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– No. -El hombre meneó la cabeza-. Tampoco voy a hacer eso. De todos modos es un cliché. Verá, si dejo caer el arma al suelo, renuncio a cualquier opción que pueda tener. Examine la situación, doctor: según mi criterio profesional, ya ha desperdiciado su oportunidad. Sé lo que pasa por su cabeza. Sé que, si quisiera disparar, ya lo habría hecho. Pero asesinar a un hombre, incluso a alguien que te ha dado muchos motivos para ello, es más difícil de lo que había imaginado. Usted vive en un mundo de muerte imaginaria, doctor. Todos esos impulsos asesinos que ha escuchado durante años y contribuido a sofocar. Para usted sólo existen en el reino de la fantasía. Pero esta noche, aquí, no hay nada salvo la realidad. Y en este momento está buscando la fuerza para matar. Y apuesto a que no la está encontrando con facilidad. Yo, por otra parte, no necesito recorrer tanto camino.

A mi no me habría preocupado nada la ambigüedad moral de disparar a alguien por la espalda. O por delante, en realidad. Como se dice, las cosas sólo se aprenden con la práctica. Siempre y cuando el blanco esté muerto, ¿qué más da? Así que no dejaré caer mi arma, ni ahora ni nunca. Permanecerá en mi mano derecha, amartillada y a punto. ¿Me volveré ahora? ¿Probaré suerte en este momento? ¿O esperaré un poco?

Ricky guardó silencio. La cabeza le daba vueltas.

– Debería saber algo, doctor: si quiere ser un buen asesino, no debería preocuparse por su penosa vida.

Ricky escuchó aquellas palabras a través de la oscuridad y sintió una terrible inquietud.

– Yo te conozco -dijo-. Conozco esa voz.

– Sí, es verdad -contestó Rumplestiltskin con tono algo burlón-. La ha oído bastante a menudo.

Ricky se sintió de repente como si estuviera de pie sobre hielo resbaladizo.

– Date la vuelta -ordenó, y la inseguridad se reflejó en su voz.

Rumplestiltskin negó con la cabeza.

– Es mejor que no me pida eso. Porque si lo hago, casi toda la ventaja que tiene habrá desaparecido. Veré su posición exacta y le aseguro, doctor, que una vez le tenga localizado, pasará muy poco tiempo antes de que lo mate.

– Te conozco -repitió Ricky en un susurro.

– ¿Tanto le cuesta? La voz es la misma. La postura. Todas las inflexiones y los tonos, los matices y las peculiaridades. Debería reconocerlos todos -dijo Rumplestiltskin-. Después de todo, hemos estado viéndonos cinco veces a la semana durante casi un año. Y tampoco me habría vuelto entonces. Y el proceso psicoanalítico, ¿no es más o menos lo mismo que esto? El médico con los conocimientos, el poder y, me atrevería a decir, las armas justo a la espalda del pobre paciente, que no puede ver qué pasa y sólo cuenta con sus recuerdos míseros y patéticos. ¿Tanto han cambiado las cosas para nosotros, doctor?

Ricky tenía la garganta reseca, pero aun así se le atragantó el nombre.

– ¿ Zimmerman?

– Zimmerman está muerto.

Rumplestiltskin rió de nuevo.

– Pero tú eres…

– Soy el hombre que conoció como Roger Zimmerman. Con una madre inválida y un hermano indiferente, y un trabajo que no iba a ninguna parte, y toda esa cólera que jamás parecía aplacarse a pesar de toda la cháchara que soltaba en su consulta. Ese es el Zimmerman que usted conoció, doctor Starks. Y ése es el Zimmerman que murió.

Ricky estaba mareado. Estaba comprendiendo más mentiras.

– Pero el metro…

– Ahí es donde Zimmerman, el verdadero Zimmerman, que tenía tendencias suicidas, murió. Empujado a la muerte. Una muerte oportuna.

– Pero yo no…

Rumplestiltskin se encogió de hombros.

– Doctor, un hombre va a su consulta y le dice que es Roger Zimmerman y que sufre de esto y aquello, se presenta como un paciente adecuado para el análisis y tiene los medios económicos para pagar sus honorarios. ¿Comprobó alguna vez que ese hombre fuese en realidad quien decía ser? -Ricky guardó silencio-. No creo. Si lo hubiera hecho, habría averiguado que el auténtico Zimmerman era más o menos como yo se lo presenté. La única diferencia consistía en que no era la persona que iba a su consulta. Ese era yo. Y, cuando llegó la hora de que muriese, ya me había proporcionado lo que necesitaba. Me limité a tomar prestada su vida y su muerte. Porque yo tenía que conocerlo a usted, doctor. Tenía que verlo y estudiarlo. Y tenía que hacerlo del mejor modo. Me costó algo de tiempo, pero averigüé lo que necesitaba. Despacio, sí, pero usted sabe que tengo mucha paciencia.

