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Avanzó con rapidez por la acera.

«Querrá actuar deprisa -pensó-. Querrá resolver este asunto de inmediato. No querrá elaborar un plan como hizo antes. Ahora dejará que la cólera domine todos sus instintos y toda su preparación. Y, lo más importante: ahora cometerá un error.»

34

Normalmente, una o dos veces cada verano en aquellos años y vacaciones que le parecían ahora tan distantes, cuando su mujer seguía pautas normales y reconocibles, Ricky hacía una reserva con uno de los viejos y consumados guías de pesca que operaban en las aguas de Cape Cod para encontrar róbalos y bancos de anjovas.

No era que se considerara un pescador experto, y tampoco estaba especialmente dotado para las actividades al aire libre, pero le gustaba salir en una pequeña embarcación abierta a primera hora de la mañana, cuando la niebla todavía cubre el océano gris, y sentir aquel frío húmedo que desafiaba los primeros rayos de sol en el horizonte mientras el guía pilotaba el esquife por canales, bordeando bancos de arena, hasta las zonas de pesca. Y lo que le gustaba era la sensación de que, entre las olas siempre cambiantes, el guía sabía en qué parte había peces, incluso aunque se escondieran en las aguas profundas. Lanzar un cebo a través de tanto espacio frío con tantas variables como la marea y la corriente, la temperatura y la luz y saber encontrar el objetivo era algo que Ricky, el psicoanalista, había admirado y encontrado siempre fascinante.

Al reflexionar en su apartamento de Nueva York, pensó que se había embarcado en un proceso muy parecido. El cebo estaba en el agua. Ahora tenía que lograr que la presa tragara el anzuelo. No creía que tuviera más de una oportunidad con Rumplestiltskin.

Después de enfrentarse a sus hermanos pequeños se le había ocurrido que podía huir, pero no le serviría de nada. Se pasaría todo lo que le quedaba de vida sobresaltándose con cada ruido en la oscuridad, nervioso al escuchar cualquier cosa detrás de él, temeroso de cada desconocido que entrara en su campo de visión.

Una vida terrible, siempre escapando de algo y de alguien imposible de percibir, siempre con él rondando cada paso que diera.

Sabía con toda certeza que tenía que vencer a Rumplestiltskin en esta fase final. Era el único modo de recuperar el control sobre algo parecido a la vida que esperaba vivir.

Pensó que lo conseguiría. Los primeros pasos de su plan ya habían tenido lugar. Podía imaginarse la conversación que estarían manteniendo los hermanos en ese mismo instante, mientras él permanecía en aquel apartamento de alquiler. No sería por teléfono.

Tendrían que reunirse, porque querrían verse para asegurarse de que estaban a salvo. Habría voces levantadas. También unas cuantas lágrimas y un enfado considerable, quizás incluso insultos y acusaciones. Todo les había ido sobre ruedas al cobrarse su venganza contra todos los objetivos de su pasado. Sólo uno había salido mal, y ese uno era ahora origen de una ansiedad importante. Podía oír la frase «¡Tú nos metiste en esto!» gritada en la habitación hacia el psicópata que tanto significaba para ellos. Ricky pensó, con cierta satisfacción, que esa acusación contendría pánico, porque había conseguido abrir una brecha en los vínculos que unían al trío. Por muy persuasiva que hubiese sido la necesidad de venganza, por muy astuta que hubiese sido la conspiración contra Ricky y todos los demás, había un elemento que Rumplestiltskin no había previsto: a pesar de su compulsión a secundario, los dos hermanos menores seguían aspirando a llevar una vida convencional, normal a su propio modo. Una vida en el escenario y una vida en los tribunales, siguiendo ciertas reglas y restricciones reconocibles. Rumplestiltskin era el único de los tres que estaba dispuesto a vivir fuera de todo límite. Pero los otros no, y eso los volvía vulnerables.

Ricky había descubierto esa diferencia. Y sabía que era su mejor baza.

Sabía que se dirían palabras duras. A pesar de lo cruel y sanguinario que había sido el juego, en realidad los empujones, disparos y asesinatos habían quedado a cargo de uno solo de ellos.

Arruinar una reputación o destrozar unas cuentas de inversiones eran trabajos bastante desagradables, pero en ellos no se vertía sangre. Había habido una separación de las maldades, y las más oscuras habían quedado en unas únicas manos.

Estos trabajos habían recaído en el señor R. Del mismo modo que había soportado el peso de las palizas y la crueldad cuando crecían, la violencia en si era cosa suya. Los demás sólo le habían ayudado y cosechado con ello la satisfacción psicológica que proporciona la venganza. Era la diferencia entre quien facilita las cosas y quien las lleva a cabo. Pero ahora se daban cuenta de que su complicidad se había vuelto en su contra. “Creían que les había salido bien, pero no ha sido así», pensó Ricky. Sonrió para sus adentros. Decidió que no había nada tan devastador como darse cuenta de que ahora eres el perseguido cuando estás acostumbrado a ser el perseguidor. Y ésa era la trampa que había preparado, porque ni siquiera aquel psicópata dejaría de intentar recuperar la posición de superioridad que tan natural le es a un depredador. La amenaza a Virgil y a Merlin lo empujaría en esa dirección. Los pocos jirones de normalidad que conservaba el señor R eran los que lo conectaban con sus hermanos. Si en lo más profundo de su mundo psicopatológico quedaba algún vínculo con la humanidad, procedía de su relación con ellos. Estaría desesperado por protegerlos. Ricky se dijo que, de hecho, era sencillo. Había que asegurarse de que el cazador creyera que está cazando, acercándose a la presa, cuando en realidad estaba siendo conducido hacia una emboscada.

«Una emboscada basada en el amor», pensó con cierta ironía.

Encontró un papel y se esforzó un rato con un poema. Cuando le quedó como quería, llamó a la sección de anuncios del Village Voice. De nuevo, como antes, se encontró hablando con un empleado. Le dio algo de conversación, como había hecho en otras ocasiones. Pero esta vez procuró hacerle unas preguntas clave y proporcionarle información vitaclass="underline"

– Perdone, pero si estoy fuera de la ciudad, ¿puedo llamar y recibir igualmente las respuestas?

– Por supuesto -dijo el empleado-. Sólo tiene que marcar el código de acceso. Puede llamar desde cualquier sitio.

– Fantástico -contestó Ricky-. Verá, es que este fin de semana tengo que atender unos asuntos en Cape Cod, así que me voy allí unos días y quiero seguir recibiendo las respuestas.

– No será ningún problema -aseguró el empleado.

– Espero que haga buen tiempo. Han pronosticado lluvia. ¿Ha estado alguna vez en Cape Cod?

– En Provincetown. Hay mucha marcha el fin de semana después del Cuatro de Julio.

– Ni que lo diga -corroboró Ricky-. Yo siempre voy a Wellfleet. O por lo menos eso hacía antes. Tuve que vender la casa. Liquidación total por incendio. Ahora voy a ir para arreglar unas cuestiones pendientes, y después de vuelta a la ciudad y a toda esta rutina.

– Ya. Ojalá tuviera yo una casa en Cape Cod.

– Es un sitio especial. -Ricky hablaba con cuidado, pronunciando despacio cada palabra-. Sólo vas en verano, tal vez un poco en otoño y primavera, pero cada estación te acaba calando a su modo. Se convierte en tu hogar. Más que un hogar, en realidad. Un lugar para empezar y terminar. Cuando muera, quiero que me entierren allí.