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Ricky disparó una tercera vez, por reflejo, y la bala, sibilante, se perdió en la oscuridad.

Rumplestiltskin se retorció con un grito ahogado mientras una oleada de adrenalina superaba la fuerza de los impactos que había recibido y le llevaba a intentar levantar el arma con el brazo destrozado. Agarró el arma con la mano izquierda y procuró mantenerla firme mientras se tambaleaba hacia atrás en precario equilibrio. Ricky se quedó paralizado al ver elevarse el cañón de la pistola automática, como la cabeza de una cobra, yendo de un lado a otro y buscándole con su único ojo, mientras el hombre que la empuñaba se tambaleaba como al borde resbaladizo de un precipicio.

La detonación fue irreal, como si le pasara a otra persona, a alguien lejano que no guardara relación con él. Pero el silbido de la bala que surcó el aire sobre su cabeza sí fue real y catapultó a Ricky de vuelta a la acción. Un segundo disparo rasgó el aire, y notó el viento caliente de la bala al atravesar la masa informe del capote que le colgaba de los hombros. Inspiró y olió a pólvora y humo. A continuación levantó su arma a la vez que combatía los nervios eléctricos que amenazaban con hacerle temblar las manos y encañonó la cara de Rumplestiltskin mientras el asesino se desplomaba frente a él.

El asesino pareció balancearse hacia atrás en un intento de incorporarse, como si esperara el disparo final, mortífero. Su arma había resbalado hacia el suelo y le colgaba a un lado del cuerpo después de su segundo disparo, sujeta sólo con la punta de unos dedos crispados que ya no respondían a unos músculos destrozados y sangrantes. Se llevó la mano izquierda a la cara, como para protegerse del tiro de gracia.

La adrenalina, la cólera, el odio, el miedo, la suma de todo lo que le había pasado se le juntó, en ese instante, exigiendo, insistiendo, gritándole órdenes, y Ricky pensó sin reflexionar que por fin, en ese preciso momento, iba a ganar.

Y entonces se detuvo porque, de repente, se dio cuenta de que no iba a hacerlo.

Rumplestiltskin había palidecido, como si la luz de la luna le iluminara la cara. Por el brazo y el tórax le corría sangre, que semejaba rayas de tinta negra. Intentó otra vez, débilmente, sujetar el arma y levantarla, pero no pudo. El shock se apoderaba con rapidez de su cuerpo, lo que entorpecía sus movimientos y nublaba su raciocinio. Era como si la calma que había descendido sobre los dos hombres cuando los ecos de los disparos se desvanecieron fuera palpable y cubriera todos sus movimientos.

Ricky contempló al hombre que había conocido y, sin embargo, no había conocido como paciente, y supo que Rumplestiltskin moriría desangrado con bastante rapidez. O sucumbiría al shock.

Pensó que sólo en las películas se podía disparar de cerca balas potentes a un hombre y que éste siguiera teniendo fuerzas para bailar la giga. Calculó que a Rumplestiltskin sólo le quedaban minutos.

Una parte desconocida de él le insistía que se quedara a ver cómo ese hombre moría.

No lo hizo. Se puso de pie y avanzó. Dio un puntapié a la pistola para alejarla de la mano del asesino y luego metió la suya en la mochila. Mientras Rumplestiltskin farfullaba algo en su lucha contra la inconsciencia que anunciaría la muerte, Ricky se agachó e hizo un esfuerzo para levantarlo del suelo y, con el mayor impulso que pudo, se lo cargó al hombro al modo de los bomberos.

Se enderezó despacio para adaptarse al peso y, reconociendo la ironía de la situación, avanzó tambaleante a través de las ruinas para sacar de los escombros al hombre que quería verlo muerto.

El sudor le escocía los ojos y tenía que esforzarse para dar cada paso. Lo que transportaba parecía mucho mayor que cualquier cosa que hubiese cargado nunca. Notó que Rumplestiltskin perdía el conocimiento y oyó cómo su respiración se volvía cada vez más ruidosa y dificultosa, asmática con la cercanía de la muerte. El, por su parte, inspiraba grandes bocanadas de aire húmedo y se impulsaba con pasos firmes, automáticos, cada uno más difícil que el anterior y de un desafío creciente. Se dijo que era el único modo de lograr la libertad.

Se detuvo al borde de la carretera. La noche los envolvía a ambos. Dejó a Rumplestiltskin en el suelo y pasó las manos sobre sus ropas. Para su alivio, encontró lo que esperaba: un teléfono móvil.

A Rumplestiltskin le costaba cada vez más respirar. Ricky sospechaba que la primera bala se había fragmentado al impactar contra el omóplato y que el sonido borboteante que oía se debía a un pulmón perforado. Contuvo lo mejor que pudo la hemorragia de las heridas y llamó al número de Urgencias de Wellfleet que recordaba desde hacia tanto tiempo.

– Servicio de Urgencias de Cape Cod -anunció una voz abrupta, eficiente.

– Escuche con mucha atención -pidió Ricky, despacio, haciendo una pausa entre las palabras-. Sólo se lo voy a decir una vez, así que cáptelo bien. Ha habido un tiroteo accidental. La víctima se encuentra en Old Beach Road, frente a la antigua casa de veraneo del difunto doctor Starks, la que se incendió el verano pasado. Está junto al camino de entrada. La víctima presenta heridas de arma de fuego en el omóplato y en el antebrazo derecho, y se encuentra en estado de shock. Morirá si no llegan aquí en unos minutos. ¿Lo ha entendido?

– ¿Quién llama?

– ¿Lo ha entendido?

– Sí. Estoy enviando los equipos de urgencia a Old Beach Road. ¿Quién llama?

– ¿Conoce el lugar que le he dicho?

– Sí. Pero tengo que saber quién llama.

Ricky reflexionó antes de contestar:

– Nadie que todavía sea alguien.

Colgó el auricular. Sacó su arma, extrajo las balas que quedaban del cargador y las lanzó lo más lejos que pudo en el bosque.

Luego dejó caer la pistola junto al hombre herido. También sacó la linterna de la mochila, la encendió y la colocó sobre el tórax del asesino inconsciente. A lo lejos se oían sirenas. Los bomberos estaban a sólo unos kilómetros de distancia, en la carretera 6. No tardarían demasiado en llegar allí. Supuso que el viaje al hospital llevaría quince minutos, quizá veinte. No sabía si el personal de urgencias podría estabilizar al herido o si era capaz de atender heridas graves de bala. Tampoco sabía si estaría de guardia un equipo quirúrgico adecuado. Echó otro vistazo al asesino y no supo si sobreviviría las próximas horas. Tal vez sí. Tal vez no. Por primera vez en toda su vida, Ricky disfrutó de la incertidumbre.

La sirena de la ambulancia se acercaba con rapidez. Ricky se volvió y se alejó, despacio los primeros pasos pero aumentando el ritmo hasta correr con grandes zancadas. Sus pies resonaban en la carretera con un ritmo regular, dejando que la oscuridad de la noche envolviera su presencia hasta ocultarlo completamente.

Ricky desapareció como un fantasma recién conjurado.

En las afueras de Puerto Príncipe Una hora después del alba, Ricky estaba observando cómo una pequeña lagartija verde lima recorría veloz la pared, desafiando la gravedad a cada paso. El animalito se movía por rachas y se detenía de vez en cuando para extender el saco naranja de la garganta antes de salir disparado unos pasos para volver a pararse y girar la cabeza a derecha e izquierda como si comprobara si había algún peligro. Ricky admiraba y envidiaba la maravillosa simplicidad del mundo cotidiano de la lagartija: encontrar algo que comer y evitar ser devorado.

En el techo, un viejo ventilador marrón de cuatro palas chirriaba ligeramente a cada revolución mientras removía el aire caliente y estático de la pequeña habitación. Cuando bajó las piernas de la cama, los muelles del colchón igualaron el ruido del ventilador. Se desperezó, bostezó, se pasó una mano por los cabellos que cubrían su calva incipiente y, tras tomar los raídos pantalones cortos caqui que colgaban del galán de noche, buscó las gafas. Se levantó y llenó una jofaina de agua con una jarra situada en una bamboleante mesa de madera. Se mojó la cara y dejó que parte del agua le bajara por el pecho. Tomó una toallita deshilachada y la enjabonó con una pastilla acre que guardaba en la mesa. Sumergió la toalla en el agua y se lavó lo mejor que pudo.