Keridil no pudo mirar los cadáveres. Dijo con voz forzada:
— Haz que los cubran y los lleven dentro, Taunan.
—¿Qué...? —empezó a decir el otro hombre, pero cambió de idea y sacudió desmayadamente la cabeza.
La interrumpida pregunta, ¿qué ha ocurrido?, era demasiado evidente y, sin embargo, no tenía respuesta. Se volvió y se dirigió tambaleándose a la escalinata.
Ahora salían otros del Castillo y, entre ellos, vio Keridil la ansiosa cara del padre de Drachea. Después de todo esto, tendría ahora que explicar al Margrave la muerte de su heredero... Sacudió furiosamente la cabeza para despejarla, pero siguió sintiendo una fría y colérica amargura. Oyó detrás de él el ruido de los cascos de los caballos que eran recobrados y conducidos a los establos, y la normalidad de la escena (aparte de los dos hombres muertos en el suelo) hizo que se sintiese mareado. Hubiese debido prescindir de las exigencias del protocolo y de la tradición; hubiese debido rechazar las opiniones de los que insistían en que hiciera una ceremonia de la muerte de Tarod, y matarle simplemente, sin contemplaciones ni formalidades, cuando había tenido ocasión de hacerlo. Ahora, otras muertes pesaban sobre su conciencia. Drachea Rannak, la Hermana Erminet, los dos guardias en el sótano, los otros dos en el patio... Recordó la promesa hecha por Tarod antes de desaparecer, y sintió una repugnancia fría y cínica. Confiaba menos en la palabra de aquella criatura del Caos que en una serpiente venenosa. Mientras Tarod viviese, el Círculo y todo lo que éste defendía estaban en peligro: tenía que ser destruido. Pero ¿cuántas vidas más se perderían antes de que termina se definitivamente este conflicto?
Y la sangre de Keridil se heló en sus venas al pensar: ... si terminaba alguna vez. Si el Círculo podía triunfar sobre el Caos...
Había echado a andar en dirección a la puerta principal, pero se detuvo de pronto. Ahora se sentía más firme y su mente estaba afilada como la hoja de un cuchillo. Tarod le había superado, pero el corazón y el alma de Keridil exigían su castigo merecido. Y por mor del Círculo, de todo el mundo, se lo infligiría o moriría en el empeño.
Contempló el cielo, que se estaba iluminando por momentos y se dejó llevar por la fuerte corriente de su amargura y de su cólera. Palpó la insignia de oro que llevaba en el hombro, el doble círculo cortado por un rayo en diagonal, y habló en voz tan baja que Fin no pudo captar sus palabras.
— Te destruiré, Tarod — murmuró Keridil con furiosa intensidad—. Por Aeoris y sus seis hermanos, juro que te encontraré y te destruiré. Dondequiera que estés, por mucho tiempo que tenga que emplear en ello, ¡no descansaré hasta que te haya borrado de la faz de nuestro mundo!
Como en respuesta al juramento del Sumo Iniciado, el primer rayo vívido de sol acarició la cima de la muralla del Castillo, vertiendo una cascada de luz sobre el patio. Keridil sintió que le invadía una extraña sensación de paz, la paz de saber que había hablado con el corazón y se había empeñado en una causa noble y justa que, pasara lo que pasase, acabaría triunfando. Tenía en su mano los recursos de todo un mundo: el poder del Círculo y de los antiguos dioses que éste adoraba. El Caos no podía vencer contra estas fuerzas, y el deber de Keridil, asumido bajo juramento, era verle aplastado y destruido.
El pequeño grupo reunido en la puerta le estaba observando. Keridil encogió los hombros, dándose cuenta de que tenía frío. Entonces empezó a subir resueltamente la ancha escalinata para reunirse con los demás.