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Pero no era pasible... Cyllan se puso trabajosamente en pie, mientras la sospecha se iba convirtiendo en certidumbre, y estiró el cuello para mirar el imponente acantilado. El vértigo hizo que se sintiese mareada; lo combatió resueltamente y trató de ver la cima de la pared rocosa, retrocediendo en la playa hasta que el agua del mar le llegó a las rodillas.

La monstruosa mole de granito tenía un final. Veía un punto en que la roca quedaba bruscamente cortada y, desde su posición, la perspectiva de la playa había cambiado lo bastante para que se diera cuenta de que el acantilado era en realidad un peñasco que se elevaba en el océano circundante.

Su pulso se aceleró. Si sus sospechas eran acertadas, debería ver el estrecho arco del puente que conectaba este solitario pináculo de piedra con la tierra firme. Aguzando la mirada para penetrar la espesa niebla, Cyllan observó...

Nada. La niebla era demasiado densa, o ella se había equivocado y el incitante sentido de familiaridad que la asaltaba era una ilusión engañosa.

Pero, fuera cual fuese la verdad, tenía que haber una manera de escalar aquella amenazadora pared. Permanecer en esta playa sería darse por vencida, y después de haber sobrevivido a pesar de todo, darse por vencida era algo que Cyllan no podía considerar. Tenía que haber una manera y tal vez cuando la luz del día viniese en su ayuda podría encontrarla.

Todavía insegura de sí misma, pero un poco más animada, volvió al lugar donde yacía Drachea. Parecía haberse dormido, o estar de nuevo inconsciente, y su piel era inquietantemente fría al tacto. Cyllan se volvió y empezó a buscar a su alrededor algo que pudiese dar calor hasta el amanecer. Algas... Olían muy mal y estaban tan mojadas como ellos, pero al menos podían protegerles de lo peor del frío de la noche de invierno. Consciente de que sus miembros se estaban agarrotando por la fatiga y el frío, empezó a recoger grandes brazadas de algas en los lugares donde las había arrojado el mar, y pronto tuvo un montón de fibras de un verde pardusco que extendió sobre el cuerpo inmóvil de Drachea. Finalmente, se tendió boca arriba, acurrucándose junto a él de manera que no se desperdiciase el calor que les quedaba y, después de tender sobre ella misma algunas algas, cerró los ojos.

Cyllan se despertó de un sueño poblado de odiosas pesadillas, con la impresión de que algo andaba mal. La manta de algas había resultado bastante eficaz y ya no sentía tanto frío en los huesos; pero, cuando trató de moverse, su cuerpo estaba tan rígido y dolorido que apenas la obedecía. Y algo andaba mal...

Levantó la cabeza, contemplando la oscuridad verde-gris. La niebla flotaba todavía como una cortina impenetrable a pocos pasos de distancia, y el sonido del mar parecía más lejano, amortiguado por aquella densa niebla. La marea había bajado, dejando una franja más extensa de guijarros que brillaba débilmente hasta el borde de la niebla, lo cual quería decir que debía de haber dormido varias horas. Pero ni siquiera en el corazón del invierno eran eternas las noches. El sol hubiese debido levantarse ya..., pero no había el menor indicio de la aurora.

Cyllan tuvo un alarmante presentimiento. No había un lugar en el mundo donde no saliese el sol, y sin embargo, la noche se cernía aún sobre la playa. Todo estaba demasiado tranquilo, demasiado callado, como si más allá de la niebla no hubiese más que el vacío...

Temblando, se volvió hacia Drachea, que yacía a su lado, y le sacudió.

— ¡Drachea! ¡Despierta!

El se movió de mala gana y, por el juramento que lanzó, Cyllan comprendió que creía estar en su cama de Shu Nhadek, riñendo a una doncella por molestarle. Le sacudió de nuevo.

— ¡Drachea!

Drachea abrió los ojos y empezó, lentamente, a comprender.

— ¡Cyllan! — murmuró, al sentir los guijarros mojados bajo su cuerpo—. ¿Dónde estamos?

—¡Si yo lo supiera!

— ¿Qué?

—Dejemos esto. —No podía gastar energía en discusiones —. Escúchame. He explorado el terreno lo mejor que he podido y parece que estamos en una isla. No he podido observar ninguna comunicación con el continente; por lo tanto, tenemos que encontrar la manera de subir al acantilado.

