Una puerta situada en el fondo del almacén conducía directamente a las caballerizas, y había oído detrás de ella pataleos y resoplidos al percibir los caballos del Castillo la horrible tormenta que se acercaba. Salió de su rincón y se deslizó hacia aquella puerta, diciéndose que, precisamente ahora, nadie que estuviese en su sano juicio iría en busca de un caballo, y que la compañía de unos animales sería mejor que los terrores de la soledad cuando estallase el temporal. Trató de no mirar a la ventana al pasar, pero no pudo dejar de ver el extraño juego de la misteriosa luz sobre sus manos y su ropa. Tragándose la bilis que subió a su garganta, amenazando con ahogarla, entreabrió la puerta y miró por la rendija.
Altas y vagas formas se movían en la penumbra; caballos castaños y grises y alazanes, y uno negro, de ojos salvajes y blancos. El más próximo, un bayo muy grande, la vio y se echó atrás en su compartimiento, con las orejas gachas. Cyllan entró y se acercó a él, hablándole en voz baja para tranquilizarle. Estos animales del Sur eran más dóciles que los peludos ponies del Norte que había montado cuando hacía de vaquera, y el bayo se calmó rápidamente a su contacto y se arrimó a ella como agradeciendo la compañía humana. Cyllan recorrió la hilera, hablando sucesivamente a cada animal y alegrándose de poder desviar la mente de lo que ocurría en el exterior. Al fin los caballos se tranquilizaron un poco y llegó al final de la hilera. Allí habían amontonado balas de paja en un rincón y se sentó encima de ellas, arrebujándose en su capa. Nada podía hacer, salvo esperar a que pasara el Warp... Temblando, se hundió más en la paja y trató de no pensar en la tormenta.
Las franjas espectrales de azul y naranja y verde que avanzaban en el cielo estaban tomando rápidamente matices oscuros y amenazadores de púrpura y lívido castaño, cuando un hombre salió como un torbellino de la torre de vigilancia de las puertas del Castillo y cruzó corriendo el patio. Subió de tres en tres los anchos peldaños de la escalinata, y cruzó la puerta principal en el momento en que un criado sorprendido iba a atrancarla. Después se detuvo, para cobrar aliento.
— ¿Dónde está el Sumo Iniciado?
El criado, perplejo, señaló hacia el comedor, y el hombre se alejó corriendo.
Keridil estaba comiendo a toda prisa el desayuno que su mayordomo, Gyneth, le había persuadido de que tomase, cuando entró el portero.
—¡Señor! —jadeó el hombre, hinchando los pulmones—. ¡Jinetes! Están llegando por el puente...
—¡Jinetes! —Keridil se puso en pie, apartando el plato a un lado—. ¿Precisamente ahora? ¡Maldita sea! ¡El Warp está a punto de caer sobre nosotros! ¿Quiénes son?
El portero sacudió la cabeza.
—No lo sé, señor. Pero hay un heraldo con ellos, y todo un séquito...
Keridil lanzó un juramento. Ya tenía bastantes preocupaciones para que unos desconocidos viniesen a buscar refugio del Warp en el último momento, pero no podía dejarles fuera, expuestos al horror que se acercaba. Giró sobre sus talones y gritó a un criado que estaba levantando las contraventanas del salón: — ¡Deja eso! Busca a Fin Tyvan Bruall y dile que vaya a las caballerizas para recibir nuevos caballos. — Y al portero—: ¿Crees que llegarás a tiempo de hacerles pasar? El hombre miró al cielo amenazador.
—Creo que sí, señor, si no tropiezan en el Laberinto.
— Esperemos que conozcan el lugar. ¡Date prisa! El hombre salió corriendo y Keridil le siguió, dominando su miedo de salir al exterior y ver el Warp en toda su furia. Al acercarse a la entrada, pudo oír la nota aguda y estridente que acompañaba a la tormenta, como de almas condenadas aullando en su agonía, y se estremeció y respiró hondo, antes de aventurarse en la escalinata.
