Y entonces, en un rincón oscuro de su mente, surgió el recuerdo de los fanaani...
La probabilidad era tan remota que casi abandonó la idea. Sería mejor, seguramente sería mejor, entregarse a lo inevitable y dejar que las frías profundidades se apoderasen ahora de ella, en vez de prolongar su agonía con una esperanza que no podía verse cumplida. Pero todavía permanecía un eco de su deseo de sobrevivir, lo suficiente para hacer que sus menguados sentidos emprendiesen un último y desesperado intento de salvar la vida. Se esforzó en enfocar la mente, en hacer acopio de voluntad, por débil que ésta fuese.
Ayudadme... El mudo ruego telepático surgió de lo más hondo de su ser. En nombre de todos los dioses, ayudadme...
El mar se agitó a su alrededor, burlándose con voz tonante de su desesperación. Si su ruego no era escuchado, moriría al cabo de unos minutos...
Ayudadme... , por favor, ayudadme...
De pronto lo sintió; el primer débil indicio de otra presencia en su mente, alguien que sentía curiosidad por conocer la naturaleza de la extraña criatura que luchaba contra el agua con su inconsciente carga. Cyllan redobló sus esfuerzos para llamar, y la presencia se hizo más viva, más próxima.
Cuando oyó los primeros sones agridulces de la canción de los fanaani, casi gritó de alegría. Las notas argentinas resonaban contra el rugido del mar, elevándose y bajando, llamándola, y un momento más tarde sintió que algo resbaladizo y vivo rozaba sus piernas.
El primero se alzó a su lado, con su cara de nariz roma, como de gato, a sólo unas pulgadas de la suya. Los límpidos ojos castaños miraron tristemente los de ella, y el fanaani, mayor que ella, de piel abigarrada y casi fosforescente en la oscuridad, torció el corto bigote y sopló, echándole a la cara su aliento de pez. Entonces apareció otro, y ella sintió que un tercero se alzaba debajo del agua, cargando con el peso de Drachea y sosteniéndole.
Cyllan se tendió sobre un costado en el agua y se agarró al hombro musculoso del mamífero marino que tenía al lado. El fanaani levantó la cabeza y llamó con voz suave y gemebunda, y la segunda criatura se movió de manera que entre los dos la sostuvieron, levantándola sobre las grandes olas. Cyllan vio que Drachea era transportado de igual manera por otros dos fanaani, y su mente agotada les dio muda y fervientemente las gracias. Su último y desesperado ruego había sido escuchado; aquellos extraños, raros y telepáticos seres habían respondido a su llamada y, a su enigmática manera, habían decidido ayudarla. Habían venido, sólo los dioses sabían de dónde, para ayudar a un ser extraño que estaba en peligro, y Cyllan nunca podría pagar la deuda que había contraído con ellos.
El primer fanaani llamó de nuevo, y todos se le unieron en la estremecedora y bella canción.
El agotamiento venció a Cyllan mientras aquellas criaturas avanzaban nadando, y el cántico fantástico de sus salvadores se mezcló con extraños sueños marinos cuando ella se sumió en una bienhechora inconsciencia.
Se despertó y se encontró yaciendo boca abajo en una playa de guijarros. El mundo volvía a estar en calma; a su espalda, el mar seguía latiendo y zumbando incesantemente, pero el balanceo del frío oleaje se había aplacado. La habían traído a tierra... y los fanaani se habían marchado.
Cyllan se incorporó lentamente hasta quedar arrodillada sobre los duros guijarros. Sus cabellos y su ropa chorreaban agua, y sus miembros temblaban involuntariamente de frío. Todavía era de noche; una blanca niebla marina se infiltraba en la oscuridad y convertía en fantasmas las melladas rocas que la rodeaban. A su espalda, la playa descendía hasta la ruidosa rompiente, sembrada de desechos que el mar había rechazado. Delante de ella...
