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—¿Y el rubí? —preguntó Michael.

—Creo —dijo Poirot— que en el momento en que se mencionó mi llegada, la señorita estaba en la cocina con los demás, riéndose, hablando y batiendo los puddings de Navidad. Meten los puddings en los moldes y la señorita esconde el rubí en uno de ellos, hundiéndolo bien. No en el que vamos a comer el día de Navidad. No, no; ése sabe ella que está en un molde especial. Lo pone en el otro, el que está destinado para el día de Año Nuevo. Antes de que llegase ese día podrá marcharse de aquí y al marcharse, el pudding aquél se iría con ella. Pero vean en qué forma interviene el Destino. El pudding de Navidad, dentro de su elegante molde, se cae al suelo de piedra y el molde se hace añicos. ¿Qué se podía hacer? La buena señora Ross coge el otro pudding y lo manda a la mesa.

—¡Qué barbaridad! —dijo Colin—. ¿Quiere usted decir que lo que tenía el abuelo en la boca el día de Navidad, cuando estaba comiendo el pudding, era un rubí de verdad?

—Exactamente —repuso Poirot—, y pueden ustedes imaginar el nerviosismo del señor Lee-Wortley al ver aquello. Eh bien, ¿qué ocurre entonces? El rubí va pasando de mano en mano, alrededor de la mesa. Al examinarlo yo, me las arreglo para deslizarlo disimuladamente en un bolsillo. Con indiferencia, como si no me interesara la piedra. Pero una persona por lo menos vio lo que yo había hecho. Estando yo en cama, esa persona registra mi habitación. Me registra a mí. Pero no encuentra el rubí. ¿Por qué?

—Porque —dijo Michael, conteniendo la respiración— se lo había dado usted a Bridget. Es lo que está usted queriéndonos decir. Y fue por eso por lo que..., pero no comprendo bien. Oiga, ¿qué es lo que ocurrió de verdad?

Poirot le sonrió.

—Vamos a la biblioteca —dijo—, miren por la ventana y les mostraré algo que puede que explique el misterio.

Abrió la marcha y los demás le siguieron.

—Contemplen de nuevo la escena del crimen —les invitó Poirot.

Señaló con el dedo por la ventana. De todos los labios salieron sonidos entrecortados. No había ningún cadáver sobre la nieve; no quedaba ninguna huella de la tragedia, a excepción de una buena masa de nieve revuelta.

—No habrá sido un sueño, ¿verdad? —preguntó Colin en voz muy baja—. ¿Se... se han llevado el cadáver?

—¡Ah! —repuso Poirot—. Ahí lo tienes: «El misterio del cadáver desaparecido.»

Hizo un movimiento con la cabeza y sus ojos chispearon.

—¡Dios mío! —exclamó Michael—. Monsieur Poirot, está usted..., no habrá usted..., ¡pero si nos está tomando el pelo a todos!

Los ojos de Poirot chispearon aún más.

—Es cierto, hijo mío, yo también he preparado una contratreta. ¡Ah, voilá, mademoiselle Bridget! ¿Espero que no te habrá hecho daño el estar tumbada en la nieve? No me perdonaría nunca si cogieras une fluxión de poitrine.

Bridget acababa de entrar en la habitación. Llevaba una falda gruesa y un jersey de lana. Estaba riéndose.

—He hecho que te subieran una tisane a tu habitación —dijo Poirot con severidad—. ¿Te la has tomado?

—¡Un sorbito me bastó! —dijo Bridget—. Estoy muy bien. ¿Lo he hecho bien, monsieur Poirot? ¡Qué horror, todavía me duele el brazo del torniquete que me hizo usted poner!

—Estuviste espléndida, hija mía —dijo Poirot—. Espléndida. Pero oye, todos los demás siguen en ayunas. Anoche fui a hablar con mademoiselle Bridget. Le dije que estaba enterado de su pequeño complot y le pregunté si estaba dispuesta a interpretar un pequeño papel. Lo hizo muy bien. Marcó las pisadas con un par de zapatos del señor Lee-Wortley.

Sarah dijo con voz áspera:

—Pero, ¿a qué viene todo eso, monsieur Poirot? ¿A qué viene mandar a Desmond a buscar a la policía? Se pondrá furioso cuando vea que todo era un engaño.

