandoné mi puesto, señor, pero la Hermana quería otra luz y no podía enviar a nadie más a buscarla, porque están todos ocupados en la búsqueda... — Su confusa disculpa se interrumpió bajo la mirada fija de Tarod, y la niña se sonrojó y balbuceó —: Lo siento, señor...
Tarod vio el velo blanco de gasa que cubría los cabellos de la niña y se dio cuenta de que era una Novicia de la Hermandad. Nunca la había visto antes de ahora.., y ella no le había reconocido. Consciente de que podía sacar provecho de la circunstancia, asintió brevemente con la cabeza.
— Nadie va a castigarte, Hermana-Novicia, por obedecer órdenes de una superiora... Supongo que está bajo la tutela de la Hermana Erminet en la Tierra Alta del Oeste, ¿verdad?
—Bueno... , tenía que haberlo estado, señor. Pero desde luego, dudo de que llegue a ser así, después de lo que ha ocurrido. Yo vine con el grupo que traía la felicitación de la Señora al Sumo Iniciado. — Más confiada, le sonrió tímidamente—. Sólo llevo dos meses como Novicia, señor, y estoy muy agradecida por este privilegio.
Después de lo que ha ocurrido... Sin proponérselo, la muchacha le había revelado la verdad, al menos en líneas generales. Tarod dijo:
—Me alegro de que lo aprecies, Hermana-Novicia. Pero espero que sepas también cuál es tu deber. Pareces muy joven e inexperta para una tarea de tanta responsabilidad.
La niña enrojeció de nuevo.
— No había nadie más, señor. Como están todos buscando a la prisionera que ha escapado... , pero yo sé lo que debo hacer. — Le miró, esperando su aprobación—. No debo dejar que nadie vea a la Hermana sin autorización. Así me lo ordenaron.
—Claro, ¿Y qué más te dijeron?
Afortunadamente para él, la muchacha era lo bastante ingenua para creer que la estaba poniendo a prueba. Como repitiendo una lección del catecismo, dijo:
— Que no debía conversar con la Hermana, señor, sobre cualquier cosa que no fuesen sus necesidades inmediatas. Yo... — Vaciló—. Me dijeron que había traicionado a la Hermandad y al Círculo, señor. Y que tiene que ser interrogada y posiblemente... juzgada.
¡Dioses! Por lo visto habían descubierto lo que había hecho Erminet... Alarmado, pero manteniendo inexpresivo el semblante, dijo Tarod:
—Esto no debes comentarlo con nadie, Hermana-Novicia. No quiero chismorreos con las otras muchachas, ¿me entiendes?
— Sí, señor. — La niña se pasó nerviosamente la lengua por los labios—. ¿Puedo volver ahora a mi puesto?
Era fácil engañar a la muchacha; encontraría la manera de librarse de ella cuando se reuniese con Erminet.
—Deberías hacerlo —dijo—; pero quiero asegurarme de que la Hermana está donde debe estar. Si no hay novedad, considérate afortunada... ¡y otra vez no abandones tus deberes, sea cual fuere la razón!
— No, señor. Lo siento, señor...
Avergonzada y aterrorizada, la muchacha hizo otra torpe reverencia y echó a andar por el pasillo, con la linterna oscilando en su mano. Se detuvo ante la última puerta, hurgó torpemente con la llave en la cerradura y por fin consiguió abrirla. Una luz débil salió del interior y Tarod hizo un breve ademán a la Novicia para que se quedase donde estaba y entró en la habitación.
Erminet yacía en la cama; estaba durmiendo. Mirando por encima del hombro, para asegurarse de que la niña había comprendido su orden y no le había seguido, Tarod cruzó la habitación y se inclinó sobre la anciana, asiéndole una mano.
— Hermana Erminet...
No hubo respuesta, y encontró que aquella mano estaba fláccida. La intuición le dijo la verdad antes de que le mirase a la cara. Sonreía, con una sonrisa débil y reservada, y parecía extrañamente más joven: se habían suavizado las arrugas de sus mejillas y su piel estaba más tersa. Y sobre la mesilla de noche había varios frascos de su colección de pócimas, una botella de vino y una copa vacía.
Tarod se volvió y, olvidando toda precaución, gritó:
— ¡Hermana-Novicia!
La niña entró corriendo, alarmada por el tono de su voz.
— ¿Se... señor?
Tarod señaló el pequeño tocador del rincón.
— ¡Trae aquel espejo! ¡De prisa!
El espejo estuvo a punto de caerse de las manos de la chica, debido a su precipitación. Se acercó tambaleándose a Tarod, y éste le arrancó el espejo de las manos y lo puso delante de la cara de la Hermana Erminet. Nada empañó la superficie mientras él contaba los latidos de su propio corazón: siete, ocho, nueve... Después tiró el espejo y oyó cómo se estrellaba en el suelo, y el grito de espanto de la muchacha le llenó de ira y de desprecio. Se volvió a ella y, con voz grave y furiosa, le dijo:
—¿Ves ahora lo que has hecho?
La niña temblaba como una hoja, tapándose la boca con la mano.
— No está..., no puede ser, señor... ¡Sólo he estado ausente unos minutos!
— ¡Y estos minutos han sido suficientes! Es... era una herbolaria muy experta. ¡Y tú la has dejado sola el tiempo suficiente para que se quitase la vida!
Avanzó hacia ella, casi sin saber lo que hacía, y la muchacha, al verle acercarse, lanzó un grito de espanto, se arremangó la falda y salió corriendo de la habitación como un animal asustado. Tarod se detuvo, escuchando su carrera, con los puños cerrados con tal fuerza que las uñas se hundían en las palmas. Después volvió temblando junto a la cama.
— Erminet...
Se sentó sobre la colcha y asió las dos manos de la anciana, como si su voz y su contacto pudiesen devolverle la vida. Pero sus ojos permanecieron cerrados y la sonrisa siguió fija en su semblante.
Sin duda había sabido lo que hacía ... y había elegido una droga que actuase con tanta rapidez que nadie pudiese salvarla. Le consoló un poco pensar que no debió sentir dolor, sino que había muerto plácidamente y por su propia voluntad. Pero esto no cambiaba el hecho cruel de que había muerto por su causa.
Las lágrimas le escocían en los ojos, y estrechó los dedos exangües de la anciana hasta estar a punto de romperlos. Erminet había sido una verdadera amiga, había faltado a su deber en aras de una lealtad más personal. Y ésta era su recompensa... Descubierto su engaño, había sabido cuál sería su destino si la declaraban culpable de protegerle, y había preferido ahorrar trabajo al Círculo, morir dignamente, ya que había que morir, de la manera y en la hora que quisiese.