—Sí, señor; hecho en casa. Hecho por mí, con una receta mía, tal como lo llevo haciendo desde hace muchos años. Cuando vine, la señora Lacey dijo que encargaría un pudding a una tienda de Londres para ahorrarme trabajo. Pero yo le dije: «No, señora, se lo agradezco mucho, pero no hay pudding de tienda que pueda compararse con el hecho en casa.» Claro —dijo después la señora Ross, animándose con el tema, como una artista que era—, que fue hecho demasiado cerca del día. Un pudding de Navidad como es debido tenía que ser hecho con varias semanas de anticipación y dejarlo descansar. Cuanto más tiempo se conservan, siempre dentro de lo razonable, mejor están. Me acuerdo ahora de que cuando era niña estábamos esperando que en la iglesia, en determinado domingo, se recitase cierta oración, porque esa oración era, como si dijéramos, la señal de que había que hacer los puddings aquella semana. Y siempre los hacíamos. Oíamos la oración del domingo y aquella semana era seguro que mi madre hacía los puddings de Navidad. Y aquí, este año, debía haber sido lo mismo. Pero no se hizo hasta tres días antes, la víspera de llegar usted, señor. Ahora que, en lo demás, seguí con la costumbre antigua. Todos los de la casa tuvieron que venir a la cocina a batir una vez y pedir una cosa. Es una vieja costumbre, señor, y la he conservado.
—Sumamente interesante —dijo Hércules Poirot—. Sumamente interesante. ¿De modo que todos vinieron a la cocina?
—Sí, señor. Los señoritos más jóvenes, la señorita Bridget, el caballero de Londres que ha venido a pasar las fiestas, su hermana, el señorito David y la señorita Diana..., la señora Middleton, mejor dicho... Todos le dieron una vuelta al pudding.
—¿Cuántos puddings hizo usted? ¿Fue éste el único que hizo?
—No, señor. Hice cuatro. Dos grandes y dos más pequeños. El otro grande pensaba ponerlo el día de Año Nuevo y los dos más pequeños para el coronel y la señora Lacey cuando estén, como quien dice, solos, sin tanta familia.
—Comprendo, comprendo.
—En realidad, señor —continuó la señora Ross—, el que comieron ustedes hoy no era el que estaba dispuesto.
—¿Que no era el que estaba dispuesto? —Poirot frunció el entrecejo— ¿Cómo es eso?
—Pues verá, señor. Tenemos un molde grande para Navidad. Un molde de porcelana, con un dibujo de acebo y de muérdago en la parte de arriba, y siempre cocemos el pudding del día de Navidad en ese molde. Pero nos ocurrió una desgracia. Esta mañana, cuando Annie estaba bajándolo del estante de la despensa, resbaló y se le cayó el molde de la mano y se rompió. Como es natural, no podía ponerlo en la mesa. Podía tener dentro trocitos de porcelana. De modo que tuvimos que poner el otro, el del día de Año Nuevo, que estaba hecho en un molde sin dibujo. Sale de muy buen tamaño, pero no es tan decorativo como el molde de Navidad. La verdad es que no sé dónde vamos a encontrar otro molde como aquél. Ahora no hacen cosas de ese tamaño. Sólo hacen cositas como de juguete. Si ni siquiera puede uno comprar un plato de desayuno como es debido, donde quepan de ocho a diez huevos y el tocino. ¡Ah, las cosas no son como eran!
—No, es verdad —dijo Poirot—. Pero hoy no ha sido así. Este día de Navidad ha sido como los antiguos, ¿no es cierto?
—Me alegra oírselo decir, señor, pero no tengo la ayuda que solía tener. No tengo gente eficiente. Las chicas de ahora —bajó ligeramente la voz— tienen muy buena intención y muy buena voluntad, pero no tienen preparación, señor; no sé si me entiende.
—Sí, los tiempos cambian —dijo Hércules Poirot—. A mí también me da pena algunas veces.
—Esta casa, señor, es demasiado grande para los señores —explicó la señora Ross—. La señora bien se da cuenta. El vivir en una esquina como hacen ellos no es lo mismo. Sólo viven, como si dijéramos, por Navidad, cuando vienen todos los de la familia.
—Creo que es la primera vez que ese señor Lee-Wortley y su hermana han venido aquí, ¿no?
La voz de la señora Ross se hizo entonces un poco reservada.
—Sí, señor. Un caballero muy agradable, pero... vaya, no parece un amigo muy apropiado para la señorita Sarah, según nuestras ideas. ¡Claro que en Londres hay otras costumbres! Es una pena que su hermana esté tan mal de salud. Le han hecho una operación. El primer día que estuvo aquí parecía que estaba bien, pero aquel mismo día, después de batir los puddings, se volvió a poner mala y desde entonces ha estado siempre en la cama. ¡Seguro que se habrá levantado demasiado pronto, después de la operación! ¡Ay, estos médicos de ahora le echan a uno del hospital cuando casi no puede uno sostenerse en pie! La mujer de mi sobrino...
Y la señora Ross se metió en una larga y animada relación del tratamiento recibido por sus parientes en los hospitales, comparándolo desfavorablemente con la consideración que habían tenido con ellos en otros tiempos.
Poirot hizo los oportunos comentarios de condolencia.
—Sólo me queda —dijo— darle las gracias por esta exquisita y suculenta comida. ¿Me permite una pequeña muestra de mi agradecimiento?
Un billete nuevo de cinco libras pasó de su mano a la de la señora Ross, que dijo por pura fórmula:
—No debía usted hacer esto, señor.
—Insisto. Insisto.
—Bueno, señor, pues muchas gracias —La señora Ross aceptó el tributo como homenaje merecido—. Le deseo, señor, unas felices Pascuas y próspero Año Nuevo.
CAPITULO V
EL final del día de Navidad fue muy parecido al final de la mayoría de los días de Navidad. Se encendió el árbol y a la hora del té se sirvió una espléndida tarta de Navidad, que fue recibida con elogios, pero de la que se comió moderadamente. A última hora se sirvió una cena fría.
Poirot y sus anfitriones se fueron temprano a la cama.
—Buenas noches, monsieur Poirot —dijo la señora Lacey—. Espero que se haya divertido.
—Ha sido un día maravilloso, señora. Maravilloso.
—Parece que está usted muy pensativo —añadió la señora Lacey.
—Estoy pensando en el pudding de Navidad.
—¿A lo mejor lo encontró usted un poco pesado? —preguntó la dama con delicadeza.
—No, no. No hablo gastronómicamente. Estoy pensando en su significado.
—Desde luego, es una tradición —dijo la señora Lacey—. Bueno, buenas noches, monsieur Poirot, y no sueñe demasiado con puddings de Navidad y empanadas de frutas secas.
—Sí —murmuró Poirot para sí, mientras se desnudaba—. Ese pudding es un problema. Hay algo aquí que no comprendo en absoluto —meneó la cabeza con irritación—. Bueno, ya veremos.
Después de algunos preparativos, Poirot se acostó, pero no se durmió.
Unas dos horas más tarde, su paciencia fue recompensada. La puerta de su dormitorio se abrió muy suavemente. Sonrió para sí. Estaba sucediendo lo que él esperaba que sucediera. Recordó fugazmente la taza de café que Desmond Lee-Wortley le había ofrecido con tanta cortesía. Poco después, aprovechando que Desmond estaba de espaldas, Poirot había dejado la taza unos segundos sobre la mesa. Luego, al parecer, había vuelto a cogerla y Desmond había tenido la satisfacción de verle beber hasta la última gota de café. Una sonrisita subió al bigote de Poirot al pensar que no era él, sino otra persona, quien estaba durmiendo profundamente aquella noche.