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—Está bien —dijo seguidamente David Welwyn—. Sí, vamos.

Diana deslizó una mano por el brazo de David y se volvieron hacia la puerta del jardín. Sarah dijo

—¿Vamos también nosotros, Desmond? Aquí está el aire viciadísimo.

—¿A quién se le ocurre andar? —dijo Desmond—. Sacaré el coche. Vamos al Speckley Boar a tomar una copa.

Sarah vaciló un momento antes de decir:

—Vamos a Market Ledbury, al White Hart. Es mucho más divertido.

Aunque no lo hubiera reconocido por nada del mundo, Sarah sentía una repugnancia instintiva a ir con Desmond a la cervecería local. No estaba dentro de la tradición de Kings Lacey. Las mujeres de Kings Lacey nunca habían frecuentado el Speckley Boar... Tenía la sensación de que ir allí sería ofender al coronel Lacey y a su mujer. ¿Y por qué no?, habría dicho Desmond Lee-Wortley. Exasperada, Sarah pensó que debía saber por qué no. No había por qué disgustar a unas personas tan buenas como el abuelo y la querida Em, sin necesidad. La verdad era que habían sido muy buenos al dejarla vivir su vida, sin comprender en lo más mínimo por qué querría vivir en Chelsea como vivía; pero aceptándolo. Eso, desde luego, se lo debía a Em. El abuelo hubiera armado un alboroto de miedo.

Sarah no se hacía ilusiones respecto a la actitud de su abuelo. El invitar a Desmond a Kings Lacey no había sido idea suya, sino de Em. Em, que era un cielo y siempre lo había sido.

Mientras Desmond iba a sacar el coche, Sarah volvió a asomar la cabeza en el salón.

—Nos vamos a Market Ledbury —dijo— Vamos a tomar una copa al White Hart.

—Está bien, hijita —dijo—; me parece muy buena idea. Ya veo que David y Diana se han ido a dar un paseo. ¡Me alegro tanto! Creo que he tenido una idea verdaderamente genial al invitar a Diana. ¡Es tan triste quedarse viuda tan joven! Veintidós años nada más... Espero que se vuelva a casar pronto.

Sarah la miró vivamente.

—¿Qué te traes entre manos, Em?

—Tengo un pequeño plan —dijo la señora Lacey, alegremente—. Me parece la persona más indicada para David. Ya sé que él estaba enamoradísimo de ti, Sarah, pero tú no quieres saber nada de él y comprendo que no es tu tipo. No quiero que siga sufriendo y creo que Diana le va muy bien.

—¡Qué casamentera te has vuelto, Em! —exclamó Sarah.

—Ya lo sé. Todas las viejas lo somos. Me parece que a Diana le cae ya muy bien. ¿No te parece que es la mujer indicada para él?

—No creo... Me parece que Diana es... no sé, demasiado intensa, demasiado seria. Creo que David se aburriría muchísimo, si se casara con ella.

—Bueno, ya veremos. De todos modos a ti no te interesa, ¿verdad, hijita?

—¡No, qué me va a interesar! —respondió Sarah muy rápidamente. Y añadió con precipitación—: Te gusta Desmond, ¿verdad que sí, Em?

—Es un muchacho de lo más agradable.

—Al abuelo no le gusta.

—Bueno, eso era de esperar, ¿no te parece? —dijo la señora Lacey, con sentido común—, pero creo que llegará a ceder, cuando se haga a la idea. Sarah, hijita, no debes apresurarle. Los viejos somos muy lentos en cambiar de manera de pensar y tu abuelo es muy testarudo.

—No me importa lo que el abuelo piense o diga —afirmó Sarah—. ¡Me casaré con Desmond, cuando me parezca!

—Ya lo sé, hijita, ya lo sé. Pero procura ser realista. Tu abuelo puede dar mucha guerra. Todavía no eres mayor de edad. Dentro de un año puedes hacer lo que se te antoje. Espero que Horace cederá mucho antes de ese tiempo.

—Tú estás de mi parte, ¿verdad, abuela? —dijo Sarah.

Rodeó con sus brazos el cuello de la señora Lacey y le dio un beso cariñoso.

—Quiero que seas feliz —dijo la abuela—. Ahí está tu amigo con el coche. ¿Sabes que me gustan esos pantalones tan estrechos que llevan estos chicos modernos? Resultan tan elegantes..., lo malo es que su estrechez hace que se noten más las piernas torcidas.

