– Lo tenéis que decidir vosotros, claro. Quizá prefiráis dejar que maneje él solo la situación. Quizá no. La elección es vuestra y tendréis que vivir con vuestra decisión. Pero hay otros asuntos que atender.
– ¿Qué clase de asuntos? -preguntó Virgil con voz monótona en un intento de no revelar ninguna emoción, algo que, como observó Ricky, era tan revelador como cualquier tono que hubiese adoptado.
– Primero, lo mundano: el dinero que me robasteis de mi plan de jubilación y de mis cuentas de inversiones. Devolveréis ese importe a la cuenta numero o 1-00976-2 del Crédit Suisse. Anotadla.
Lo haréis de inmediato.
– ¿O? -quiso saber Merlin.
– Creo que es de manual que ningún abogado pregunta jamás nada cuya respuesta no sepa de antemano. -Ricky sonrió-. Así que supongo que ya sabes la respuesta.
Aquello silenció al abogado.
– ¿Qué más? -preguntó Virgil.
– Tengo un nuevo juego -dijo Rick y-. El juego de seguir con vida. Está pensado para que juguemos todos nosotros. A la vez.
Ninguno de los hermanos respondió.
– Las reglas son sencillas -indicó Ricky.
– ¿Cuáles son? -preguntó Virgil en voz baja.
– Cuando tomé mis últimas vacaciones, cobraba a mis pacientes entre 7j~ y 125 dólares por sesión. -Ricky volvió a sonreír-.
Veía a cada paciente cuatro o cinco veces a la semana, por lo general cuarenta y ocho semanas al año. Podéis hacer los cálculos vosotros mismos.
– Si -dijo Virgil-. Conocemos tu vida profesional.
– Espléndido -repuso Ricky con énfasis-. Bueno, pues éste es el modo en que funciona el juego de seguir con vida: quien quiere seguir respirando hace terapia. Conmigo. Quien paga, vive. Cuanta más gente entre en la esfera inmediata de vuestra vida, más pagaréis, porque eso garantizará también su seguridad.
– ¿A qué te refieres con «más gente»? -preguntó Virgil.
– Dejaré que eso lo defináis vosotros -contestó Ricky con frialdad.
– ¿Y si no hacemos lo que dice? -terció Merlin.
– En cuanto deje de llegar dinero, su pondré que vuestro hermano se ha recuperado de sus heridas y me persigue otra vez -contestó Ricky con fría dureza-. Y me veré obligado a empezar a perseguiros. -Hizo una pausa antes de añadir-: O a alguien cercano a vosotros. Una esposa. Un hijo. Un amante. Un socio. Alguien que contribuya a que vuestra vida sea normal.
De nuevo guardaron silencio.
– ¿Cuánto deseáis tener una vida normal? -preguntó Ricky.
No contestaron, aunque él ya sabía la respuesta.
– Es más o menos la misma elección que vosotros me hicisteis tomar tiempo atrás -prosiguió Rick y-. Sólo que esta vez se trata de una cuestión de equilibrio. Podéis mantener el equilibrio entre vosotros y yo. Y podéis señalar esa equidad con la cosa más fácil y menos importante: el pago de cierta cantidad de dinero. Así que preguntaos a vosotros mismos lo siguiente: ¿cuánto vale la vida que quiero vivir?
Ricky tosió para darles un momento, y continuó:
– En cierto sentido es la misma pregunta que haría a cualquiera que acudiera a mi para recibir terapia.
Y, dicho esto, colgó.
El día era despejado sobre Nueva York y desde su asiento distinguió la estatua de la Libertad y Central Park mientras el avión sobrevolaba la ciudad y se aproximaba a La Guardia. Tenía la extraña sensación de que no regresaba a casa, sino más bien de que visitaba un espacio largo tiempo olvidado, como ver el campamento de montaña donde uno pasó un único y desdichado verano durante unas largas vacaciones impuestas por los padres.
Quería moverse deprisa. Había hecho una reserva para regresar a Miami en el último vuelo de esa noche y no tenía demasiado tiempo. En el mostrador de alquiler había cola y tardó un rato en sacar el coche reservado a nombre del señor Lively. Usó su carné de New Hampshire, que iba a caducar en medio año. Pensó que, a lo mejor, sería acertado trasladarse ficticiamente a Miami antes de volver a las islas.
