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Oyó dos débiles toques de respuesta al otro lado del río. Sacó el arco de la aljaba y tensó la cuerda. De repente, Lope sintió surgir dentro de él una temblorosa inquietud, una fiebre suscitada por la cacería, que le hizo recordar tiempos muy lejanos, cuando cazaba lobos al servicio del conde de Foix. Era el mismo sentimiento, extrañamente ambiguo, que lo había embargado en aquel entonces cada vez que intuía el final de una larga cacería, cada vez que, tras semanas de busca y minuciosa preparación, un lobo viejo y experimentado saltaba sobre el cabrito atado en el centro de la trampa. Era un sentimiento de orgullo por el éxito de la caza, pero también un sentimiento de tristeza por su inevitable final. Y un miedo indeterminado al vacío de lo que vendría después.

Llevaba casi tres años tras los hombres del puente. De los trece nudos que hiciera en el extremo de su látigo, había desatado siete: cuatro por el capitán normando y sus hombres; dos por el castellán y su hijo; uno por su mozo, de quien se había encargado otro, matándolo en una pelea en Sepúlveda. Faltaban aún seis hombres, y un séptimo, el condestable, que no había estado en el puente, pero que había sido el jefe de la banda. Cuando el condestable estuviera en sus manos, cogería a los seis que aún faltaban. Y entonces habría terminado por fin esa cacería.

Vio al condestable bajando la ladera del valle. El bayo que montaba tenía el hocico lleno de espuma y se tambaleaba de agotamiento. Cerca de la orilla, el caballo se quedó empantanado en el lodo, e intentó en vano volver a salir. El condestable empezó a darle golpes con las manos y los pies. Era un desalmado; también a sus hombres los trataba con despiadada dureza y crueldad. Gritando, golpeó al caballo con el lado plano de la espada. Pero el animal estaba al limite de sus fuerzas; sólo balanceó la cabeza de un lado a otro, incapaz de defenderse de los golpes, para luego dejarla caer suavemente y no volverse a mover.

– ¡Sire! -gritó Lope-. ¡Sire! -Tuvo que gritar varias veces antes de que el condestable dejara por fin al caballo muerto y se volviera hacia él. Dirigió a Lope una mirada confusa, y en un primer momento no lo reconoció. Debajo del yelmo, su rostro estaba rojo como la carne cruda.

– ¡Un caballo! ¡Necesito un caballo! -gritó el condestable, al tiempo que se dirigía hacia la orilla jadeando y remando con los brazos por el lodo-. ¡Dame tu caballo! ¿Dónde está tu caballo? -gritó, y, sin vacilar, se arrojó al agua, como si no fuera consciente de que el río podía ser peligroso. Se hundió hasta los hombros, y, en ese mismo instante, lo cogió la corriente, arrastrándolo como a una piedra. Volvió a salir a la superficie un trecho más adelante, echando agua por la boca, resoplando y chapoteando contra la superficie del agua. Por un breve instante, pudo mantener los pies firmes en el fondo del río, pero pronto volvió a arrastrarlo la corriente; ya no tenía fuerzas para mantenerse a flote, sus manos se asían al vacío. Y luego volvió a hundirse, sólo sus pies volvieron a emerger, mientras la corriente seguía arrastrándolo río abajo. Llevaba peto, y para cazar se había puesto debajo una coraza de hierro. Había forzado a su caballo hasta reventarlo, y ahora él mismo estaba a punto de perder la vida sólo por aquel principio que le mandaba estar siempre cerca de su señor y preparado para luchar.

Lope metió el arco en la aljaba y corrió dando grandes zancadas, saltando de una isla de hierba a otra, a lo largo de la orilla. Detrás del recodo del río vio el cuerpo inerte emergiendo una vez más del agua, con los pies por delante. En ese lugar, el río se hacía más ancho y llano, y se dividía en dos brazos ante un gran peñasco plano, para volver a unirse treinta pasos más allá en un torrente de cascadas y remolinos. Lope se arrojó entre los arbustos, corrió tan rápido como pudo por el banco de arena, vadeó el río hasta alcanzar el peñasco y consiguió coger el pie del condestable justo antes del primer remolino. Sacó del agua el cuerpo inerte del condestable y, apenas lo tuvo en terreno seco, lo levantó de los pies.

