Éstos eran los hechos, que de hacerse públicos traerían las más desastrosas consecuencias. El rubí no era una joya como otra cualquiera, sino una prenda histórica de gran valor y, de conocerse las circunstancias de su desaparición, las consecuencias políticas serían gravísimas.
El señor Jesmond no era capaz de expresar estos hechos en lenguaje sencillo. Lo envolvió en complicada verbosidad. Hércules Poirot no sabía con exactitud quién era el señor Jesmond. Había encontrado muchos señores Jesmond en el transcurso de su profesión. No se especificó si tenía relación con el Ministerio del Interior, con el Ministerio de Asuntos Exteriores o con alguna rama más discreta del servicio público. Obraba en interés de la Comunidad Británica. Había que recuperar el rubí.
Insistió con delicadeza que monsieur Poirot era el hombre indicado para recuperarlo.
—Quizá... sí, puede que sí —concedió Hércules Poirot—. Pero me dice usted tan poco... Sugestiones, sospechas... no es mucho eso para basarse.
—¡Vamos, monsieur Poirot, no me diga que es demasiado para usted! ¡Vamos, vamos!
—No siempre tengo éxito.
Pero esto no era más que falsa modestia. El tono de voz de Poirot dejaba entrever claramente que para él encargarse de una misión era casi sinónimo de finalizarla con éxito.
—Su Alteza es muy joven —advirtió el señor Jesmond—. Sería muy triste que toda su vida quedase arruinada por una simple indiscreción de juventud.
Poirot miró con expresión de benevolencia al alicaído joven.
—Es la época de hacer locuras, cuando se es joven —dijo en tono alentador—, y para un hombre corriente no tiene la misma importancia. El buen papá paga, el abogado de la familia desenreda el embrollo, el joven aprende con la experiencia y todo termina bien. En una posición como la suya es muy grave. Su próximo matrimonio...
—Eso es. Eso mismo —eran las primeras palabras que salían con fluidez de la boca del joven—. Ella es una persona muy seria. Toma la vida demasiado en serio. Ha adquirido en Cambridge ideas muy serias. «Se habrá de educar a mi país.» «Habrá que dotarles de escuelas.» «Han de hacerse muchas cosas allí.» Todo ello en nombre del progreso, ¿me entiende?, de la democracia. No va a ser, dice, como en tiempos de mi padre. Naturalmente, sabe que tengo que divertirme, pero sin escándalo. ¡Escándalo, no! Es el escándalo lo que importa. Este rubí es muy famoso, ¿entiende? Tiene una larga historia tras él. ¡Mucha sangre derramada, muchas muertes!
El señor Jesmond asintió haciendo un ademán con la cabeza.
—Muertes —murmuró Poirot, pensativo. Miró al señor Jesmond y añadió—: Esperemos que la cosa no llegue a esos extremos.
El señor Jesmond hizo un ruido extraño, parecido al de una gallina que hubiera decidido poner un huevo y luego cambiara de idea.
—No, no; claro que no —-dijo con mucha compostura—. Estoy seguro de que no habrá nada de eso, ninguna necesidad de...
—No puede usted estar seguro. Sea quien fuere el que posea el rubí en este momento, puede que haya otros deseosos de apropiárselo y que no se detengan ante pequeñeces, amigo mío.
—De verdad creo innecesario —dijo el señor Jesmond, con mayor compostura aún— que nos metamos en especulaciones de esa clase. Son completamente inútiles.
Poirot pareció de pronto mucho más extranjero al responder:
—Yo considero todas las contingencias, como los políticos.
El señor Jesmond le miró, confuso. Recobrándose, dijo:
--Bueno, entonces decidido, ¿no es así, monsieur Poirot? ¿Va a ir usted a Kings Lacey?
—¿Y cómo explico mi presencia allí? —preguntó Hércules Poirot.
El señor Jesmond sonrió aliviado.
—Eso creo que podrá arreglarse muy fácilmente —dijo—. Le aseguro que arreglaremos las cosas para que su visita no suscite la más mínima sospecha. Verá usted lo encantadores que son los Lacey. Una pareja agradabilísima.
