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– ¿Fuiste tú quien compró a la qayna? Tú la trajiste de Alejandría. -Vio de reojo que el sabí se levantaba bruscamente.

– ¿Por qué lo dices?

– Era sólo una pregunta -dijo Ibn Ammar en tono conciliador.

– ¿Por qué quieres saberlo? -preguntó bruscamente el sabí. De repente parecía estar otra vez sobrio.

– El hombre que la ha comprado tiene buen gusto -contestó Ibn Ammar.

El sabí lo miraba con tal expresión de furia en los ojos que parecía a punto de saltar sobre él.

– ¿Cómo lo sabes?

– Lo sé -dijo tranquilamente Ibn Ammar-. Ella es muy hermosa. Su voz, su modo de bailar, su modo de moverse; todo tiene un encanto extraordinario. -Hizo una pausa para luego continuar, sin dar un énfasis especial a la frase-: Me pregunto qué piensa hacer con ella Ibn Mundhir. A mi juicio, no es uno de esos hombres que al llegar a cierta edad se gastan el dinero en mujeres jóvenes.

El sabí entornó los ojos.

– ¡A ti qué te importa! -dijo groseramente y volvió el rostro, clavando la mirada en algún punto frente a él.

Esta vez Ibn Ammar estuvo seguro de que no tenía ningún sentido seguir insistiendo. Esperó un momento antes de levantarse, y, al empezar a andar, dijo suavemente por encima del hombro:

– «El amor juega con mi corazón como el gato con el ratón», dice Abú Nuwas.

No esperó una respuesta. Caminó a lo largo de la galería sin saber qué hacer, hasta que llegó al lado opuesto. Se hallaba solo. Los pocos convidados que aún quedaban estaban sentados alrededor del quiosco, cerca de los tres músicos, que, incansables, seguían tocando para ellos. La luna se había puesto, y el cielo ya mostraba en el este el resplandor del nuevo día. Ibn Ammar se sentía contento de estar solo.

Al pasar junto a la puerta que conducía a las alas laterales de la casa, escuchó de repente una voz susurrante que lo llamaba por su nombre:

– ¡Muhammad! ¡Muhammad ibn Ammar!

El poeta se quedó paralizado, como si al andar se hubiera estrellado contra una pared de cristal. La voz era de mujer. Ibn Ammar pensó en la qayna, pero en seguida descartó la idea. No, esta voz era más profunda, más oscura, era la voz de otra mujer. ¿Quién era? ¿Quién podía ser? ¿Quién en el harén de esa casa podía conocerlo? Pues no cabía duda de que el ala lateral pertenecía a la parte cerrada de la casa, como probablemente también la terraza, a la que se habría permitido la entrada sólo con motivo de la fiesta y no sin antes cerrar con pesadas tablas todas las puertas y ventanas que daban a ella. Ibn Ammar volvió lentamente la cabeza. Le pareció ver un movimiento al otro lado de las rejas de una ventana. Había alguien tras la ventana. Y allí estaba otra vez la voz, ahora completamente clara:

– ¿Eres Ibn Ammar, de Sevilla? ¿Muhammad ibn Ammar, el poeta? ¡Dime si eres tú!

– Sí -susurro él-, soy yo.

Seguía paralizado, y veía a través de la apretada reja un ojo dirigido hacia él. Estaba a punto de retroceder un paso para acercarse más a la ventana cuando una voz fuerte y balbucearte lo llamó al tiempo que un brazo se levantaba junto al quiosco. El que lo reclamaba era el ajedrecista:

– ¡Eh, poeta, ven a hacernos compañía!

Ibn Ammar no podía quedarse allí más tiempo.

– Dame una señal -dijo susurrando a la ventana-. ¡Dame noticias!

Al alejarse, vio cómo una cortina caía tras la ventana.

6

SABUGAL
VIERNES 8 DE AGOSTO, 1063
10 SHABÁN, 455 // 10 DE ELUL, 4823

El capitán escuchaba conteniendo la respiración. Del adarve volvía a llegar el sonido de los pasos de los centinelas y los jadeos de los perros. Debía de ser el cambio de guardia; ya era la hora.