Haciendo un esfuerzo, Drachea se sentó para aclarar sus ideas, a pesar del cansancio, y empujó a un lado las malolientes algas que le cubrían. Cuando respondió, lo hizo con voz malhumorada:

— ¡Todavía es noche cerrada! ¡No vamos a morirnos en el tiempo que media entre ahora y el amanecer! Y cuando salga el sol, ¡nos encontrarán! Tiene que haber gente buscándome; mis padres habrán dado la voz de alarma. ¿Por qué habría de gastar mis fuerzas escalando un tres veces maldito peñasco sin objeto alguno?

Cyllan apretó los labios, irritada. Por lo visto, Drachea no tenía la menor idea del peligro en que se hallaban; acostumbrado a ver cumplidos todos sus deseos, presumía ciegamente que su rescate era inminente. Y tal vez habría sido así, si hubiesen estado todavía cerca de Shu. Pero Cyllan sabía que no era así...

Trató de hacerle comprender.

— Escúchame, Drachea. La marea ha bajado, lo cual quiere decir que llevamos aquí tiempo de sobra para que haya salido el sol, y sin embargo no lo ha hecho.

El frunció el entrecejo.

—¿Qué quieres decir?

—No lo sé; salvo que aquí ocurre algo terrible. Y otra cosa: no estamos en la Provincia de Shu, ni cerca de ella.

El quiso protestar.

—Pero...

— ¡Escúchame! No me preguntes cómo lo sé, ¡pero lo sé! Puedo sentirlo, Drachea, ¡con toda seguridad! —Hizo una pausa, tragando saliva para recobrar el aliento—. Si no queremos pudrimos y morir en esta playa, ¡debemos encontrar la manera de subir a la cima!

Drachea la miró fijamente, reacio a reconocer la verdad de sus palabras. Después dijo, con irritación:

— Tengo hambre.

Cyllan le habría estrangulado. Caprichosamente se negaba a enfrentarse con la realidad, y aunque en parte le compadecía (a fin de cuentas, nunca se había encontrado en tales apuros en su vida), en parte sentía solamente la repugnancia de la frustración.

Sabiendo que no podían perder más tiempo, se levantó y recorrió el pie del acantilado, aplicando las palmas de las manos al duro granito, como tratando de adivinar por dónde podía empezar a escalar. La suerte y la resolución les habían traído hasta aquí y, a menos que los dioses quiseran abandonarles ahora, tenía que haber una salida. Detrás de ella, Drachea se quejó de dolor y rigidez, y Cyllan perdió los estribos.

—Entonces muévete, ¡maldito seas! ¡Ayúdame! No puedo hacerlo todo yo sola, ¡y esperas que cargue contigo como si fuese tu sirvienta!

Drachea la miró con irritada consternación y Cyllan sintió que las lágrimas acudían a sus ojos, al tiempo que el miedo que llevaba dentro amenazaba con salir a la superficie. Las retuvo furiosamente e intentó reponerse. No podía perder su autodominio; flaquear ahora significaría el desastre.

—Dondequiera que estemos —dijo, apretando los dientes para que no castañeteasen—, la provincia de Shu está a un mundo de distancia. Y no tenemos comida ni cobijo. Si nos quedamos aquí moriremos de frío o de hambre o de ambas cosas. — Miró reflexivamente la imponente pared del acantilado que tenían delante—. Tenemos que encontrar la manera de subir.

Drachea cruzó los brazos y los apretó contra su cuerpo, temblando.

—Si no sabes dónde estamos, ¿cómo puedes estar tan segura de que no vendrán a salvarnos? — arguyó, malhumorado.

—No puedo estar segura. Pero no voy a estarme sentada aquí esperando, hasta que esté demasiado débil para buscar una alternativa. —Cyllan había empezado a alejarse de él, pero ahora se detuvo y miró atrás—. Voy a buscar un camino. Lo que hagas tú es cosa tuya.

El le lanzó una mirada fulminante, venenosa, y se volvió de espaldas. Pero Cyllan sólo había dado dos pasos más cuando le oyó suspirar y lanzar una imprecación en voz baja. Después, metiendo las manos en los bolsillos de su chaqueta, Drachea caminó rígidamente sobre los rechinantes guijarros para reunirse con ella.