Cuatro días después fue a verlo el ghulam del príncipe ar-Rashid, quien le transmitió los saludos de su señor, le entregó una pequeña hoja de papel e hizo una profunda reverencia antes de abordar el tema que lo había llevado allí.
El príncipe había despedido a la embajada con una respuesta vaga, acordando de momento que el asunto quedaría pospuesto hasta treinta días después. La muerte de la cantante bereber se había guardado en secreto, pero todos los hombres influyentes de la corte estaban enterados, como lo estaban también de que el príncipe había recibido a Ibn Ammar en audiencia privada.
– El hadjib está muy nervioso -dijo el ghulam con una sonrisa indescifrable.
Cuando volvió a quedarse solo, Ibn Ammar se sentía extrañamente solemne. Sentía alegría, pero no una alegría rebosante, sino más bien serena, casi indiferente, como si la noticia que acababan de darle no tratara de si mismo sino de algún otro.
A la mañana siguiente, apenas despuntó el alba, se puso a componer dos poemas, uno para el príncipe y otro para su hijo ar-Rashid. Durante los dos últimos meses de cautiverio había jugado muchas veces con la idea de desmentir de una vez por todas las calumnias lanzadas contra él con un par de versos claros y sinceros. Incluso había compuesto mentalmente esos versos, pero los guardaba para si. Ahora se limitó a expresar su gratitud, empleando sólo unas pocas líneas, para conferir a ambos poemas la forma del agradecimiento espontáneo. Ese mismo día los llevó al papel.
El ghulam de ar-Rashid le había prometido volver el día siguiente. Pero no fue. Ibn Ammar tuvo que entregar ambos poemas al khádim. Esperó con creciente impaciencia nuevas noticias.
Había calculado que el embajador del emir y el emisario sevillano que el príncipe había enviado con él debían de haber llegado a Ceuta después de cinco días de viaje, como mucho. Si habían presentado su informe ante el emir el mismo día de su llegada, el emisario del príncipe podía estar de regreso en Algeciras el sexto día. Las primeras noticias llegarían a Sevilla el séptimo día, mediante palomas mensajeras.
Pero el séptimo día pasó sin que nada ocurriera. Lo mismo el octavo y el noveno. Ibn Ammar sentía que el miedo hacía pasto de él. Nunca había sido un héroe. Sabía lo que era el miedo.
Desde que fue tomado prisionero en Segura había pensado muchas veces en su muerte. No había sentido miedo, pero lo había atormentado la idea de que cuando estuviera cara a cara con la muerte pudiera embargarlo ese miedo acompañado de gimoteos y castañeteo de dientes que tantas veces había visto en otros, ese mezquino e indigno miedo a la muerte que lo hace a uno arrojarse a los pies del verdugo y de Dios y suplicar clemencia. Él no quería morir así. Quería tener una muerte digna. Y si algún día el hijo que tenía en Murcia llegaba a enterarse de quién era su padre no tendría de qué avergonzarse.
Ahora tampoco tenía miedo a la muerte. Sólo tenía miedo de su propia debilidad, miedo de que la incertidumbre en la que vivía, esa constante tensión entre esperanza y abatimiento, pudiera debilitarlo y hacerlo caer en manos de ese miedo a la muerte que tanto temía.
La noche del décimo día fueron a buscarlo a la celda. En lugar del khádim, esta vez eran tres askari de la escolta negra del príncipe, tres gigantes negros que se lo llevaron en silencio. Ibn Ammar no hizo ninguna pregunta. Estaba seguro de que habían elegido tres hombres que no entendían una palabra de árabe.
Lo llevaron a la torre de la parte antigua del al-Qasr, que cobijaba el tesoro público, donde ya una vez había tenido un encuentro nocturno con el príncipe.
El imponente salón de la planta superior, con su columna central de una braza de ancho, que en aquel entonces había estado repleto del brillo del oro, estaba ahora completamente vacío. El golpe de la puerta cerrándose a sus espaldas resonó hueco en la bóveda. En algún lugar, en la parte posterior de la cámara, ardía una luz, que de pronto se movió, deslizando una sombra negra sobre las paredes y acercándose lentamente, hasta que el príncipe salió de detrás de la columna. Tenía un candelabro de varios brazos, que levantó por encima de su cabeza cuando estuvo frente a Ibn Ammar.