Sí, pensó Sarah. Desmond tenía las piernas torcidas. Nunca se había fijado hasta aquel momento...

—Anda, hijita; diviértete —dijo la señora Lacey.

Se quedó observándola mientras se dirigía al coche. Luego, recordando a su invitado extranjero, se encaminó a la biblioteca. Al llegar a la biblioteca vio a Hércules Poirot echando una agradable siestecita y, sonriéndose, cruzó el vestíbulo y entró en la cocina a conferenciar con la señora Ross.

—Vamos, preciosa —dijo Desmond—. ¿Qué, tu familia se ha puesto de malas porque vas a una cervecería? Llevan muchos años de retraso.

—No han hecho ningún aspaviento —replicó Sarah vivamente, entrando en el coche.

—¿A qué viene eso de invitar a ese tipo extranjero? Es detective, ¿verdad? ¿Qué falta hace aquí un detective?

—Pero si no está aquí profesionalmente... —dijo Sarah—. Edwina Morecombe, mi madrina, nos pidió que le invitáramos. Creo que hace mucho que se ha retirado de la profesión.

—Parece tan pasado de moda como un penco de simón.

—Quería ver unas Navidades inglesas a la antigua, creo —explicó Sarah, vagamente.

Desmond se rió con desprecio.

—¡Cuánta patochada! —exclamó—. No me explico cómo puedes resistirlo.

Sarah echó hacia atrás sus cabellos rojos y alzó su barbilla agresiva.

—¡Me encanta! —dijo, retadora.

—Imposible, muñeca. Vamos acabar con todo esto mañana. Vámonos a Scarborough o a cualquier sitio.

—No puedo hacer eso.

—¿Por qué no?

—Les dolería mucho.

—¡Bah, monsergas! Sabes muy bien que no te gusta toda esa sensiblería infantil.

—Bueno, puede que no me guste, pero...

Sarah se calló de pronto. Se dio cuenta, con un sentimiento de culpabilidad, de que estaba deseando celebrar la Navidad. Le encantaba todo aquello, pero le daba vergüenza confesárselo a Desmond. No se estilaba disfrutar de las fiestas navideñas y de la vida familiar. Por un momento deseó que Desmond no hubiera ido a Kings Lacey a pasar las Navidades. En realidad, casi hubiera sido mejor que no viniera ni entonces ni nunca. Era mucho más divertido ver a Desmond en Londres que allí, en casa.

Entretanto, los chicos y Bridget volvían del lago, discutiendo todavía con mucha seriedad los problemas del patinaje. Habían caído algunos copos y, mirando al cielo, era fácil profetizar que no tardaría mucho en caer una gran nevada.

—Va a nevar toda la noche —dijo Colin—. Te apuesto algo a que el día de Navidad por la mañana tenemos dos pies de nieve.

Era una perspectiva muy agradable para ellos.

—Vamos a hacer un muñeco de nieve —dijo Michael.

—¡Dios mío! —exclamó Colin—. Hace que no hago un muñeco de nieve desde..., bueno, desde que tenía cuatro años.

—A mí no me parece nada fácil hacerlo —se lamentó Bridget—. Hay que tener cierta práctica.

—Podíamos hacer una estatua de monsieur Poirot —dijo Colin-—. Ponerle un gran bigote negro. Hay uno en la caja de disfraces.

Michael dijo, pensativo:

—Yo no comprendo cómo monsieur Poirot ha podido ser en su vida un buen detective. No comprendo cómo podía disfrazarse.

—Es cierto —dijo Bridget, no puede uno imaginárselo corriendo por ahí con un microscopio y, buscando pistas o midiendo pisadas.

—Tengo una idea —dijo Colin—. Vamos a representar una comedia para él.

—¿Una comedia? ¿Qué quieres decir? —preguntó Bridget.

—Sí, prepararle un asesinato.

—¡Qué idea más genial! —dijo Bridget—. ¿Quieres decir poner un cadáver en la nieve...?

—Sí. Eso le haría sentir confianza, ¿no os parece?

Bridget soltó una risita.

—No creo que me atreva a ir tan lejos.

—Si nieva —dijo Colin— tendremos el escenario perfecto. Un cadáver y unas pisadas..., tendremos que pensarlo muy bien todo y coger una de las dagas del abuelo y verter un poco de sangre.