– ¿Queda alguna otra elección? -pregunto.
– Hay que optar entre morir ahogados o morir quemados -respondió al-Mutamid, sin ánimos-. Entre pastores de cerdos y arrieros de camellos.
– El fuego se puede apagar con agua y el agua se puede secar con fuego -dijo Ibn Ammar, sorprendido de la seguridad en si mismo que acompañó a sus palabras-. Se puede amenazar a los pastores de cerdos con los arrieros de camellos, y a los arrieros de camellos con los pastores de cerdos.
Al-Mutamid lo miró cansado.
– No es momento para juegos de palabras -dijo, sin dejar ver ni rastro de una sonrisa.
Ibn Ammar no apartó la mirada. Estaba de pie, con la espalda erguida a pesar de que el peso de las cadenas casi le arrancaba los brazos de los hombros.
– El rey de León ha conquistado territorios muy extensos -empezó a decir, con voz penetrante-. Necesita tiempo para lograr cierta cohesión en su reino. No le interesa que un ejército bereber se establezca en Andalucía. Puede ser que todavía considere mínimo ese peligro. Puede ser que ni siquiera se imagine lo que le espera si esos jinetes del desierto atacan León. Pero ¿no es momento de explicárselo? ¿No podría convencérsele de firmar un nuevo armisticio bajo la amenaza de entregar Algeciras?
El príncipe dio media vuelta, llamó con un grito impaciente al paje para que le trajera una copa llena y sólo después de beberla se volvió nuevamente hacia Ibn Ammar.
– ¡Demasiado tarde! ¡Es demasiado tarde! Me exigen que dé una respuesta mañana mismo.
El paje vio los trozos de la copa nota en el suelo y se agachó para recogerlos, pero el príncipe le dio tal patada que el chico salió corriendo espantado, chocando dos veces contra la pared antes de encontrar el hueco de la puerta.
– ¡De momento sólo hace falta anunciar que la respuesta será afirmativa! -continuó Ibn Ammar con el mismo énfasis-. Se puede vincular ésta a determinadas condiciones que hagan inevitable una prórroga. Se puede argumentar que hace falta la aprobación de todos tus hijos, pues la decisión concierne directamente a su herencia. O se puede decir que hace falta tiempo para desalojar los edificios necesarios de la ciudad. De ese modo puede conseguirse una dilación, que luego podrá alargarse aún más arguyendo una enfermedad del embajador que lleva las negociaciones o una avería del barco que tiene que llevarlo a Ceuta. El tiempo ganado puede aprovecharse para negociar con el rey de León. Si se consigue prolongar las negociaciones hasta el otoño, habrá pasado el momento propicio para emprender una campaña. Se habría ganado un aplazamiento hasta la primavera. Casi un año entero. Sólo Dios sabe lo que puede suceder en un año. Yusuf ibn Tashfin es un hombre anciano. El rey de León podría enfermar. -Hablaba con tal fervor que contagió su entusiasmo al príncipe. Conocía bastante bien a al-Mutamid como para poder interpretar correctamente los indicios: la postura más tensa, el mentón echado hacia delante, los labios apretados con energía. Sin duda, sus palabras habían hecho mella en él. Pero eso no era suficiente. Tenía que seguir impresionándolo, tenía que moverlo a actuar, no podía ceder aún, le quedaba muy poco tiempo. La cadena era tan pesada que le nublaba la vista-. ¿Por qué no habríamos de conseguir postergar el asunto? -continuó, elevando la voz-. ¿No somos andaluces? ¿Acaso tenemos que escondernos de esos pastores de cerdos y de esos arrieros de camellos? ¿De nuestro lado están la experiencia, la inteligencia, la educación, los conocimientos? ¿No llevamos ventaja en todo a esos bárbaros españoles y a esos nómadas del desierto? ¿Quién dice que no podemos con ellos, que no podemos servirnos de unos contra otros? ¿Quién es ese emir, que se atreve a exigirnos Algeciras? ¿Quién era su padre? ¿Qué era? ¡Un pastor de cabras en un país de arena y piedras.
El príncipe vació su copa de un trago y se dejó caer pesadamente sobre los cojines colocados bajo el baldaquín.
– ¡Si! -dijo con voz ronca, salida del fondo del pecho-. El hijo de un maldito arriero de asnos. ¡Un comegrillos! ¡Un limpialetrinas! ¡Un apestoso pedo campesino! -Se volvió hacia lbn Ammar con un gesto ampuloso-. ¿Quieres que te diga qué me ha regalado? Una cantante! ¡Como lo oyes! -Rugió al paje, ordenándole que trajera inmediatamente a la cantante-. ¡Un ruiseñor del desierto! -se burló-. Una cantante al más puro gusto campesino, ya verás. Canta como una corneja. Pero, Dios sabe, quizá en el desierto no conocen más canto que el de las cornejas.
Entró la muchacha. Era alta y delgada, y llevaba la cabeza erguida. Su pelo negro estaba tejido en una gruesa trenza, que le caía por delante del hombro y le llegaba hasta la cadena. Llevaba una pesada diadema de plata en la frente y un estrecho vestido de color añil, extrañamente abombado en las piernas. Tenía unas campanitas de plata en los tobillos y muñecas, y una pandereta en las manos.
Echó un vistazo asombrado a Ibn Ammar y sus cadenas y luego miró sin temor al príncipe, que la observaba con ojos furiosos, y se quedó esperando a que le dijeran algo. Había estado durmiendo en una antecámara, y no parecía comprender dónde se hallaba ni para qué la habían despertado.
– ¡Qué haces ahí parada! -gritó el príncipe-. ¡Deja que te oigamos! ¡Canta algo! ¡Vamos, empieza!
La muchacha miró a Ibn Ammar como buscando ayuda, levantó la pandereta por encima de su cabeza y, mientras sus pies empezaban a marcar un ritmo lento en el suelo y sus dedos golpeaban con dureza la pandereta, se puso a cantar.
Era un canto foráneo, extraño a los oídos andaluces, pero en modo alguno el graznar de una corneja. La voz le salía de lo más profundo de la garganta; en los agudos tenía un sonido al mismo tiempo duro y elástico, y cuando levantaba la voz llegaba casi a gritar, con una energía animal que produjo escalofríos a Ibn Ammar. No era una cantante educada según las normas del arte; era una muchacha bereber de las montañas, y su canción era una canción de su pueblo. Cada estrofa terminaba con un baile desenfrenado, golpes de pandereta y un grito, que sonaba como una incitación.
El príncipe se echaba a reír y se daba palmadas en los muslos cada vez que oía ese grito, como si no pudiera pasarlo por alto. Agitó su copa al tiempo que llamaba al paje para que volviera a llenársela, y girándose hacia Ibn Ammar, dijo riendo:
– ¡Escucha eso! ¡Escucha esos berridos!
La letra de la canción era en árabe, pero la muchacha cantaba en un dialecto muy difícil de entender. Sólo después de la tercera estrofa empezó a comprender el sentido de aquellas palabras, y miró preocupado al príncipe, que entre tanto había decidido prestar atención y escuchaba con gesto serio.
Lo que estaba cantando la muchacha era un canto de alabanza a la gente de su país. Una canción que ensalzaba el arrojo del joven guerrero bereber, su voluntad de victoria en el combate y el valor leonino con que derrotaba a todos sus enemigos. Una canción que aconsejaba no enemistarse con ellos y, al mismo tiempo, deseaba felicidad a quienes vivían bajo el techo protector de su amistad.
Ibn Ammar vio que la canción teñía de rabia el rostro del príncipe. Lo vio levantarse de un salto y precipitarse sobre la bailarina con un grito gutural. Contempló, impotente, cómo la cogía entre sus brazos, la levantaba como a una muñeca de trapo y la llevaba hacia la puerta que se abría hacia el río. Vio el rostro aterrorizado de la mujer, sus ojos de pánico dirigidos hacia él, suplicantes. Vio cómo el príncipe la arrojaba por encima del pretil y oyó su grito débil y alargado, que se cortó de repente cuando el cuerpo de la muchacha llegó a los pies de la torre. Creyó oir el chapoteo del agua que se cerraba sobre ella, oyó ladridos y el «quién anda ahí» de un centinela. Entonces le flaquearon las piernas y las cadenas lo arrastraron hacia abajo, al interior de un agujero negro y sin fin.
Cuando despertó, estaba nuevamente en su celda, y sólo los dolores en el hombro y las marcas violáceas dejadas por los grillos en sus muñecas le decían que aquello que había vivido no había sido una pesadilla. Era casi mediodía. Desde fuera llegaban los golpes sordos de los grandes atabales, acompañando hacia el puerto a la embajada del emir almorávide.