Delante de ella se alzaba hacia el cielo una negra pared de granito, que no reflejaba ninguna luz. La playa se extendía a ambos lados, sin ofrecer ningún refugio, y cuando levantó la vista y se esforzó por enfocarla, sólo vio el acantilado que se elevaba hasta más allá de los límites de la visión. Los fanaani la habían traído a tierra, pero a una tierra dura y cruel que en nada se parecía a las que conocía ella.
El ruido de las piedras le advirtió que algo se movía cerca de ella, y Cyllan se volvió, asustada. A pocos pasos de distancia, Drachea Rannak estaba sentado con la espalda apoyada en la roca. La estaba mirando, pero sus ojos eran vidriosos, y Cyllan se dio cuenta de que no la reconocía. La impresión..., el terror había sido demasiado para él... , pero al menos estaba también vivo.
Luchando contra el dolor producido por el frío, Cyllan se arrastró hacia él.
— Drachea... Drachea, estamos vivos.
Él siguió mirándola fijamente, inerte como una marioneta a la que le hubiesen cortado los hilos.
— Vivos... — repitió.
— Sí, ¡vivos! Los fanaani nos salvaron; les llamé y vinieron y... —Sacudió la cabeza y tosió—. Estamos vivos.
Durante un momento, todo quedó en silencio, salvo el incesante ruido del mar. Después dijo Drachea, torpemente:
— ¿Dónde?
— No lo sé... — Estaba segura de que Drachea tenía nublada la razón. Era incapaz de enfrentarse con la realidad del peligro y algo dentro de él se había roto, y sólo pudo esperar que recobrase su inteligencia antes de que el frío les venciese a los dos. Sobreponiéndose a la angustia, añadió con mayor vehemencia—: Pero, dondequiera que estemos, Drachea, ¡nos hemos salvado! Hemos sobrevivido y... ¿no es esto lo que importa?
—¡Quién sabe! —Drachea esbozó una extraña y torcida sonrisa sin pizca de humor—. Tal vez estamos muertos y esto es el más allá. Una playa de guijarros, una noche interminable, un acantilado por el que no podemos trepar. ¡Diablos, Cyllan! ¿No es esto lo que viste en tus piedras? ¿No lo es?
Se inclinó súbitamente hacia delante y la agarró de los hombros, sacudiéndola con violencia. Por un instante pensó ella que iba a tratar de estrangularla; pero entonces él aflojó su presa y se volvió, apretando la cara contra la pared de roca y acurrucándose como un niño asustado y desafiador.
— Vete — dijo con voz confusa—. De no haber sido por ti, estaría seguro en mi casa de Shu-Nhadek. ¡Vete y déjame en paz!
De no haber sido por mí, ¡estarías muerto!, pensó Cyllan, furiosa, pero después rechazó esta idea como indigna y poco caritativa. Tal vez él tenía razón: de no haber sido por ella, esa pesadilla no habría ocurrido nunca.
Entonces recordó por primera vez la aparición que se había manifestado antes de que el Warp cayese sobre ellos en Shu-Nhadek. La mano, el ademán llamándola... Sintió un fuerte escalofrío. Había sido mucho más que un presagio. Y las piedras... Instintivamente llevó una mano a la bolsa del cinto y encontró allí el bulto familiar de los guijarros. No las había perdido..., aunque empezaba a preguntarse si eran una maldición más que un bien.
Drachea estaba todavía escondiendo la cara y Cyllan se dio cuenta de que, si tenían que escapar de aquella playa infernal, debería llevar ella la iniciativa. El peligro y las privaciones eran conceptos ignorados por el hijo del Margrave de Shu; ella estaba más preparada para salvarse, si es que había salvación posible. Se volvió y miró hacia el mar. Parecía que la niebla se había espesado en los pocos minutos transcurridos desde su brusco despertar; más allá de donde rompían las olas en el borde de la playa, no podía ver nada. Tembló, pero ya no era de frío. ¿Qué había detrás de aquella niebla? ¿Una tierra familiar, conocida, o quizá... nada? No podía haber otro lugar en el mundo tan desolado, tan desierto, tan sin esperanza...
Ninguno, le dijo una muda voz interior, salvo uno...