Le llevó unos noventa minutos llegar a Greenwich, Connecticut, con poco tráfico, y descubrió que las indicaciones que había obtenido en Internet eran exactas hasta la fracción del kilómetro.
Eso le divirtió porque pensó que la vida no es nunca, en realidad, tan precisa.
Se detuvo en el centro de la ciudad y compró una botella de vino caro en una licorería. A continuación, condujo hasta una casa en una calle que tal vez podría considerarse, según los elevados estándares de una de las comunidades más ricas de la nación, bastante modesta. Las casas eran sólo ostentosas, no insultantes.
Las que se incluían en esta segunda categoría se encontraban unas manzanas más allá.
Estacionó al final del camino de entrada de una casa imitación estilo Tudor. En la parte trasera había una piscina y, en la delantera, un roble que no había florecido aún. Ricky pensó que el sol de mediados de marzo no era lo bastante fuerte, aunque resultaba algo prometedor mientras se filtraba entre las ramas que todavía tenían que florecer. Decidió que se trataba de una época del año extrañamente variable.
Llamó al timbre con la botella en la mano.
No pasó demasiado tiempo antes de que una mujer que no llegaría a los treinta y cinco abriera la puerta. Llevaba unos vaqueros y un jersey negro de cuello de tortuga, y el cabello rubio rojizo peinado hacia atrás le dejaba al descubierto unos ojos con patas de gallo y unas arruguitas en las comisuras de los labios que probablemente se debían al agotamiento. Pero su voz era suave y atractiva, y al abrir la puerta habló casi en un susurro. Antes de que Ricky pudiera abrir la boca para hablar, la joven se le adelantó:
– Chist, por favor. Los gemelos acaban de dormirse.
– Deben de dar mucho trabajo -dijo Ricky a la vez que le devolvía la sonrisa.
– No se lo puede imaginar -contestó la mujer, que seguía hablando muy bajo-. ¿Qué desea?
– ¿No recuerda cuando nos conocimos? -preguntó Ricky mientras le tendía la botella de vino. Era mentira, por supuesto.
No se habían visto nunca-. En la fiesta con los socios de su marido hará unos seis meses.
La mujer le observó. Ricky sabía que la respuesta debería ser no, que no lo recordaba, pero la habían educado mejor que a su marido, de modo que contestó:
– Por supuesto, señor…
– Doctor -indicó él-. Pero llámeme Ricky. -Le estrechó la mano y le entregó la botella de vino-. Le debía esto a su marido.
Hicimos unos negocios juntos hará un año y quería darle las gracias y recordarle el éxito del caso.
– Vaya -exclamó ella mientras tomaba la botella, algo perpleja-. Gracias, doctor…
– Ricky -insistió-. Él se acordara.
Se volvió y, con un ligero saludo, se marchó por el camino de entrada hacia el coche de alquiler. Había visto todo lo que quería, averiguado todo lo que quería. Merlin había forjado una bonita vida para su familia. Una vida que prometía ser mucho más bonita en el futuro. Pero esa noche, por lo menos, Merlin no dormiría después de descorchar el vino. Sin duda le sabría amargo. Es lo que tiene el miedo.
Pensó en visitar también a Virgil pero, en lugar de eso se limitó a encargar en una floristería que le entregaran una docena de lirios en el plató donde había logrado un papel, pequeño pero importante, en una producción costosa de Hollywood. Ricky había averiguado que era un buen papel y que, silo hacía bien, podría reportarle otros mucho mejores en el futuro, aunque Ricky dudaba que interpretara nunca un personaje más interesante que Virgil. Unos lirios blancos eran perfectos. Normalmente suelen enviarse a un funeral con una nota de pésame. Supuso que ella lo sabría. Hizo envolver el ramo con una cinta de raso negro y adjuntó una tarjeta que rezaba sólo:
Todavía pienso en ti.
DOCTOR S.
Se había convertido en un hombre de muchas menos palabras, admitió para sí.