– ¡Sí, mira a tu alrededor! -dijo, mientras el brazo del candelabro describía un amplio arco-. Lo que estás viendo es obra tuya. Todo el oro que alguna vez hubo aquí, ahora está en manos de los españoles. Tú se lo diste. Decías que podías comprar la paz con él. ¿Dónde está la paz? ¿Dónde está mi oro?
Ibn Ammar no dijo nada. Estaba de espaldas a la puerta, encorvado para llevar mejor el peso de las cadenas. Se sentía demasiado débil para enderezar la espalda, demasiado cansado. Sabía perfectamente lo que le esperaba desde el momento mismo en que vio aparecer a los tres askari en la trampilla del techo de su celda. Prestó atención a su interior. No sentía miedo.
El príncipe dejó el candelabro sobre uno de los arcones vacíos dispuestos en fila junto a la pared. Había bebido, pero no estaba borracho, como si lo había estado diez días atrás, en el palacio de az-Zahir. De pie junto a la columna, con los hombros encogidos, parecía un tronco.
Ibn Ammar vio la expresión forzada de su rostro y tuvo que sonreír. Lo conocía demasiado bien. Se daba cuenta de que el príncipe estaba buscando con apasionado celo las palabras adecuadas al papel que se había propuesto desempeñar: el papel de amigo defraudado y príncipe traicionado. El mismo escenario, la cámara del tesoro vacía, había sido cuidadosamente elegido para aquella representación, lo mismo que el traje negro que llevaba. Era aquella vieja afición por lo teatral, que el príncipe había mostrado ya desde joven y que ahora, con la edad, resultaba cada vez más grotesca.
Ibn Ammar lo observó con una curiosidad extraña, indiferente. Las cadenas tiraban inexorablemente de sus muñecas. Ibn Ammar se dio por vencido: dejó que su espalda resbalara contra la puerta, hasta quedar sentado en el suelo, con las cadenas entre sus piernas.
– ¡Levántate! -rugió el príncipe con voz de trueno-. ¡Te ordeno que te levantes!
Ibn Ammar no se movió.
– Venga, Muhammad -dijo, cansado-. Las cadenas pesan demasiado.
– ¡No me hables en ese tono! -gritó el príncipe-. ¡Estás hablando con tu señor! -Se acercó dos pasos y estiró la mano, en un ademán imperativo-. ¡Levántate! -gritó- ¡Tienes que levantarte!
Iba Ammar lo miró tranquilamente a los ojos.
– ¿Qué quieres, Muhammad? -dijo-. ¿Quieres asustarme?
Vio que el príncipe se hinchaba y contenía el aire, al tiempo que lo miraba con expresión de rabia contenida. Vio que al alcance de la mano, en la columna central, entre algunos objetos polvorientos de la colección de curiosidades del antiguo qadi, colgaba también un hacha. La reconoció: era aquella pesada hacha de guerra que don Alfonso, el rey de León, le entregó como obsequio para al-Mutamid después de las negociaciones del armisticio, seis años atrás.
El príncipe se volvió de repente y se puso a andar de un lado a otro, junto a la columna.
– ¡Has intentado volver a mi hijo contra mi! -dijo, escupiendo cada palabra-. ¡Has intentado ponerlo de tu parte!
– Eso es lo que tú dices, Muhammad -contestó Ibn Ammar-. Tu hijo comparte mis puntos de vista; eso es lo que lo ha puesto de mi parte. Es demasiado inteligente para dejarse influenciar.
– ¡Has intentado engatusarlo con tus malditos versos! -gritó el príncipe, con creciente furia.
– Un pequeño poema, Muhammad, sólo dos o tres versos -replicó Iba Ammar, pero el príncipe lo interrumpió de un grito.
– ¿De dónde sacaste las cosas para escribir? ¿Quién te dio el papel? ¿Quién?
– ¿Qué importa eso, Muhammad? -respondió Ibn Ammar.