A mediodía tomó un autobús Trailways hacia Boston, con el que volvió a recorrer una ruta conocida. No pasó mucho rato en la terminal de Boston, sólo el suficiente para preguntarse si el verdadero Richard Lively seguiría vivo; tal vez fuese interesante ir a Charlestown para intentar localizarlo en alguno de los parques y callejones por donde lo había seguido una vez con tanta diligencia. Sabía, por supuesto, que no tenía nada que decir al hombre, aparte de darle las gracias por proporcionarle una vía hacia un futuro dudoso. En todo caso, no tenía tiempo. Tomó el autobús Bonanza del viernes por la tarde a Cape Cod y se apretujó en un asiento trasero con una agitación creciente. «A esta hora ya habrán leído el poema -pensó-. Y Merlin habrá interrogado al empleado de los anuncios. En este preciso momento los tres hermanos estarán hablando.» Podía imaginar cómo las palabras volaban de un lado a otro. Y no necesitaba oírlos porque sabía lo que harían. Miró la hora en su reloj.
«Pronto saldrá -pensó-. Conducirá sin paradas, impulsado a concluir una historia que se ha escrito de modo distinto al que él esperaba.»
Sonrió, viendo la inmensa ventaja que tenía. Rumplestiltskin se movía en un mundo acostumbrado a las conclusiones. El de Ricky era justo lo contrario. Uno de los principios del psicoanálisis es que, a pesar de que las sesiones terminen y la terapia diaria finalice por fin, el proceso no se completa nunca. Lo que la terapia aporta es, en el mejor de los casos, una nueva forma de ver quién es uno, y permitir que esa nueva definición de la vida de uno influya en las decisiones y las elecciones que conlleve el futuro. En el mejor de los casos esos momentos ya no se verán limitados por los acontecimientos del pasado, y las elecciones tomadas estarán liberadas de lo que todo el mundo debe al entorno en que ha crecido.
Tenía la sensación de estar llegando a la misma clase de final inacabado.
Era el momento de morir o de proseguir. Y cuál de los dos iba a ser se sabría en las próximas horas.
Aceptó la frialdad de su situación y contempló el paisaje por la ventanilla. Observó que, a medida que el autobús zumbaba rumbo a Cape Cod, el tamaño de los árboles y los arbustos parecía reducirse. Era como si la vida en la tierra arenosa cercana al océano fuera más dura y le costara crecer cuando los vientos marinos soplaban en invierno.
Una vez fuera de Provincetown, en la carretera 6, Ricky vio un motel que todavía no había colgado el cartel de COMPLETO debido, lo más seguro, a la poco optimista previsión meteorológica.
Pagó en efectivo por el fin de semana y el recepcionista cogió el dinero con desinterés. Ricky supuso que lo tomaba por un confuso empresario de mediana edad de Boston que se había rendido por fin a sus fantasías e iba a esa ciudad de alborotada vida nocturna en verano para unos días de sexo y culpa. Ricky no hizo nada por contradecir tal suposición y, de hecho, preguntó al recepcionista por los mejores clubes de la ciudad, la clase de sitios donde los solteros iban a buscar compañía. El hombre le dio algunos nombres y no preguntó nada.
Ricky encontró una tienda de artículos de acampada y compró más repelente de insectos, una linterna potente y un capote verde oliva mayor de lo normal. También compró un sombrero de camuflaje de ala ancha que tenía un aspecto ridículo pero que llevaba cosida al ala una mosquitera que cubría la cabeza y los hombros.
De nuevo, la previsión meteorológica para el fin de semana le era favorable: humedad, tormentas eléctricas, cielos grises y temperaturas cálidas. Un fin de semana horrible. Ricky dijo al dependiente que aun así iba a cuidar un poco del jardín, lo que en ese contexto confirió un sentido de normalidad a cada una de las compras.
Regresó fuera y vio cómo por el oeste crecía lo que supuso sería un gran frente de nubes de tormenta. Prestó atención para intentar oír el estruendo distante de los truenos y vio un cielo gris que parecía señalar la llegada de la noche. Percibía el sabor de la inminente lluvia y apresuró el paso para efectuar sus preparativos.
