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—No... —Y Keridil no protestó más, dándose cuenta de que Tarod no le creería.

Tenía una oportunidad, pensó; sólo una oportunidad: distraerle el tiempo suficiente para que interviniesen los otros Iniciados y le pillasen por sorpresa. Era una esperanza débil, y la idea de lo que podía hacerle Tarod si fallaba su maniobra le estremecía en los más hondo.

—Los dos hemos perdido, Tarod —gritó en medio del vendaval—. Ya lo ves: ella se ha llevado la piedra del Caos. Por tanto, tu alma se ha ido para siempre... —Se pasó nerviosamente la lengua por los labios—. No creo que sin ella puedas vencemos.

Los ojos de Tarod se entrecerraron en dos terribles rendijas, y Keridil vio que, tal como había esperado, los otros hombres habían aprovechado el breve respiro para acercarse. Uno de ellos hizo un súbito y torpe movimiento; la cabeza de Tarod se volvió en redondo...

—¡Prendedle! —gritó el Sumo Iniciado, aguijoneado en el mismo instante por la súbita y desesperada premonición de que era demasiado tarde. Prendedle, antes de que...

La frase fue violentamente cortada por un enorme destello de luz roja como la sangre que estalló en el lugar donde estaba Tarod. Tomó la forma de una espada gigantesca, de dos veces la altura de un hombre y que resplandecía con luz propia, y Tarod la enarboló con ambas manos, como si no pesara nada. Uno de los Iniciados lanzó un grito inarticulado y retrocedió tambaleándose. Iluminada por el resplandor de aquella espada sobrenatural, la cara de Tarod era una máscara maléfica. Entonces giró sobre los talones y la hoja describió un arco sibilante que derribó a los dos espadachines más próximos antes de que pudiesen escapar. La sangre salpicó la cara y los brazos de Tarod cuando cayeron al suelo los dos cuerpos mutilados. Al enfrentarse Tarod nuevamente con Keridil, con la espada incandescente resplandeciendo ferozmente en sus manos, el Sumo Iniciado retrocedió horrorizado. Había enviado a dos Adeptos a la muerte, los otros se retiraban ahora con la mirada fija en la hoja monstruosa, y a la luz proyectada por la espada, vio su propio castigo en los ojos inhumanos de Tarod.

Momentáneamente pareció amainar el estruendo del Warp y, en el relativo silencio, Keridil oyó deslizarse sobre las losas los pies de Tarod, que iniciaba su lento avance. La hoja latía, centelleaba, cegándole, y entonces, sin previo aviso, una onda de pura y desatada energía cayó sobre él como un puño invisible, haciéndole caer violentamente al suelo.. Con una rapidez ante la que no tuvo tiempo para reaccionar, Tarod saltó los peldaños en su dirección, y al aclararse su aturdida mente, Keridil se encontró con que la monstruosa y resplandeciente espada estaba a sólo unas pulgadas de su rostro.

Se mordió la cara interna de las mejillas, para dominar el pánico que amenazaba con apoderarse de él. Los filósofos decían que, cuando un hombre se hallaba a las puertas de la muerte, recordaba los sucesos de su vida en una rápida sucesión de imágenes como de sueño. Keridil no tuvo esta experiencia; fue como si hubiese perdido la memoria y sólo pudo contemplar, impotente, la espada y la silueta del personaje que la blandía.

Por el rabillo del ojo vio que uno de los Iniciados supervivientes hacía un brusco movimiento en su dirección, y Keridil levantó un brazo para contenerle.

— ¡No te muevas!

El hombre vaciló y después obedeció, y Keridil dejó escapar lentamente el aliento entre los dientes apretados. Cuando habló, se sorprendió al descubrir que su voz era firme.

— ¡Acaba de una vez! — La tormenta arreciaba de nuevo, pero él sabía que su adversario le oía bien—. No me espanta morir. ¡Acaba de una vez, Tarod!