—¿Y no me engaña usted respecto a la calefacción central de petróleo?
—¡No, no, cómo voy a engañarle! —el señor Jesmond parecía muy dolido—. Le aseguro que encontrará usted allí toda clase de comodidades.
—Tout confort moderno —murmuró Poirot para sí, recordando—. Eh bien —dijo, decidiéndose—, acepto.
CAPITULO II
En el largo salón de Kings Lacey se disfrutaba una agradable temperatura de veinte grados. Poirot estaba hablando allí con la señora Lacey, junto a una de las grandes ventanas provistas de parteluces. La señora estaba entretenida con una labor. No hacía petit point ni bordaba flores en seda, sino que se dedicaba a la prosaica tarea de bastillar unos paños de cocina. Mientras cosía, hablaba con una voz suave y reflexiva que Poirot encontraba muy atractiva.
—Espero que disfrute con nuestra reunión de Navidad, monsieur Poirot. Sólo la familia. Mi nieta, un nieto, un amigo del chico, Bridget, mi sobrina nieta, Diana, una prima, y David Welwyn, un viejo amigo nuestro. Una reunión de familia nada más. pero Edwina Morecombe dijo que eso era precisamente lo que usted quería ver: unas Navidades a la antigua usanza. No podría encontrar más a propósito que nosotros. Mi marido está completamente sumergido en el pasado. Quiere que todo siga exactamente igual a como estaba cuando él era un chiquillo de doce años y venía a pasar aquí sus vacaciones —sonrió para sí—. Las mismas cosas de siempre: el árbol de Navidad, las medias colgadas; la sopa de ostras, el pavo..., dos pavos, uno cocido y uno asado, y el pudding de ciruela, con el anillo, el botón de soltero y demás... No podemos meter en el pudding monedas de seis peniques porque ya no son de plata pura. Pero sí las golosinas de siempre: las ciruelas de Elvas y de Carlsbad, las almendras, las pasas, las frutas escarchadas y el jengibre. ¡Oh, perdón, parezco un catálogo de Fortnum y Mason!
—Está usted excitando mis jugos gástricos, señora.
—Supongo que mañana por la noche sufriremos todos una indigestión espantosa. No está uno acostumbrado a comer tanto en estos tiempos, ¿verdad que no?
La interrumpieron unos gritos y carcajadas procedentes del exterior, junto a la ventana. La señora Lacey echó una ojeada.
—No sé qué es lo que están haciendo ahí fuera. Estarán jugando a algo. Siempre he tenido mucho miedo de que la gente joven se aburra con nuestras Navidades. Pero nada de eso; todo lo contrario. Mis hijos y sus amigos solían mostrarse displicentes con nuestro modo de celebrar la Navidad. Decían que era una tontería, que armábamos demasiados barullo, y que era mucho mejor ir a un hotel a bailar. Pero la nueva generación parece que encuentra todo esto de lo más atractivo. Además —añadió con sentido común— los colegiales siempre tienen hambre, ¿no le parece? Yo creo que en los internados los deben tener a dieta. Todos sabemos que un chiquillo de esa edad come aproximadamente tanto como tres hombres fuertes.
Poirot se rió y dijo:
—Han sido muy amables, tanto usted como su marido, al incluirme a mí en su reunión de familia.
—¡Pero si estamos encantados! —le aseguró la señora Lacey—. Y si le parece que Horace se muestra poco afectuoso, no se preocupe, pues es su temperamento.
Lo que su marido el coronel Lacey, había hecho en realidad era muy distinto:
—No comprendo por qué quieres que uno de esos condenados extranjeros venga a fastidiar la Navidad. ¿Por qué no le invitamos en otra ocasión? No trago a los extranjeros. ¡Ya sé, ya sé! Edwina Morecombe quería que lo invitáramos. Me gustaría saber qué tiene esto que ver con ella. ¿Por qué no le invita ella a pasar las Navidades en su casa?
—Porque sabes muy bien que Edwina va siempre al Claridge —había dicho la señora Lacey. Su marido le había dirigido una mirada suspicaz.