Poirot meneó la cabeza suavemente.

—Es que yo no creo ni por un instante que el señor Lee-Wortley haya ido a buscar a la policía, mademoiselle —dijo—. El señor Lee-Wortley no quiere verse mezclado en asesinatos. Perdió la cabeza por completo, Lo único que vio fue la oportunidad de coger el rubí. Lo cogió, fingió que el teléfono estaba estropeado y salió corriendo con el coche, pretendiendo que iba a buscar a la policía. En mi opinión, no le va a volver usted a ver por una temporada. Tengo entendido que tiene su sistema para salir de Inglaterra. Tiene avión propio, ¿no es así, mademoiselle?

Sarah asintió con la cabeza..

—Sí —dijo—. Estábamos pensando en...

Se calló.

—Quería que se fugara usted con él por ese medio, ¿no es cierto? Eh bien, es un sistema muy bueno para sacar una joya del país. Cuando un hombre se fuga con una chica y se da publicidad al hecho, no se sospecha que el hombre esté al mismo tiempo sacando del país, de contrabando, una joya histórica. Ya lo creo; hubiera sido un buen camuflaje.

—No lo creo —repuso Sarah—. ¡No creo ni una palabra de todo eso!

—Pregúntele entonces a su hermana —sugirió Poirot, haciendo una indicación con la cabeza.

Sarah se volvió rápidamente.

Una rubia platino estaba de pie en el umbral. Llevaba puesto un abrigo de piel y miraba con ceño. Se veía que estaba furiosa.

—¡Qué hermana ni qué narices! —exclamó soltando una risita desagradable—. ¡Ese canalla no es hermano mío! ¿De modo que se ha largado y me ha dejado a mí con el muerto? ¡Todo fue idea suya! ¡Él fue el que me metió en esto! Dijo que era tirado. Nunca nos denunciarían, por miedo al escándalo. En último caso, podía amenazar con decir que Alí me había regalado la joya. Desmond y yo nos íbamos a repartir el dinero en París y ahora el muy canalla me deja plantada. ¡Le mataría! —cambió bruscamente de tema—. Cuanto antes salga de aquí... ¿Puede alguno de ustedes pedirme un taxi?

—Hay un coche esperando en la puerta principal, para llevarla a usted a la estación, mademoiselle —dijo Poirot.

—Está usted en todo, ¿eh?

—En casi todo —corrigió Poirot, visiblemente complacido.

Pero Poirot no iba a salir del paso tan fácilmente. Cuando volvió al comedor, después de ayudar a la falsa señorita Lee-Wortley a subir al coche, Colin estaba esperándole.

Su cara juvenil mostraba una expresión preocupada.

—Pero, oiga, monsieur Poirot. ¿Qué ha pasado con el rubí? ¿Nos quiere hacer creer que dejó que se escapara con él?

Poirot puso una cara muy triste. Se atusó los bigotes. Parecía estar incómodo.

—Todavía lo recuperaré —dijo débilmente—. Hay otros medios. Todavía...

—¡Vamos! —exclamó Michael—. ¡Dejar que ese canalla se marche con el rubí!

Bridget fue más aguda.

—Está otra vez tomándonos el pelo —sugirió—. ¿Verdad que sí, monsieur Poirot?

—¿Hacemos un último truquillo? Mira en mi bolsillo de la izquierda.

Bridget metió la mano en el bolsillo. Dando un grito de triunfo la volvió a sacar y sostuvo en lo alto un gran rubí resplandeciente.

—¿Entendéis ahora? —explicó Poirot—. El que agarrabas tú con la mano era una imitación. Lo traje de Londres por si era necesario hacer una sustitución. ¿Comprendéis? No queremos escándalo. Monsieur Desmond tratará de desembarazarse del rubí en París, en Bélgica o donde tenga sus cómplices, ¡y entonces se descubrirá que la piedra no es auténtica! ¿Qué mejor solución? Todo termina bien. Se evita el escándalo; mi joven príncipe recupera su rubí, vuelve a su país, se casa y esperemos que sea muy feliz. Todo termina bien.