– ¡Quiero saberlo! -gritó el príncipe-. ¡Quiero saberlo! -La voz le salía chillona de rabia, e Ibn Ammar comprendió de repente que aquella rabia ya no era fingida. Ya no era una pose, no era un papel estudiado. Era la misma furia que Ibn Ammar le había visto una vez, cuando eran jóvenes, en Silves, y al-Mutamid llamó al verdugo. El hijo del príncipe, con su rostro campechano, ardiendo en celos porque la bailarina a la que amaba con delirio, aunque estaba sin duda a su disposición, a sus espaldas se entregaba a su amigo, más afortunado. La envidia del príncipe, pequeño y regordete, hacia el alto y joven poeta que tenía a su lado, que siempre atraía todas las miradas, escribía los mejores versos y sabía hallar la respuesta más ingeniosa.
¿Había estado alguna vez su amistad, incluso en las épocas más felices, libre de esas tensiones, producto de la diferencia social y ahondadas aún más por el abismo que existía entre el talento del uno y del otro, y por sus evidentes diferencias físicas? Desde el principio, habían sido demasiado distintos para ser amigos. El príncipe, que quería ser todo lo que encarnaba Ibn Ammar y lo tomó por amigo para así, como mínimo, poder estar cerca de su sueño, y el insignificante poeta que ansiaba el poder y sólo podía participar en él a través de ese amigo. ¿No había sido obvio que esa amistad tenía que fracasar? ¿No había sido evidente que el uno, que sólo podía construir sobre su poder ilimitado, volvería algún día ese poder contra el otro?
Ibn Ammar escuchaba los gritos del príncipe. Su voz rebotaba con tal intensidad en la bóveda que Ibn Ammar apenas entendía sus palabras.
– ¡Dime quién escribió esos malditos versos! ¡Dime si lo hiciste tú! ¡Dímelo!
¿No eran esas las mismas preguntas que le había hecho hacía ya dos años, inmediatamente después de su llegada a Sevilla? Las mismas absurdas preguntas sobre el autor de aquel denigrante poema que había terminado definitivamente con su amistad. ¡Qué delgada debía de ser la coraza del honor del príncipe, si bastaban unos pocos versos calumniantes para afectarlo! ¡Qué débil era al-Mutamid, qué inseguro de si mismo, qué insignificante, bajo esa conducta ampulosa!
– ¡Dime si tu escribiste esos versos! -gritó el príncipe-. ¡Quiero saberlo! ¡Dímelo! ¡Quiero saber la verdad!
– Ya es demasiado tarde, Muhammad -respondió Ibn Ammar en voz baja-. Aunque te dijera la verdad, no me creerías.
– ¡Dímelo! -gritó el príncipe- ¡Dime la verdad!
Iba Ammar lo miró sonriendo.
– Es lo que tú supones, Muhammad -dijo.
Vio que el príncipe se estremecía y se ponía rojo, como si una vena le hubiera estallado en la cabeza. Vio que estiraba el brazo y buscaba a tientas el hacha. Todavía no sentía miedo.
Entre el remolino de imágenes y jirones de recuerdos que le vinieron a la mente se encontraba también aquella inquietante historia que una vez le contara su padre sobre Abd-ar-Rahmán an-Nasir, el gran califa de Córdoba, quien en su lecho de muerte, tras vivir setenta años, cincuenta de ellos gobernando Andalucía en la guerra y en la paz, cogió su diario y contó los días de completa felicidad de que había gozado en toda su vida. El califa había llegado a contar catorce.
Iba Ammar pensó en los días de completa felicidad de que había gozado él. ¿Cuántos habían sido? ¿Bastantes para una vida de cincuenta y cinco años? ¡Cuántas cimas, cuántos abismos! Suficiente de ambas cosas, que, además, eran inseparables. ¡Una gran vida! Nunca había necesitado depositar sus esperanzas en el paraíso. Nunca se había dejado llevar por el miedo al infierno. Había vivido. Ahora veía la muerte ante sus ojos. ¡Qué muerte tan tonta!
No hizo el menor intento de esquivar el hacha. No tenía miedo. Ni rastro de miedo.
KHATM
Cuando murió Ibn Ammar, los almorávides ya habían puesto el primer pie en Andalucía. Yusuf ibn Tashfin había comprendido rápidamente que el príncipe de Sevilla intentaba detenerlo para llegar a un acuerdo con los españoles. Cuando el emisario sevillano regresó de Ceuta a Algeciras, fue escoltado por varios barcos bereberes que llevaban tropas ocultas a bordo. Nada más llegar, atacaron por sorpresa y conquistaron de inmediato el puerto y los astilleros adyacentes. Esa misma noche llegaron refuerzos de Ceuta, entre los cuales había unidades de jinetes que sitiaron la ciudad. Por la mañana se planteó un ultimátum al gobernador de Algeciras, dándole tiempo hasta el mediodía para que desalojara completamente la ciudad. A al-Mutamid de Sevilla no le quedó más remedio que resignarse.
Cuando la noticia del desembarco de los almorávides llegó a León, don Alfonso, el rey, envió una petición de ayuda a los caballeros franceses y empezó a reunir su ejército. A principios de octubre puso en marcha sus tropas y montó un campamento al norte de Badajoz, cerca del castillo de az-Zallaka.
Desde Sevilla, donde al-Mutamid le había preparado un gran recibimiento para abrir la campaña, le salieron al encuentro el ejército del emir almorávide Yusuf ibn Tashfin y los de los príncipes andaluces.
El jueves 22 de octubre de 1086 se reunieron los portavoces de ambos bandos y acordaron celebrar la batalla el sábado. Don Alfonso no respetó el acuerdo y atacó el viernes. Sus tropas consiguieron poner en retirada a las unidades andaluzas. Sólo al-Mutamid consiguió afirmar su posición, gracias a su valor personal. Luego atacaron los jinetes bereberes y las unidades negras de los almorávides, y la situación se invirtió. El ejército de don Alfonso sufrió una dura derrota, en la que el rey mismo fue herido mientras huía. Los vencedores amontonaron en el campo de batalla las cabezas cortadas de los españoles y franceses y las enviaron a todas las ciudades de Andalucía y el norte de África, junto con la noticia de la victoria.
La batalla de az-Zallaka frenó momentáneamente el avance de los españoles cristianos y concedió un descanso a los príncipes andaluces. También Yusuf ibn Tashfin, el verdadero vencedor, se retiró sorprendentemente después de la batalla y regresó a África. Pero había visto cuán fácil era vencer a los desunidos príncipes andaluces, y se quedó con el punto de apoyo de Algeciras.
El emir regresó en el año 1089. Sitió al aventurero español García Jiménez en la fortaleza de Aledo, destruyendo ésta hasta tal punto que los españoles tuvieron que abandonarla. Acto seguido, ayudó a al-Mutamid a recuperar Murcia y a apresar a Ibn Rashiq.
En el verano del año 1090 sus tropas sitiaron Toledo. Para esa fecha, los príncipes andaluces habían empezado, por fin, a comprender que no eran los amos de su propio país, y trabaron negociaciones con don Alfonso para ganarse su apoyo contra los almorávides. Pero ya era demasiado tarde.
Yusuf ibn Tashfin levantó el sitio de Toledo y se dirigió a Granada. Depuso al príncipe de esa ciudad, Abd-Alá, lo mismo que a su hermano Tamin, que gobernaba Málaga, y se procuró así un punto fácil de defender, desde donde podría intentan la conquista de toda Andalucía.
El año 1091 los almorávides tomaron Córdoba y mataron al gobernador de la ciudad, el príncipe al-Fath, enviando la cabeza a su padre, al-Mutamid. En septiembre de ese mismo año atacaron también Sevilla. Al-Mutamid fue tomado prisionero y llevado con su familia a Agmat, un pequeño nido cercano a Marrakech, donde murió en 1095. En su último poema, el que una vez fuera el príncipe más rico y poderoso de Andalucía se queja de que su hija tiene que andar descalza y en harapos.
La Edad de Oro de Andalucía encontró un abrupto final. Tras la toma de poder de los almorávides, fueron los militares y los fundamentalistas ortodoxos quienes llevaron la voz cantante. Prohibieron el vino, arrancaron los tapices de los palacios y las casas particulares, obligaron a las mujeres a volver a llevan rigurosamente el velo y vejaron a judíos y cristianos. Se quemaron libros, científicos y librepensadores tuvieron que esconderse, poetas y literatos dejaron de encontrar mecenas. El espíritu libre y vivo de Andalucía fue reemplazado por un sombrío fanatismo.