– Capitán, ¿me escucháis? ¿Por qué no estabais allí? ¿Por qué, capitán? ¿Por qué?
Contuvo la respiración y esperó. Esperó largamente una respuesta. No obtuvo ninguna.
El hombre a quien el joven llamaba capitán yacía boca abajo. Le habían atado las manos a la espalda, apretando tanto las tiras de cuero, que ni siquiera podía mover los dedos. En todo caso, no sentía si se movían o no. El herrero había ajustado unos grilletes a sus tobillos, remachándolos bajo la vigilancia del castellán. La cadena que unía ambos grilletes colgaba de un garfio de la pared, tan alto que las rodillas del capitán quedaban un palmo sobre el suelo. Él se había arrastrado hacia atrás, hacia la pared, hasta que pudo apoyar las rodillas, de modo que, por lo menos, los grilletes ya no le cortaban los tobillos. Estaba quieto, respirando por la boca, intentando moverse lo menos posible. Estaba despierto. Había escuchado claramente la pregunta del joven. Estaba despierto y lúcido. Era una buena pregunta, buena y maldita. Pero ¿qué podía contestar? ¿Qué podía saber el joven? Era un niño, catorce años apenas. No comprendería. Además, ¿qué sentido tenía dar largas explicaciones?
Había salido del castillo por la noche. Nada más comenzar la primera guardia nocturna, el viejo Aznar, que hacía la ronda con perros en la palizada exterior, le había abierto la portezuela de escape de la parte trasera de los establos, y, a cambio de medio penique de plata, el capitán lo había convencido de que lo dejara entrar por el mismo lugar a la mañana siguiente, justo antes del amanecer. No era la primera vez que se escabullía del castillo. No había motivos para temer nada. Era época de cosechar el trigo, no época de ataques. ¿Quién podía osar atacar el castillo, con su dotación de quince hombres, sin contar a los dos infanzones y sus mozos?
Aunque estaba el asunto del afilador de espadas, Mafumate de Coimbra. Cada año, hacia el final de la época de cosechas, aparecía en el castillo: un mozárabe pequeño y simpático, conocido por todas partes en las montañas, a lo largo de todo el Mondego, hasta más allá de Guarda.
«Ningún hombre en Andalucía tiene una meada tan buena para pulir aceros como Mafumate de Coimbra», éste había sido siempre su lema.
Siempre se quedaba dos días en el castillo. Se instalaba en el patio, afilaba todas las espadas, cuchillos y tijeras, contaba chismes de los pueblos vecinos y vendía baratijas a las criadas. Hasta la dueña lo recibía regularmente en el salón.
Esta vez no había venido. En su lugar había aparecido, dos días atrás, un nuevo afilador, con el asno y la mesa de afilar del viejo Mafumate. El afilador había callejeado por el pueblo, presentándose a los campesinos como hermano de Mafumate. El viejo estaba enfermo; él, su hermano, tenía otra ruta, y pasaría por el castillo en el camino de regreso. Nadie había albergado sospechas.
Y también estaba el aviso de los pastores del norte, que podían divisar toda la gran llanura que se extendía hacia el Oeste. Pero los pastores habían enviado como mensajero al ordeñador más imbécil, y, además, aquél era ya el quinto aviso de ese verano. Esos imaginaban una tropa de jinetes forasteros tras cada nube de polvo. En el castillo ya nadie los tomaba en serio. Tampoco esta vez.
Así pues, el capitán se había marchado a la finca, dispuesto a desplumar a aquella pajarita. Era una de las jóvenes sirvientas, algo de una divina belleza. El capitán había visto cómo había crecido, y, esa tarde, mientras llevaban los caballos a la recua, de pronto se había dado cuenta de que la chica ya había pasado por los primeros escarceos y, además, parecía saber bien qué tesoro llevaba entre las piernas. Él, naturalmente, se había puesto a jugar al gallo en celo, y ella se había mostrado muy dispuesta a entrar en el juego. Primero se había hecho la jovencita tímida y remilgada, soltando risitas vergonzosas, y, finalmente, había insinuado dónde podría encontrársela esa noche. La cama estaba hecha, o, en todo caso, eso era lo que había imaginado el capitán.
Pero luego él se había acercado al establecimiento cerrado, había rascado y carraspeado, y había entonado su canción, y ella, desde el interior, le había dado esperanzas y lo había detenido, se había mostrado caliente y fría, hasta que finalmente el capitán se había dado cuenta de que todas las muchachas de la habitación tenían la oreja pegada a las grietas de la pared.
