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La afortunada llegada del barco había sido el pretexto para la fiesta, y bien era cierto que no pocos de los convidados tenían motivos para celebrar. Algunos habían mandado traer sus propios cargamentos en el barco de Ibn Mundhir; otros habían participado directamente en la empresa, compartiendo los riesgos. Todos habían ganado, y el estado de ánimo que cada uno mostraba parecía un reflejo de la cuantía de sus ganancias.

La mayoría de los convidados eran, como el propio anfitrión, comerciantes; entre ellos se hallaban los más importantes mayoristas del bazar, algún que otro gran tujjar, banqueros y cambistas, un wakil que, como agente mercantil, representaba a los principales comerciantes de Alejandría y al-Mahdiyya y dirigía una gran lonja en Cartagena, un joyero desmesuradamente obeso y dos miembros de la nobleza de la ciudad, el muhtasib y el sahib ash-shurta. Muy pocos eran los que no pertenecían a la clase alta murciana; entre éstos, el ajedrecista, un gigantesco pelirrojo de piel muy blanca, que había echado dentro de sí enormes cantidades de vino y ahora, borracho, había empezado a recitar versitos obscenos, y un hombre serio de la edad de Ibn Ammar, de rostro marcado por el sol y la viruela y apariencia de timonel de barco, que era sobrino y sabí de Ibn Mundhir, uno de los jóvenes a los que éste había ocupado en el comercio de ultramar.

Ibn Ammar sentía que el vino se le estaba subiendo a la cabeza. Los dos jóvenes sirvientes, ataviados con vestiduras de seda a rayas azules y blancas, corrían rápida y sigilosamente de un lado a otro, trayendo nuevas bebidas, rellenando las copas, ofreciendo a los invitados almendras con miel, nueces y pasteles, llenando los incensarios, limpiando las lámparas de aceite. Los músicos de la balaustrada cambiaron de instrumentos y empezaron a tocar una sonora tushiya con un estridente violín que atormentaba los oídos. Ibn Ammar notó que, a pesar de la fuerte música, se estaba quedando dormido. Con una oreja oía a su derecha la voz penetrante del obeso joyero, que hacía ya un buen rato había entablado conversación con el sabí e intentaba sonsacarle sus experiencias. El sabí había escoltado al mercante llegado a Cartagena tres semanas atrás. Había estado en la India por encargo de Ibn Mundhir, y, como siempre que alguien recién llegado de la India entraba en una conversación, la charla había derivado inevitablemente hacia aquella costumbre que prescribía a los hindúes quemar a la esposa tras la muerte del marido. El joyero estaba sediento de detalles.

– No -dijo el sabí con el tono ligeramente hastiado de un joven que tiene la cortesía de responder a todas las preguntas-. No, no queman a todas las viudas; eso sólo se acostumbraba entre las clases altas, entre las familias distinguidas.

– No -volvió a responder el sabí-. No están obligadas. Deben decidir libremente; pero si se niegan, se toma como una deshonra y en el futuro son despreciadas por sus familias y tienen que realizar los trabajos más abyectos.

– Sí -dijo-, las queman vivas.

Sí, él mismo lo había visto. Y, de mala gana, empezó a contar:

– En el caso que yo presencié, se trataba de las tres mujeres de un alto funcionario del palacio de Dahbattán, en la costa Malabar. El hombre había muerto de una mordedura de serpiente. Los tres días siguientes a su muerte, las mujeres tuvieron la casa abierta a todos, ofreciendo comida, bebida y música; recibieron a sus parientes como si quisieran despedirse del mundo a lo grande. A la mañana del cuarto día les trajeron tres caballos y las mujeres montaron, cargadas de joyas, con trajes magníficos y muy perfumadas. Cada una llevaba un coco en la mano derecha, y en la izquierda un espejo donde se miraba. Las acompañaban todos los parientes, además de muchos brahmanes y músicos con tambores, cuernos y trompetas. La gente decía: «¡Saludad a tal y tal, a mi padre, a mi amo!». Y las mujeres contestaban sonriéndoles: «Sí… sí».