Tarod le miró fijamente. La espada que tenía en la mano no temblaba, pero la locura que se había apoderado de su mente empezaba a dar paso a una razón más clara y más fría. Podía destruir a Keridil. Y si la espada le tocaba una vez, el Sumo Iniciado no moriría simplemente; pues la espada era una manifestación letal de la esencia misma del Caos, un objeto en el que se enfocaba todo el poder que fluía a través de él. Keridil no moriría simplemente: sería aniquilado. Y esto sería una justa venganza; una expiación adecuada del destino de Cyllan... Sin embargo, Tarod se contuvo.

Ella podía estar viva. Un Warp la había traído al Castillo; él mismo había sobrevivido a los estragos de un Warp cuando no era más que un chiquillo. Y si ella estaba viva, podría encontrarla...

Destruir a Keridil no le serviría de nada. Demasiada gente había muerto ya en este desgraciado asunto; añadir un hombre más a la lista de bajas sería una acción amarga y fútil, y con ello quebrantaría una vez más el juramento que había hecho a la hermana Erminet. No quería vengarse. La razón le decía que el Sumo Iniciado no era del todo responsable de lo que había sucedido, y ahora que había pasado su ataque de locura, el deseo de venganza se había extinguido con él. Lo único que importaba era encontrar a Cyllan.

Keridil abrió mucho los ojos, sorprendido y confuso, cuando Tarod apartó la resplandeciente y amenazadora espada. Miró a su enemigo, con recelo e incertidumbre, no atreviéndose a concebir un rayo de esperanza. Tarod le miró una vez, y el desprecio de sus ojos verdes se mezcló de pronto con una expresión compasiva.

—No —dijo suavemente—. No te quitaré la vida, Sumo Iniciado. Ya se ha vertido aquí demasiada sangre.

Apretó más el puño de la espada y su brillante aureola resplandeció, envolviendo a Tarod con su luz roja de sangre. En lo alto, el cielo aulló y proyectó una red de relámpagos de plata sobre las torres del Castillo, y Keridil sintió una descarga de energía fluir a través de él al renovar el Warp su furia.

—Si Cyllan vive —dijo Tarod, y Keridil, a pesar del estruendo de la tormenta, oyó cada palabra con la misma claridad que si fuese pronunciada dentro de su cráneo—, la encontraré. Y si la encuentro, te prometo que no volverás a saber de mí. — Sonrió débilmente—. Una vez te negaste a aceptar mi palabra y me traicionaste. Espero que aquel error te haya servido ahora de lección.

Keridil empezó a incorporarse con lentos movimientos, observando la espada en manos de Tarod. No habló; tenía demasiado seca la garganta; pero había veneno en sus ojos. Entonces Tarod levantó la cara al cielo tremebundo, como comunicando con el poder diabólico de la tormenta. El Warp respondió con un aullido en crescendo y la figura de Tarod pareció inflamarse de pronto, y un brillo negro salpicado de plata reluciente cobró vida a su alrededor. Un trueno fortísimo retumbó en el cielo y una explosión de luz blanca iluminó el patio, haciendo que Keridil chillase de dolor y de terror al herirle en los ojos el colosal resplandor. Cayó hacia atrás, llevándose un brazo a la cara para protegerla, y cayó sobre las losas...

Se hizo un silencio. Keridil, deslumbrado, bajó el brazo y pestañeó ante las imágenes oscilantes que nublaban su visión. Después, al aclararse su vista, recibió otra fuerte impresión al darse cuenta de que el Warp había cesado. La pálida luz gris de una aurora natural llenaba el patio; el cielo del Este aparecía teñido por los primeros y suaves rayos del sol mañanero, mientras en algún lugar, más allá del promontorio, un ave marina lanzaba un graznido gemebundo, como el maullido de un gato. Y Tarod se había desvanecido, como si no hubiese existido jamás.

Trabajosamente, el Sumo Iniciado se puso de pie. Le dolían todos los huesos, todos los músculos, todas las fibras de su cuerpo; le temblaban los miembros y, cuando una mano le asió de un brazo, aceptó agradecido el apoyo que le prestaba Fin Tivan Bruall. El caballerizo mayor tenía el rostro pálido, apretados los labios; Keridil miró detrás de él el círculo desordenado de Iniciados que se acercaban vacilantes.

— Keridil

Taunan Cel Ennas fue el primero en hablar. Miró los cuerpos de los dos hombres muertos por Tarod y desvió rápidamente la mirada.