Un chorro de agua le salió de la boca. El condestable se revolvía como un pez en el anzuelo. Volvió en si, tosiendo y escupiendo, se dobló en el suelo, intentando tomar aire con la boca muy abierta. Aún tenía en los ojos el miedo a la muerte, con la que acababa de enfrentarse.

Lope le quitó la espada y el cuchillo, apartó ambos, se acuclilló a su lado y esperó a que volviera a la vida. Escuchaba los gritos con que los cazadores azuzaban a sus caballos por el río, más arriba, y escuchaba el ir y venir de señales de cuerno, apagadas por el intenso rugir del agua.

Cuando el condestable intentó incorporarse, Lope lo cogió del pecho y volvió a empujarlo hacia el suelo.

– Tengo que hacerte unas cuantas preguntas -dijo.

El condestable no se dejó intimidar.

– ¿Qué te pasa, hombre? ¿Qué quieres? ¿Qué preguntas? -increpó.

– Soy yo quien hace las preguntas -dijo tranquilamente Lope, sosteniéndolo contra el suelo-Te he sacado del agua, pero me basta un pequeño empujón para volver a arrojarte. -Sintió que el condestable se ponía tenso bajo su mano-. Llevo tres años buscándote, viejo; eso es lo primero que tienes que saber -dijo, y le explicó por qué lo buscaba. Lo empujó un poco más hacia el borde del peñasco y vio que el miedo se reflejaba en sus ojos. El condestable podía ser muy valiente para luchar, pero frente al agua era un cobarde.

– ¿Por qué me has sacado del agua si deseas mi muerte? -chilló. Estaba hecho un manojo de nervios.

– Quiero saberlo todo, desde el principio -dijo Lope.

– ¿Qué quieres que te diga? ¡Yo no sé nada! ¡Ya ni siquiera recuerdo cómo se llamaban los hombres que envié! -gritó el condestable.

Lope le dijo los nombres.

– El que se llamaba Álvar Pérez te dio la noticia de que el joven conde de Guarda estaba de regreso de Sevilla con su novia mora. ¡De él sí que te acordarás!

– Sé a quién te refieres -respondió el condestable-. Un infanzón venido a menos. ¡No acudió a mi! ¿Por qué supones que acudió a mí? Se dirigió directamente a la gente del rey. Sólo después el rey lo envió a mi señor. -Hablaba precipitadamente, como si temiera que Lope no le diera tiempo suficiente para decir todo lo que quería alegar en su defensa.

– ¿Qué tenía que ver el rey en todo eso? ¿Qué tenía que ver tu señor? -preguntó Lope, contrariado.

– El conde de Guarda era vasallo del rey. Intentó casar a su hijo con una hija del señor de Sevilla sin pedir la aprobación del rey, sin pagar las sumas habituales y sin permiso de su señor. El rey había prometido a mi señor el dominio sobre todos los condes del Duero. Le había prometido el Condado de Portocale y Guimaraes, apenas éste quedara libre. Lo único que estaba haciendo era velar por sus derechos como futuro señor.

Lope estaba tan desconcertado que aflojó involuntariamente la mano. Intentó dar a su voz un tono duro:

– Entonces, ¿tu señor dio la orden de matar a la princesa mora y a todos los que iban con ella? -preguntó.

– ¡Qué dices! -respondió el condestable, irritado. Parecía haber advertido la inseguridad de Lope-. ¡Nadie dio semejante orden! ¿Cómo se te ocurre? Había que secuestrar a la princesa. Se había pensado en regalarla al tío de mi señor, el duque de Borgoña. El baño de sangre se debió a un maldito capricho de esos hidalgos. Desobedecieron mis órdenes. Si lo que quieres es venganza, ¿por qué vienes a mi? ¡Véngate en ellos!

– ¿Cómo pudieron desobedecer tus órdenes si había seis de los tuyos? -gritó Lope, con repentina furia.

– ¿Por qué crees eso? -respondió el condestable, indignado-. No había ni uno solo de mis hombres. Mis hombres no son salteadores de caminos.

– ¡En el puente había seis franceses! -replicó Lope.

– Sí, algún aventurero reclutado por ese Álvar Pérez en Zamora -dijo el condestable-. Un antiguo vasallo del conde de Vermandois. Ni siquiera sé su nombre. Estaba confabulado con el infanzón, igual que el Normando, a quien ni siquiera he visto nunca. Álvar Pérez buscó la gente. ¡Dirígete a él! ¡Yo sólo hice el encargo!