—Menos para mí —murmuró Sarah para sí.
Lo dijo en voz tan baja, que sólo Poirot lo oyó. El detective meneó la cabeza suavemente.
—Se equivoca usted al decir eso, mademoiselle Sarah. Ha ganado usted experiencia. Toda experiencia es valiosa. Le profetizo que le espera una vida de completa felicidad.
—Eso lo dice usted —dijo Sarah.
—Pero oiga, monsieur Poirot —Colin tenía el entrecejo fruncido—. ¿Cómo se enteró usted de la comedia que íbamos a representar?
—Mi profesión consiste en enterarme de las cosas —repuso Hércules Poirot, retorciéndose el bigote.
—Sí, pero no veo cómo pudo enterarse. ¿Se chi... se lo dijo alguien?
—No, no; nadie me lo dijo.
—¿Entonces cómo? Díganoslo.
—No, no —protestó Poirot—. No, no. Si os digo cómo llegué a esa conclusión, no le vais a dar ninguna importancia. ¡Es como cuando un prestidigitador muestra cómo hace sus trucos!
—¡Díganoslo, monsieur Poirot! ¡Ande! ¡ Díganoslo, díganoslo!
—¿De verdad queréis que os resuelva este último misterio?
—Sí, ande. Díganoslo.
—¡Ay, creo que me es imposible! ¡ Os vais a llevar una desilusión tan grande!
—Vamos, monsieur Poirot, díganoslo. ¿Cómo se enteró usted?
—Pues veréis. Estaba sentado el otro día en una butaca, junto a la ventana de la biblioteca, reposando después de tomar el té. Me quedé dormido y, cuando me desperté, estabais discutiendo vuestros planes por el lado de fuera de la ventana, muy cerca de mí, y la ventana estaba abierta.
—¿Eso es todo? —exclamó Colin, decepcionado— ¡Qué fácil!
—¿Verdad que sí? —dijo Hércules Poirot, sonriendo—. ¿Lo veis? Estáis decepcionados.
—Bueno —se consoló Michael—. Por lo menos ya lo sabemos todo.
—¿Sí? —murmuró Poirot, como para sí—. Yo no. Yo, que tengo que saber cosas, no lo sé todo.
Salió al vestíbulo, meneando ligeramente la cabeza. Quizá por vigésima vez, sacó del bolsillo un trozo de papel bastante sucio. «No coma nada del pudding de ciruelas. Una que le quiere bien.»
Hércules Poirot meneó la cabeza en actitud pensativa. Él, que podía explicarlo todo, ¡no podía explicar aquello! Era humillante. ¿Quién lo había escrito? ¿Por qué lo había escrito? Hasta que lo averiguara, no tendría un momento de tranquilidad. De pronto salió de su ensimismamiento y percibió un extraño sonido entrecortado. Bajó vivamente la vista. En el suelo, atareada con un aspirador de polvo y un cepillo, estaba una criatura de pelo rubio muy pálido, con una bata de flores. Miraba fijamente el papel, con unos ojos muy grandes y muy redondos.
—¡Ay, señor! —-dijo esta aparición—. ¡Ay, señor! ¡Por favor, señor!
—¿Y usted quién es, mon enfant? —preguntó Poirot alegremente.
—Annie Bates, señor, para servirle. Vengo a ayudar a la señora Ross. No quería, señor, no quería hacer... hacer nada que no debiera hacer. Lo hice por su bien, señor. Por su bien.
En el cerebro de Poirot se hizo la luz. Extendió el brazo que sostenía el sucio trozo de papel.
—¿Escribió usted esto, Annie?
—No quería hacer ningún daño, señor. De verdad que no.
—Claro que no, Annie —Poirot le sonrió—. Pero cuénteme. ¿Por qué escribió usted eso?
—Pues, señor, fueron esos dos. El señor Lee-Wortley y su hermana. Claro que no era su hermana, estoy segura. ¡Ninguna de nosotras lo creyó! Y no estaba nada enferma. Todas nos dimos cuenta. Pensamos... pensamos todas, que allí había algo raro. Se lo voy a decir en dos palabras, señor. Estaba yo en el baño de ella, poniendo las toallas limpias, y escuché en la puerta. Él estaba en la habitación de ella y estaban hablando. Oí lo que decían como le oigo ahora a usted. «Ese detective», estaba diciendo él, «ese tal Poirot que va a venir. Tenemos que hacer algo. Tenemos que quitarle de en medio lo antes posible.» Y entonces él, de un modo desagradable y siniestro, bajando la voz, le dijo: «Dime, ¿dónde lo has puesto?» Y ella le contestó: «En el pudding.» Ay, señor, el corazón me dio un salto tan grande que creí que nunca más me iba a volver a latir. Creí que querían envenenarle con el pudding. ¡No sabía lo que hacer! La señora Ross no se para a escuchar a las de mi condición. Entonces se me vino a la cabeza la idea de escribirle un aviso. Y lo escribí y se lo puse en la almohada, para que lo viera al ir a acostarse.
Annie se calló sin aliento. Poirot la observó gravemente durante unos momentos.
—Me parece, Annie, que ve usted demasiadas películas sensacionalistas —dijo por último—. ¿O es la televisión la que la afecta? Pero lo importante es que tiene usted buen corazón y cierto ingenio. Cuando vuelva a Londres le mandaré a usted, un regalo.
—Ay, gracias, señor. Muchas gracias, señor.
—¿Qué quiere usted que le regale, Annie?
—Cualquier cosa que quiera el señor. ¿Puedo pedir cualquier cosa?
—Dentro de unos límites razonables, sí—repuso Hércules Poirot con prudencia.
—Ay, señor, ¿me podría regalar una polvera? Una polvera elegante, de esas que se cierran de golpe, como la que tenía la hermana del señor Lee-Wortley, que no era su hermana.
—Sí —concedió Poirot—. Sí. Creo que eso podrá arreglarse.
Quedó pensativo un instante y después musitó:
—Es interesante. Estaba el otro día en un museo, observando unos objetos de Babilonia o de uno de esos sitios, de hace miles de años, y entre ellos había unos estuches para cosméticos. El corazón de la mujer no cambia.
—¿Cómo dice, señor? —preguntó con gran interés Annie.
—Nada —dijo Poirot—. Estaba reflexionando. Tendrá usted su polvera, hija mía.
—¡Ay, muchas gracias, señor! ¡Muchísimas gracias, señor!
Annie se alejó, extática. Poirot la miró, meneando la cabeza con satisfacción.
«¡Ah! —se dijo—. Ahora me voy. Ya no queda nada que hacer aquí.»
Un par de brazos le rodearon los hombros inesperadamente.
—Si se pone usted justo debajo del muérdago... —dijo Bridget.
Hércules Poirot se divirtió. Se divirtió muchísimo. Pasó unas Navidades estupendas.
[1] Especie de petardos, envueltos en papel de color y que contienen un pequeño regalo, como un sombrero de papel.
[2] Alusión a la creencia popular de que los que se besan debajo del muérdago se casan.