Después el capitán había pasado una hora junto al foso del Castillo, arrojando piedrecitas para que el viejo Aznar lo dejara entrar, y, al no obtener respuesta, se había emborrachado en el granero. Había bebido a más no poder, hasta vaciar el odre.
Le habían hecho ver que se había vuelto un saco viejo. La pequeña bestezuela se lo había dado a entender muy claramente, y tenía razón: se había hecho viejo. Demasiados días sobre la silla de montar, demasiadas noches sobre el suelo desnudo, demasiados dientes caldos, demasiado pelo dejado en el yelmo. Y luego se había desmayado en el henil. Había pasado todo el ataque simplemente durmiendo. Eso era todo. Esa era toda la verdad.
Volvió la cabeza y tosió para aclararse la garganta.
– Escucha, muchacho -dijo en voz baja a la oscuridad-, te diré dónde estaba. Pero guárdatelo para ti, ¿está claro?
Del lugar donde se encontraba el joven se oyeron salir susurros de paja y rechinar de cadenas.
El capitán bajó la voz, haciendo de ella un murmullo apenas audible.
– Estaba en el pueblo; con una mujer, ya sabes.
Hizo una pausa, dando tiempo para que el joven digiriera la noticia.
– Entiendo -dijo el muchacho seriamente-. Entonces no habéis oído gritar al viejo Aznar.
– Exacto. No me enteré hasta que empezaron a sonar las campanas. Y para entonces ya era demasiado tarde.
El capitán esperó durante unos molestos instantes a que el joven le hiciera más preguntas. Pero no llegó ninguna más.
Claro que había oído gritar al viejo Aznar. Cómo no iba a haberlo oído, si el viejo había gritado como un cerdo ante su verdugo. En algún momento, esos alaridos bestiales se habían abierto paso en su profundo sueño; el capitán había despertado y había creído realmente que estaban degollando al cerdo para la noche, para la gran comilona que habría en el salón. Había oído gritar y gritar, y se había preguntado por qué no lo remataban, por qué no terminaban de una vez de cortarle el pescuezo al pobre animal. Después había oído campanas, pero no había imaginado que se trataba de una alarma, sino que estaban llamando a misa, y se había preguntado por qué habrían degollado a un cerdo justo en el momento en que empezaba la misa. Tardó un buen rato en comprender que todo aquello no encajaba. Y sólo entonces estuvo completamente despierto.
Se había arrastrado hasta la trampilla del granero; se había dejado caer sobre el montón de paja que había abajo; se había levantado trabajosamente, cogiéndose de un poste; había conseguido ponerse de pie; había conseguido por fin entreabrir los ojos; había abierto de un golpe la puerta del establo… y no había visto nada más. Nada más que una brillante claridad, que le cayó en los ojos como un rayo.
Ése había sido el peor momento. Estaba tan consciente, que se había enterado de todo; había escuchado los gritos de los hombres, las órdenes, el traqueteo de cascos de caballos, los furiosos ladridos de los perros, la poderosa voz de la dueña gritando: «¡Dónde está el maestro armero! ¡Dónde está ese cerdo borracho que tenemos por capitán! ¡Lo haré colgar de los pies hasta que la sangre le salga por los ojos!». El capitán lo había oído todo claramente. Su instinto le había dicho que el castillo estaba en peligro, y se había quedado allí, indefenso como un ciego, con la mano en las puertas del establo, y había esperado hasta poder levantar un poco los párpados y volver a ver algo. Las puertas del castillo abiertas de par en par, los hombres a caballo, el capellán girando cómo un buitre en torno a Aznar, que se retorcía en el suelo. Al instante estuvo sobrio, con la cabeza despejada. No más velos, no más espesa niebla en el cerebro. Entonces había echado a correr, primero hacia el viejo Aznar. Con una ligera torsión había arrancado la flecha que Aznar tenía clavada en la columna, a tan sólo un grano de cebada de profundidad. El viejo había dejado de gritar en ese mismo momento, haciendo que de pronto reinara un inquietante silencio. Luego, Regín el Largo había montado, como siempre el último, y se había golpeado contra la viga de la puerta. El capitán todavía tenía el ruido del golpe en el oído, y se le revolvía el estómago con sólo recordarlo. A continuación, el joven había salido al galope con el enorme jamelgo de Regín y su larguísima lanza. El capitán había corrido tras él, dándole voces, y había visto cómo la lanza lo sacaba de la silla y lo levantaba por los aires como a una pluma.