El cobertizo del antepatio, en el que estaba encerrado con el joven, se levantaba junto a la palizada exterior. El adarve pasaba sobre el tejado del cobertizo y terminaba en la torre norte, que era la fortificación angular del castillo. El orden de vigilancia prescribía que el centinela del adarve exterior esperara en la torre norte hasta que el centinela encargado de la ronda interior le hiciera una señal desde lo alto de la torre. Entonces volvía a empezar el recorrido, hasta encontrarse nuevamente con el otro centinela, en el extremo opuesto del adarve. En cada ronda pasaba dos veces sobre el cobertizo.

El capitán escuchaba los pasos, que se acercaban aprisa. Un nuevo centinela; podía distinguirse claramente. Era el relevo, la tercera guardia de la noche. Pero, ¿era Diego, el Gallego? Diego era lento, arrastraba los pies. En cambio, el centinela de allí arriba parecía ágil y enérgico, y era rápido, pues ya estaba en el tejado del cobertizo. Ya no había tiempo para largas consideraciones, no había tiempo para la cautela. Era la última oportunidad. Ahora, tras el inicio de la tercera guardia nocturna, sólo quedaban dos horas; después el cielo estaría tan claro que el centinela de la torre advertiría cualquier movimiento en el suelo. Entonces sería ya demasiado tarde.

Esperó a que el centinela estuviese justo encima de él.

– ¡Diego! -llamó en voz baja.

Escuchó que el joven se levantaba de golpe y se ponía en pie. La cadena de los pies se arrastraba ruidosamente.

– ¿Qué pasa? -preguntó el joven.

– ¡Nada! ¡Estate quieto! -susurró el capitán. Arriba, los perros gimotearon suavemente y, un momento después, los pasos volvieron a alejarse en dirección a la torre norte.

– ¿Ha dicho algo? ¿Qué ha dicho? -preguntó el joven muy nervioso.

– Nada -respondió el capitán-. No he dicho nada.

De pronto se encontraba muy cansado. Estaba inmóvil, y sentía que su cuerpo se enfriaba y que lo invadía el miedo. Estiró los brazos con convulsiva rapidez y cerró los puños. El punzante dolor en las articulaciones, debido a su postura curvada, casi le arrebataba la razón.

Cuando volvieron a oírse los pasos, el capitán estuvo seguro de que el que hacía la ronda no era Diego. Sin embargo, lo intentó. Gritó:

– ¡Eh, oye! ¿Qué te parecerían doce dinares de oro? Doce meticales del mejor oro. ¿Me escuchas? ¿Qué te parecería?

El centinela volvió a detenerse. Guardó silencio un instante, como indeciso. Luego llegó la respuesta:

– ¡Cierra la boca, mierda de perro! -gritó-. ¡Aquí no hay nadie que quiera recibir nada de ti!

El capitán y el joven oyeron que el hombre escupía, daba un tirón a los perros y seguía su ronda con paso sereno. Era el mozo de uno de los infanzones de Guarda.

El capitán apretó la mano alrededor de la navaja de barbero, que una hora antes había logrado sacarse del cinturón con un supremo esfuerzo. Escuchó que el joven tomaba aliento, como si quisiera hacer una pregunta, y que luego contenía la respiración y expulsaba el aire poco a poco, como si no se hubiera atrevido a formularla. Reinaba un completo silencio. El capitán empezó a intentar cortar las ataduras de cuero con la navaja. No quería darse por vencido. No podía darse por vencido. Sabía que sin herramientas era imposible abrir los garfios de los que colgaban sus pies, que el herrero había clavado en la pared con un pesado martillo. Sabía que no tenía cerca ninguna herramienta que pudiera servirle, pero tenía que hacer algo. Si no hacía nada, se volvería loco. Procuró concentrar las pocas fuerzas que aún le quedaban en los dedos que sostenían la navaja. Las correas eran duras y mucho más resistentes de lo que el capitán había pensado. El gran esfuerzo lo hacía temblar. Estaba tan absorto tratando de cortar las correas que no percibió cómo se levantaba la barra que atrancaba la puerta del cobertizo ni cómo se abría un resquicio en la puerta. No se dio cuenta hasta que una ráfaga de aire fresco le dio en la nariz. Vio que una sombra negra se deslizaba al interior del cobertizo y apenas tuvo tiempo de ocultar la navaja en la concavidad de su mano, pues la sombra ya estaba sobre él. De pronto la punta de una bota se le clavó en el costado, un cuchillo se pegó a su garganta y una mano le tanteó la espalda para asegurarse de que las ataduras seguían firmes. Y entonces el capitán escuchó una voz pegada a su oreja: