El pudding de Navidad
Sobrecubierta
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EL PUDDING DE NAVIDAD
Agatha Christie
CAPITULO I
—Lamento enormemente... —empezó Hércules Poirot.
Le interrumpieron. No con brusquedad sino suave y hábilmente, con ánimo de persuadirle. Por favor, monsieur Poirot, no se niegue usted sin considerarlo antes. El asunto tendría consecuencias graves para la nación. Su colaboración sería muy apreciada en las altas esferas.
—Es usted muy amable —Hércules Poirot agitó una mano en el aire—. Pero, de verdad, me es imposible comprometerme a hacer lo que me pide. En esta época del año...
El señor Jesmond volvió a interrumpirle con su suave tono de voz.
—Navidad... —dijo—. Unas Navidades a la antigua usanza en el campo inglés.
Poirot se estremeció. La idea del campo inglés en aquella época del año no le atraía.
—¡Unas auténticas Navidades a la antigua usanza! —recalcó el señor Jesmond.
—Yo... no soy inglés. En mi país la Navidad es una fiesta para los niños. Año Nuevo; eso es lo que nosotros celebramos.
—¡Ah! Pero la Navidad de Inglaterra es una gran institución y yo le aseguro que en ningún sitio podría verla mejor que en Kings Lacey. Le advierto que es una casa maravillosa, muy antigua. Una de las alas data del siglo XIV...
Poirot se estremeció de nuevo. La idea de una casa solariega inglesa del siglo XIV le daba escalofríos. Lo había pasado muy mal en Inglaterra en las históricas casas solariegas. Pasó la mirada con aprobación por su piso moderno y confortable, provisto de radiadores y de los últimos inventos destinados a evitar la menor corriente de aire.
—En invierno —dijo con firmeza— no salgo nunca de Londres.
—Me parece, monsieur Poirot, que no acaba de darse cuenta de la gravedad de este asunto.
El señor Jesmond miró al joven que le acompañaba y luego se quedó contemplando a Poirot.
Hasta entonces, el más joven de los visitantes se había limitado a decir en actitud muy correcta y etiquetera: «¿Cómo está usted?» Se hallaba sentado, mirando a sus relucientes zapatos y una expresión de profundo desaliento se reflejaba en su cara color café. Aparentaba unos veintitrés años, y saltaba a la vista que se sentía desgraciadísimo.
—Sí, sí —dijo Poirot—. Claro que el asunto es grave. Lo comprendo perfectamente. Su Alteza tiene todas mis simpatías.
—La situación es de lo más delicada —asintió el señor Jesmond.
Poirot volvió la mirada al hombre de más edad. Si hubiera que describir al señor Jesmond con una sola palabra, ésta hubiera sido «discreción». Todo en él era discreto: su ropa de buen corte, pero nada llamativa, su voz agradable y educada, que casi nunca salía de su grata monotonía, su cabello castaño claro, que empezaba a escasear en las sienes, su rostro pálido y serio. A Hércules Poirot le parecía que había conocido en su vida no uno, sino una docena de señores Jesmond, y todos acababan por decir, más tarde o más temprano, la misma frase: «La situación es de lo más delicada.»
—Le advierto que la policía puede actuar con gran discreción —sugirió Poirot.
El señor Jesmond meneó la cabeza con energía.
—Nada de policía —hüjo—. Para recuperar la... ¡ejem!, lo que queremos recuperar, sería casi inevitable iniciar procedimiento criminal... ¡y sabemos tan poco! Sospechamos, pero no sabemos.
—Tienen ustedes todas mis simpatías —volvió a decir Poirot.
Si creía que su simpatía iba a importarles algo a sus dos visitantes, estaba equivocado. No querían simpatía sino ayuda práctica. El señor Jesmond empezó a hablar de nuevo de la Navidad inglesa.
—La celebración de la Navidad, como se entendía en otros tiempos, está ya desapareciendo. Hoy en día la gente se va a pasarla a los hoteles. Pero una Navidad inglesa a la antigua usanza, con toda la familia reunida, las medias de los regalos de los niños, el árbol de Navidad, el pavo y el pudding de ciruelas, los crakers[1]. El muñeco de nieve junto a la ventana...
Hércules Poirot quiso ser exacto e intervino.
—Para hacer un muñeco de nieve —observó con severidad— hace falta nieve. Y no puede uno tener nieve de encargo, ni siquiera para una Navidad a la inglesa.
—He estado hablando hoy precisamente con un amigo mío del observatorio meteorológico —dijo el señor Jesmond— y me ha dicho que es muy probable que nieve estas Navidades.
No debió haber dicho semejante cosa. Hércules Poirot se estremeció con mayor violencia.
—¡Nieve en el campo! —dijo—. Eso sería aún más abominable. Una casa solariega de piedra, grande y fría.
—Nada de eso. Las casas han cambiado mucho en los últimos diez años. Tienen calefacción central de petróleo.
—¿De veras hay calefacción central de petróleo en Kings Lacey? —por vez primera, parecía vacilar.
El otro se apresuró a aprovechar la oportunidad.
—Claro que la tienen —dijo—, y también agua caliente. Hay radiadores en todas las habitaciones. Le aseguro a usted, querido monsieur Poirot, que Kings Lacey en invierno es en extremo confortable. Puede que hasta le parezca que en la casa hace demasiado calor.
—Eso es muy improbable.
Con la habilidad de la práctica, el señor Jesmond cambió de tema.
—Comprenderá usted que nos encontramos en una situación muy difícil —dijo en tono confidencial.
Hércules Poirot asintió con un movimiento de cabeza. El problema, desde luego, era desagradable. El único hijo y heredero del soberano de un nuevo e importante Estado había llegado a Londres unas semanas antes. Su país había pasado por una etapa de inquietud y de descontento. Aunque leal al padre, que se había conservado plenamente oriental, la opinión popular tenía ciertas dudas respecto al hijo. Sus locuras habían sido típicamente occidentales y, como tales, habían merecido la desaprobación del pueblo.
Sin embargo, acababan de ser anunciados sus esponsales. Iba a casarse con una joven de su misma sangre que, aunque educada en Cambridge, tenía buen cuidado de no mostrar en su país influencias occidentales. Se anunció la fecha de la boda y el joven príncipe había ido a Inglaterra, llevando consigo algunas de las famosas joyas de su familia, para que Cartier las reengarzara y modernizara. Entre las joyas había un rubí muy famoso extraído de un collar antiguo, recargado, y al que los famosos joyeros habían dado un aspecto nuevo. Hasta aquí todo iba bien, pero luego habían empezado las complicaciones. No podía esperarse que un joven tan rico y amigo de diversiones no cometiera alguna locura. Nadie se lo había censurado, porque todo el mundo espera que los príncipes jóvenes se diviertan. El que el príncipe llevara a su amiga de turno a dar un paseo por Bond Street y le regalara una pulsera de esmeraldas o un clip de brillantes, en prueba de agradecimiento por su compañía, hubiera sido la cosa más natural, y en cierta manera comparable a los «Cadillac» que su padre ofrecía invariablemente a su bailarina favorita del momento.
Pero el príncipe había llevado su indiscreción mucho más lejos. Halagado por el interés de la dama, le había mostrado el famoso rubí en su nuevo engaste, cometiendo la imprudencia de acceder a su deseo de dejárselo lucir, sólo una noche.
El final había sido corto y triste. La dama se había retirado de la mesa donde estaban cenando para empolvarse la nariz. Pasó el tiempo y la señora no volvió. Había salido del establecimiento por otra puerta y se había esfumado. Lo grave y triste del caso era que el rubí, en su nuevo engaste, también había desaparecido con ella.