– ¿Quién eres? -preguntó Ricky.

– No lo sabrá nunca. Y sin embargo, ya lo sabe. Conoce mi pasado. Sabe cómo crecí. Sabe lo de mis hermanos. Sabe mucho sobre mí, doctor. Pero nunca sabrá quién soy en realidad.

– ¿Por qué me has hecho esto?

Rumplestiltskin sacudió la cabeza, como si le asombrara la sencilla audacia de la pregunta.

– Ya conoce las respuestas. ¿Tan difícil es pensar que un niño que ha visto cómo infligían sufrimiento a su madre, cómo le pegaban y la sumían en una desesperación tan profunda que tuvo que suicidarse para lograr la salvación, se dedique a vengarse de todas las personas que no la ayudaron, incluido usted, cuando alcanza una posición en la que puede hacerlo?

– La venganza no resuelve nada -aseguró Ricky.

– Ha hablado como un hombre que nunca se ha dado el gusto -gruñó Rumplestiltskin-. Está equivocado, por supuesto. Como tantas otras veces. La venganza sirve para limpiar el corazón y el alma. Ha existido desde que el primer cavernícola bajó de un árbol y golpeó a su hermano en la cabeza por alguna cuestión de honor. Pero sabiendo todo lo que sabe sobre lo que le ocurrió a mi madre y a sus tres hijos, ¿aún cree que las personas que nos descuidaron no nos deben nada? Niños que no habían hecho nada malo, pero que fueron abandonados a su suerte por muchas personas que deberían haber actuado de otro modo si hubieran tenido un mínimo de compasión o empatía, o sólo una pizca de humanidad. ¿No nos deben, después de haber superado esos tormentos, nada a cambio? Es una pregunta muy sugerente.

Se detuvo y, al oír el silencio de Ricky como respuesta, habló con frialdad:

– Verá, doctor, la verdadera pregunta que se plantea esta noche no es por qué busco su muerte, sino por qué no debería hacerlo.

De nuevo, Ricky no contesto.

– ¿Le sorprende que me haya convertido en un asesino?

No le sorprendía, pero no lo mencionó.

El silencio envolvió a los dos hombres un momento y, luego, igual que pasaría en la inviolabilidad de su consulta, con un diván y la tranquilidad, uno de los hombres interrumpió el fantasmagórico silencio con otra pregunta.

– ¿Le puedo preguntar algo? ¿Por qué cree que no merece morir?

Ricky pudo notar la sonrisa del hombre, sin duda una sonrisa fría, cruel.

– Todo el mundo merece morir por algo -añadió-. Nadie es inocente, doctor. Ni usted. Ni yo. Nadie. -Rumplestiltskin pareció estremecerse en ese momento. Ricky se imaginó los dedos del hombre cerrándose sobre su arma-. Mire, doctor Starks -dijo con una fría resolución que indicaba lo que estaba pensando-. Creo que, a pesar de lo interesante que ha sido esta última sesión y aunque hay mucho más que decir, se ha acabado el tiempo de hablar. Ha llegado el momento de que alguien muera. Y usted es quien tiene más números.

Ricky ajustó la mira de la pistola e inspiró hondo. Estaba apretujado contra los escombros, incapaz de moverse y con el camino detrás de él también bloqueado. Toda la vida que había vivido y toda la que tenía por vivir descartadas, todo por un solo acto de negligencia cuando era joven y debió haber actuado de otro modo.

En un mundo de opciones, no le quedaba ninguna. Puso el dedo en el gatillo de la pistola y se armó de fuerza y voluntad.

– Olvidas algo -dijo despacio, con frialdad-. El doctor Starks ya está muerto.

Y disparó.

Fue como si el hombre reaccionara al menor cambio en la voz de Ricky, que reconoció en el primer tono duro de la primera palabra, y su preparación y la comprensión de la situación tomaran el control, de modo que su reacción fue incisiva, inmediata y sin vacilación. Cuando Ricky apretó el gatillo, Rumplestiltskin se arrojó a un lado, girando al hacerlo, con lo que el primer disparo, dirigido al centro de su espalda, le desgarró, en cambio, el omóplato y el segundo le atravesó el brazo derecho con un sonido de rasgadura, sordo al dar en la carne y crujiente al pulverizar el hueso.