Las puertas del Castillo se estaban ya abriendo, girando sobre sus goznes, con lo que a Keridil le pareció de una angustiosa lentitud. En lo alto, el cielo estaba turbulento y proyectaba sus rabiosos colores sobre las paredes y las losas, manchando la piel de Keridil de manera que él y los que le habían seguido parecían fantásticas apariciones. El Warp caería sobre ellos dentro de dos o tres minutos, y aunque estaban en el Castillo bastante seguros, ningún razonamiento humano podía vencer el puro terror animal de tener que soportar una de aquellas tormentas sobrenaturales.
Las puertas se habían abierto ahora de par en par y Keridil pudo ver el grupo que se acercaba. Este había cruzado el puente que unía la Península al Continente, pero era difícil dominar los caballos, que se encabritaban y corcoveaban al tratar sus jinetes de guiarles a través de la mancha de césped más oscuro que señalaba el Laberinto. Pero al fin el primer caballo lo cruzó y los otros le siguieron, espoleados en un galope desesperado, repicando sus cascos bajo el gran arco y en el patio.
Siete hombres... y tres mujeres. A Keridil se le encogió el corazón al reconocer al alto y ligeramente encorvado personaje que desmontó del sudoroso caballo castrado gris, mientras dos Iniciados se apresuraban a ayudarle. Era Gant Ambaril Rannak, Margrave de la provincia de Shu..., el padre de Drachea.
Keridil bajó la escalinata, olvidando momentáneamente el Warp en vista de esta inesperada e inoportuna llegada. Pero antes de que hubiera bajado la mitad de los peldaños, un revuelo en las caballerizas le obligó a volverse. Alguien gritaba, sus bramidos eran audibles sobre el insensato aullido de la tormenta... y el estridente chillido de protesta de una mujer.
— ¡Sumo Iniciado! — La voz estentórea de Fin Ivan Bruall, caballerizo mayor, sonaba triunfal mientras arrastraba hacia la escalinata, con la ayuda de uno de los mozos, una figura encapuchada que se debatía. — ¡Hemos pillado a la pequeña asesina! ¡La hemos pillado!
Un rugido del cielo, como si el Warp respondiese al anuncio de Fin con una furiosa protesta propia, sofocó todos los demás ruidos, y Keridil agitó los brazos en un ademán apremiante hacia la puerta principal.
—¡Rápido, que entre toda esa gente! ¡La tormenta está a punto de estallar!
La Margravina y sus dos doncellas chillaban aterrorizadas y sus compañeros varones no mostraban un talante mucho más sereno. Subieron los peldaños tropezando, mientras varios Iniciados dominaban su miedo para encargarse de los caballos enloquecidos, y Fin y el mozo arrastraban a su cautiva hacia Keridil. El Sumo Iniciado miró la ropa manchada de sangre de Cyllan y su cara blanca como el almidón, grotescamente deformada por el arremolinado espectro que se reflejaba desde el cielo; vio que su boca se torcía en un gruñido, aunque no pudo oír la maldición que le lanzaba. Un instante después, el cielo se volvió azul-negro, como una monstruosa moradura, y un relámpago rojo cruzó el cielo, mientras los aullidos de la tormenta iban en terrible crescendo.
— ¡ Refugiaos!
El grito de Keridil se perdió en la cacofonía de los aullidos del feroz viento del Norte y de los truenos del Warp sobre su cabeza. Fin conservó la serenidad suficiente para aferrarse a Cyllan y arrastrarla sobre la escalera, dándole un fuerte puñetazo cuando ella empezó a andar delante de ellos... y se detuvo en seco.
La voz del Warp retumbaba en sus oídos, el cielo enloquecido ocultaba el sol naciente y sumía el patio en una oscuridad caótica. Pero las rabiosas franjas de color que precedían a la tormenta proyectaban luz suficiente para que pudiese ver la alta y misteriosa figura que le cerraba el camino hacia la puerta. Una maraña de cabellos negros se agitaba bajo el vendaval, y la cara, iluminada por una violenta explosión de verde y carmesí, era demoníaca. El espantoso recuerdo de Yandros, Señor del Caos, acudió súbitamente al cerebro de Keridil; esta aparición era el moreno hermano gemelo del Señor del Caos, y una terrible premonición de su propio destino le inmovilizó.
Pero si él estaba paralizado, no así Cyllan, que redobló sus esfuerzos para librarse de las garras de Fin, y su voz fue más fuerte que la del Warp al gritar: