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La habitación era casi cuadrada y sus paredes, estucadas en su día de un blanco vibrante, con el paso de los años habían adquirido un tono que recordaba el polvo que cubría la calle. Tenía pocas pertenencias: una radio que en primavera emitía los partidos de entrenamiento de las Fuerzas Armadas, varias prendas de ropa. Un calendario actual con una joven en topless y una mirada provocativa tenía ese día señalado con bolígrafo negro. Colgaba de un clavo a escasa distancia de un crucifijo de madera tallado a mano que Ricky suponía del anterior ocupante, pero que no había quitado porque le había parecido que descolgar un icono religioso en un país en que la religión era tan fundamental -de maneras extrañas y conflictivas para tantas personas- era buscarse mala suerte. Y, a fin de cuentas, su suerte había sido bastante buena hasta entonces.

En una pared había montado dos estantes que estaban abarrotados de libros desgastados y muy usados de medicina, además de otros nuevos. Los títulos abarcaban desde lo práctico (Enfermedades tropicales y sus tratamientos) hasta lo curioso (Estudios sobre las pautas de las enfermedades mentales para las naciones en vías de desarrollo). Tenía un grueso cuaderno de piel sintética y unos cuantos bolígrafos que usaba para anotar observaciones y tratamientos, y que guardaba en una mesita junto a un ordenador portátil y una impresora. Sobre ésta tenía una lista manuscrita de farmacias al por mayor en el sur de Florida. También tenía un talego de lona negro lo bastante grande para un viaje de dos o tres días, en el que guardaba algo de ropa. Echó un vistazo a la habitación y pensó que no era gran cosa, pero se ajustaba a su estado de ánimo y a su persona, y aunque sospechaba que le resultaría fácil trasladarse a un alojamiento mejor, no estaba seguro de que fuera a hacerlo, ni siquiera después de haber acabado con los recados que iban a ocuparle el resto de la semana.

Se acercó a la ventana y observó la calle. Estaba a sólo media manzana de la clínica y ya podía ver gente reunida fuera. Enfrente había una pequeña tienda de comestibles, y el propietario y su mujer, dos personas de mediana edad disparatadamente corpulentas, estaban sacando unas cajas y unos barriles de madera que contenían frutas y verduras frescas. También estaban preparando café y el aroma le llegó más o menos al mismo tiempo que la mujer se giró y lo vio en la ventana. Lo saludó con alegría, sonriente, y señaló el café que hervía a fuego lento, invitándole a unirse a ellos. Ricky levantó un par de dedos para indicar que iría en dos minutos, y la mujer volvió a su trabajo. La calle ya empezaba a llenarse de gente, y Ricky intuyó que sería un día ajetreado en la clínica. El calor de principios de marzo era más intenso de lo normal y se mezclaba con un sabor distante a buganvilla, hortalizas y humanidad, mientras que las temperaturas ascendían con la misma rapidez que avanzaba la mañana.

Dirigió la mirada a las colinas, que alternaban un verde exuberante y vivaz con un marrón yermo, elevándose por encima de la ciudad. Haití era verdaderamente uno de los países más fascinantes del mundo. Era el lugar más pobre que había visto nunca pero, en ciertos sentidos, también el más digno. Sabía que, cuando bajara por la calle hacia la clínica, sería la única cara blanca en kilómetros. Esto podría haberle inquietado antes, en el pasado, pero ya no. Le deleitaba ser distinto, y era consciente de que una extraña clase de misterio le acompañaba a cada paso.

Lo que más le gustaba era que, a pesar del misterio, la gente de la calle estaba dispuesta a aceptar su extraña presencia sin hacer preguntas. O, por lo menos, no en la cara, lo que parecía tanto un cumplido como un compromiso con los que él estaba dispuesto a vivir.

Se reunió con el tendero y su mujer para tomar una taza de café amargo y espeso, endulzado con azúcar sin refinar. Comió una corteza de pan recién horneado y aprovechó la ocasión para examinar el furúnculo que había sacado y drenado tres días antes en la espalda del propietario. La herida parecía estar cicatrizando rápidamente y recordó al hombre medio en inglés y medio en francés que la mantuviera limpia y que se cambiara el vendaje otra vez ese día.

El tendero asintió, sonrió, habló unos minutos sobre la floja campaña del equipo local de fútbol y suplicó a Ricky que asistiera al próximo partido. El nombre del equipo era Soaring Eagles y en cada encuentro despertaba las pasiones del barrio con resultados irregulares que no le permitían acabar de despegar. El tendero no aceptó que Ricky pagara su exiguo desayuno. Ya era algo rutinario entre ambos hombres. Ricky se metía la mano en el bolsillo y el propietario hacía señas para rechazar lo que sacara.

Como siempre, Ricky le dio las gracias, y le prometió ir al partido de fútbol con los colores rojo y verde de los Eagles. Luego se marchó hacia la clínica, con el sabor del café aún en la boca.

La gente se aglomeraba alrededor de la entrada y tapaba el cartel escrito a mano que rezaba en letras negras y desiguales con algunas faltas ortográficas:

EXCELENTE CLÍNICA MEDICA DEL DOCTOR DUMONDAIS. HORARIOS 10.00 A 18.00 Y CITAS CONCERTADAS. TELÉFONO 067-8975.

Ricky pasó a través del gentío, que se apartó para dejarle avanzar. Más de un hombre lo saludó levantando el sombrero en su dirección. Reconoció los rostros de algunos pacientes asiduos y les devolvió el saludo con una sonrisa.

Las expresiones de las caras reflejaron respuestas y oyó más de un «Bonjour, monsieur le docteur» susurrado. Estrechó la mano a un hombre mayor, el sastre llamado Dupont, que le había confeccionado un traje de lino color habano mucho más elegante de lo que Ricky pudiese necesitar, después de que él le hubiera proporcionado Vioxx para la artritis que le aquejaba los dedos. Como había esperado, el fármaco había obrado maravillas.

Al entrar en la clínica, vio a la enfermera del doctor Dumondais, una mujer majestuosa que parecía medir metro y medio tanto vertical como horizontalmente, pero con una inquebrantable fortaleza en su rechoncho cuerpo y un amplio conocimiento de los remedios tradicionales y las curas de vudú aplicables a infinidad de enfermedades tropicales.

– Bonjour, Héléne -dijo Ricky-. Tout le monde estarrivé cejour.

– Sí, doctor. Estaremos todo el día ocupados.

Ricky meneó la cabeza. Él practicaba su francés isleño con ella, quien, a cambio, practicaba su inglés con él, preparándose con la esperanza de reunir algún día dinero suficiente en la caja que guardaba enterrada en el patio de su casa para pagar a su primo una plaza en su viejo barco pesquero, de modo que éste se arriesgara a navegar por el traicionero estrecho de Florida y la llevara a Miami para poder empezar de cero en un lugar donde, según sabía de buena tinta, las calles estaban atestadas de dinero.

– No, no, Héléne, pas docteur. C’est monsieur Lively. le ne suis plus un médecin.

– Sí, si, señor Lively. Sé lo que me dice esto tantas veces. Lo siento, porque estoy olvidando de nuevo otra vez.

Esbozó una sonrisa, como si no lo entendiera del todo pero aun así deseara participar de la gran broma que hacía Ricky al contribuir con tantos conocimientos médicos a la clínica y, sin embargo, no querer que lo llamaran doctor. Ricky creía que Héléne atribuía este comportamiento a las peculiaridades extrañas y misteriosas de los blancos y, como a la gente reunida a la puerta de la clínica, le daba lo mismo cómo quería Ricky que lo llamaran. Ella sabía lo que sabía.

– Le docteur Dumondais, ¿Il est arrivé ce matin?

– Sí, monsieur Lively. En su, ah, bureau.