Reconoció al khádim, que bajaba por la escalera, y se puso de pie, tambaleándose por el peso de las cadenas. Estaba seguro de que oiría su condena a muerte, y quería recibir la noticia de pie.
El khádim corrió hacia él.
– ¡Deprisa, señor! ¡El príncipe quiere veros! -dijo, dejando a un lado la lámpara y apresurándose para ayudar a Ibn Ammar con manos temblorosas a ponerse el capote que le había traído-. ¡Deprisa, señor! ¡Deprisa! -insistía.
– ¿Para qué quiere verme? -preguntó Ibn Ammar, mientras bajaban por la escalera de la torre, cargando entre los dos la pesada cadena.
– No lo sé -respondió el khádim.
– ¿Hay algún pretexto? -preguntó Ibn Ammar.
– El príncipe ha dado una fiesta esta noche -contestó el khádim, titubeando-. Una fiesta para la embajada de Yusuf ibn Tashfin, el emir almorávide.
Ibn Ammar recordó que hacía unos días había oído tocar a la gran banda militar del príncipe. Así pues, la embajada había sido recibida con gran pompa y con todos los honores. Pero ¿qué quería el príncipe de él? ¿Acaso querían concluir la fiesta con su ejecución?
Atravesaron el parque. No se veía a nadie. El khádim había apagado la lámpara al salir de la torre. A juzgar por la posición de las estrellas, debía de ser una hora pasada la medianoche.
Llegaron a la puerta, donde un centinela con el uniforme de la guardia personal del príncipe iluminó el rostro de Ibn Ammar y los dejó pasar. Siguieron hacia la puerta del palacio de az-Zahir. Allí los esperaba un camarero del príncipe, que también los instó a apresurarse. Ibn Ammar lo conocía, e intentó leer en su rostro qué era lo que le esperaba, pero no pudo distinguir nada a la luz trémula de la lámpara que llevaba el camarero.
Jadeando por el peso de las cadenas, Ibn Ammar siguió a sus acompañantes por la amplia escalera de caracol que conducía a la planta superior de la gran torre-palacio, a las habitaciones privadas del príncipe y el lujoso madjlis de la plataforma superior, que era lo que más gustaba al príncipe de todos sus edificios. Ibn Ammar conocía el camino; lo había recorrido muchas veces en épocas mejores.
Cuando llegó arriba estaba sin aliento y las piernas le temblaban por el esfuerzo. Tuvo que sentarse en los últimos peldaños. El corazón le golpeaba las costillas como un mazo. Era la primera vez en casi dos años que salía de su celda.
El madjlis estaba iluminado como la Mezquita del Viernes al final del Ramadán; la luz era tan intensa que Ibn Ammar tuvo que cerrar los ojos. Siguió al camarero a ciegas hasta el centro de la habitación y se detuvo, permaneciendo inmóvil mientras el hombre se retiraba sigilosamente. El peso de las cadenas tiraba con fuerza de sus brazos. Cuando sus ojos se hubieron acostumbrado a la claridad, miró con cautela, sin mover la cabeza. AI-Mutamid estaba junto a una de las puertas que daban al río. Tenía las manos a la espalda, y miraba la noche. Llevaba una sencilla faja de lino blanco en la cabeza, y una túnica blanca como la que solía vestir su padre en las grandes recepciones: una eficaz mascarada para impresionar a los puritanos señores de África. A Ibn Ammar le pareció que el príncipe había engordado aún más desde la última vez que lo viera, pero también podía tratarse de una ilusión creada por su postura inclinada, o porque la túnica blanca lo hacía parecer más voluminoso sobre el fondo oscuro.
El príncipe se quedó un largo rato en esa posición, inmóvil. Luego se volvió repentinamente y clavó la mirada en Ibn Ammar. Tenía la cara empapada de sudor, y los ojos le brillaban con extraña intensidad a la luz de las lámparas, como si estuvieran llenos de lágrimas. Pero cuando Ibn Ammar estuvo más cerca, advirtió que sólo estaban vidriosos por el vino.
Ibn Ammar esperó a que el príncipe iniciara la conversación, como mandaban las convenciones. No quería mostrar flaquezas. Tampoco quería dejar ver ningún signo de miedo o debilidad, y sostuvo la mirada, decidido a no apartarla. Pero al-Mutamid porfió en su silencio y no hizo más que mirarlo fijamente, como un niño decidido a demostrar que su mirada es indoblegable, así que Ibn Ammar agachó la cabeza y dijo con forzada ligereza:
– En otros tiempos se nos habrían ocurrido unos versos sobre esta noche. Pero ya no es época de versos.
Al-Mutamid abrió la boca, con los ojos fijos aún en Ibn Ammar, e intentó en vano volver a cerrarla, como si se le hubiera agarrotado. Se dio media vuelta y, con andar rígido, fue al baldaquín dorado que cubría su asiento, cogió una copa, que había llenado un paje invisible, la levantó sin beber de ella, cerró el puño a su alrededor, como si quisiera hacerla añicos, la apretó hasta que empezó a temblarle el brazo y, finalmente, aflojó los músculos, separando los dedos uno a uno, hasta que la copa se le resbaló de la mano y se hizo trizas contra el suelo. Estaba borracho, e intentaba disimularlo.
– Hace unos días oí tocar a la gran banda, y hoy a los atabales -dijo Ibn Ammar en voz baja.
AI-Mutamid se volvió, con la cabeza recogida, y achinó los ojos, como si quisiera enfocar un punto determinado.
– ¿Te han dicho a quién he recibido? -preguntó en tono amenazador.
Ibn Ammar negó con la cabeza.
– He recibido al embajador de Yusuf ibn Tashfin -continuó al-Mutamid-. ¡Al embajador de ese emir bereber contra el que siempre me advertías! -Se detuvo muy cenca de Ibn Ammar, mirándolo con ojos inyectados de sangre-. ¿No era así? ¿No me advertías siempre contra él?
– Debe de haber buenos motivos para que recibas a su embajador -respondió Ibn Ammar.
– ¿Conoces esos motivos? -preguntó al-Mutamid.
– No -dijo Ibn Ammar.
El príncipe le echó una mirada acechante y empezó a ir y venir por el salón con pasos sorprendentemente seguros, como un hombre que, presa de una gran excitación, tiene dificultades para ordenar sus ideas.
– El rey de León ha amenazado con reunir a su ejército -dijo de mala gana-. Ha planteado unas exigencias exageradas. Pero no se llevará más oro de Sevilla. Que venga, si cree que se lo podrá llevar. Que venga con sus malditos jinetes. Los enviaremos de regreso con cabezas ensangrentadas.
– ¿Las tropas de Yusuf ibn Tashfin participarán si se llega a entablar una batalla? -preguntó Ibn Ammar.
– Si -dijo al-Mutamid, sin volverse hacia él.
– ¿El embajador ha traído la respuesta afirmativa?
Al-Mutamid asintió, titubeando.
– Pero ¿ha impuesto condiciones? -preguntó Ibn Ammar, tanteando cuidadosamente el terreno.
El príncipe interrumpió su deambular por el salón, deteniéndose junto a la puerta que daba al río.
– Quieren Algeciras -dijo, en voz tan baja que apenas pudo oírsele.
– ¿El puerto? -preguntó Ibn Ammar-. ¿O toda la ciudad?
El príncipe no respondió.
Así pues, quieren toda la ciudad, lo cual incluye el al-Qasr, pensó Ibn Ammar. Era la misma táctica de todos los emires bereberes que habían llegado del norte de África. Nada más desembarcar en Andalucía, hacerse de un punto de apoyo en la costa, desde el cual poder volver a su país en caso de emergencia. Cádiz, Algeciras, Málaga. Habían hecho falta grandes esfuerzos para volver a arrebatarles esas ciudades. Málaga aún seguía en manos del príncipe de Granada, cuyo abuelo había sido también un emir bereber. Ahora los almorávides volvían a extender la mano hacia Algeciras, desde donde podía llegarse a Ceuta en sólo medio día si el viento era propicio. Y esta vez ni siquiera necesitarían luchar para conseguir ese punto de apoyo. Se lo entregarían inmediatamente, como regalo de bienvenida.
– ¿El embajador ya ha recibido una respuesta afirmativa? -preguntó Ibn Ammar.
– Esperará hasta mañana -dijo el príncipe, mirando hacia la noche.
Ibn Ammar escuchó sus palabras y, por un instante estuvo tentado de rendirse al peso de las cadenas y dejarse caen al suelo.