»Yo y algunos amigos seguimos el cortejo a caballo, a lo largo de unas tres millas, hasta el oscuro fondo de un valle surcado por muchas corrientes de agua. Entre unos árboles muy altos y espesos se erguían cuatro construcciones abovedadas con ídolos de piedra como adorno. En el centro había un estanque, tan estrechamente rodeado por árboles, que los rayos del sol no podían penetrar hasta él. Parecía un valle salido del mismísimo infierno, Dios nos guarde.

»Las mujeres se quitaron las joyas y los vestidos junto al estanque y lo repartieron todo entre los pobres, como limosna; después se bañaron y volvieron a vestirse con toscas telas de algodón según la costumbre del país, ciñéndose algunas alrededor de las caderas y empleando otras para cubrirse la cabeza y los hombros.

»Entre tanto, ya se habían encendido las hogueras en una depresión del terreno cercana al estanque. La leña fue rociada con aceite de sésamo y las llamas empezaron a prender. Quince hombres estaban preparados para avivar el fuego con montones de leña menuda, y, a su lado, otros diez cargaban largas varas de madera. Los músicos se habían colocado a un lado. Todos estaban esperando la llegada de las mujeres.

»Las hogueras mismas estaban ocultas tras una cortina sujeta por algunos hombres, cuyo objeto era, al parecer, ahorrarles a las mujeres la visión de las llamas. Cuando la primera mujer llegó hasta la cortina, de un tirón se la arrancó de las manos al hombre que tenía más cerca y dijo: "¿Para qué es esto? ¿Crees que no sé cómo es el fuego? ¡Quita de en medio!". Lo dijo sonriendo, imperturbable.

»Luego se puso las manos sobre la cabeza y se arrojó al fuego. En ese mismo instante los tambores, cuernos y trompetas empezaron a hacer un ruido ensordecedor y los hombres que tenían las varas de madera empujaron a la mujer hacia las brasas, mientras los otros le echaban encima montones de leña menuda. Me parece que las otras dos mujeres cayeron al fuego de la misma manera, pero no puedo jurarlo. Los gritos de la gente eran tan penetrantes, y yo mismo me sentía tan mal, que apenas podía mantenerme sobre la silla. Nunca más he asistido a una ceremonia semejante.

Los músicos habían terminado la tushiya y ahora interpretaban una melodía más alegre y ligera que, desde sus primeras notas, recordó a Ibn Ammar con mágica intensidad la época pasada en Silves. El poeta se recostó y cerró los ojos. Acudieron a su mente imágenes de un parque silencioso e inundado de luz, recuerdos de templadas noches de primavera en los rosales del palacio del gobernador, del aroma de las violetas y del perfume dulzón de las flores de los almendros, recuerdos de la luz plateada de la luna sobre la superficie de los estanques y del murmullo de los arroyos, recuerdos de los ágiles pasos de las muchachas en el jardín en flor alrededor del quiosco, de su respiración acelerada después del baile, de sus rostros encendidos, sus alegres risitas cuando entraban en los estanques con los pies desnudos y se salpicaban hasta que la finísima seda de sus vestidos se pegaba a ellas como una segunda piel y, en solazoso pánico por su desnudez, huían al quiosco. Buenos tiempos aquellos pasados en Silves con el príncipe, ajeno a toda preocupación.

Ahora la voz del sabí llegaba a Ibn Ammar muy apagada, como desde muy lejos. Seguían hablando de los hindúes: que si allí los infieles adoran a las vacas como a seres sagrados, que si beben como medicina la orina de las vacas, que si a quien mata una vaca aguarda tal o cual castigo… ¿Castigo a quién? ¿Por qué? Las voces eran cada vez más vagas, perdían su sentido, eran ya sólo un ruido molesto en los oídos de Ibn Ammar, que estaba a punto de quedarse dormido cuando, de repente, la música se interrumpió y el murmullo de voces cesó. Ni un solo sonido, únicamente el suave chapoteo del surtidor. Ibn Ammar abrió los ojos y vio que Ibn Mundhir, el anfitrión, se había levantado de su asiento y había salido de la galería, tambaleándose un poco, pensó Ibn Ammar, pero podía ser una ilusión, achacable quizá al rielar de las lámparas.