El día se prolongó con una luz que no desaparecía, como sí compitiera con las condiciones meteorológicas que avanzaban hacia él. Cuando llegó a la carretera que conducía a su antigua casa, el cielo había adoptado un extraño tono amarronado. El autobús que recorría la carretera 6 le había dejado a unos tres kilómetros y había corrido la distancia sin problemas, la mochila con las compras y el arma a la espalda. Recordó haber efectuado la misma ruta casi un año antes y se acordó de cómo le costaba respirar, cómo sus pulmones absorbían el viento debido al pánico y a la impresión de lo que había hecho y lo que aún le faltaba hacer.
Este trayecto era extrañamente distinto. Notaba una sensación de fortaleza y, al mismo tiempo, otra de aislamiento con un matiz de complacencia, como si no corriera hacia donde había dejado tantos recuerdos, sino hacia algo que significaba un cambio. Cada paso de ese recorrido le resultaba familiar y, aun así, surrealista, como si estuviese a un nivel distinto de existencia. Aceleró el paso, contento de estar más fuerte que la vez anterior, rogando que ningún antiguo vecino apareciera por un camino de entrada y viera al difunto corriendo hacia la casa incendiada.
Tuvo suerte: la carretera estaba desierta a la hora de la cena.
Enfiló el camino de entrada, redujo el paso a una caminata y quedó oculto tras los grupos de árboles y los arbustos que crecen con rapidez en Cape Cod durante los meses de verano. No sabía muy bien qué esperar. Se le ocurrió que el pariente que hubiera logrado hacerse con su finca podría haber limpiado el área, empezado incluso a construir otra casa. Su carta de suicidio indicaba que la tierra se entregara a un grupo de protección del medio ambiente, pero suponía que, cuando los miembros de su lejana familia se hubieran enterado del valor real de ese excelente terreno edificable en Cape Cod, eso habría quedado paralizado por los pleitos. La idea le hizo sonreír porque le pareció irónico que personas a las que apenas conocía pudieran disputarse su finca, cuando él había muerto meses atrás para proteger a una de ellas del hombre que seguramente se dirigía hacia allí esa noche.
Cuando salió de entre los árboles, vio lo que esperaba: los restos de su casa calcinada. Incluso a pesar de la vegetación que crecía en el terreno, la tierra seguía ennegrecida varios metros alrededor del esqueleto descarnado de la vieja casa.
Ricky se acercó hacia donde había estado la puerta principal a través de los hierbajos de lo que tiempo atrás había sido su jardín. Entró y recorrió despacio las ruinas de la casa. Incluso pasado un año, le pareció oler la gasolina y la madera quemada, pero enseguida comprendió que su imaginación estaba jugándole una mala pasada. Se oyó retumbar un trueno a lo lejos, pero no prestó atención y se movió lo mejor que pudo por los espacios dejando que su memoria añadiera paredes, muebles, obras de arte y alfombras. Y, cuando todos estos recuerdos habían reconstruido su hogar a su alrededor, dejó que su memoria dibujara en él momentos con su mujer, mucho antes de que enfermara y de que el cáncer le arrebatara las fuerzas, la vitalidad y, por último, la vida.
A Ricky le resultó agradable y estremecedor a la vez deambular por los escombros. Era, de modo extraño, tanto un regreso como una partida, y se sentía un poco como si fuera a emprender algo que lo llevaría a un lugar muy distinto y que, por fin, podría despedirse de todo lo que el doctor Frederick Starks había sido y prepararse para recibir a la persona que surgiera de la noche que se cerraba deprisa a su alrededor.
El sitio que esperaba encontrar lo estaba aguardando justo a un lado de la chimenea central del salón. Un bloque de techo y unas cuantas vigas gruesas de madera habían caído al lado formando una especie de cobertizo decrépito, casi una cueva. Ricky se puso el capote, se encasquetó el sombrero con la mosquitera y sacó la linterna y la pistola de la mochila. Después retrocedió hacia la oscuridad de los escombros, se escondió y esperó a que llegaran la noche, la tormenta que se acercaba y un asesino.