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Después de la oración del mediodía, cuando la mayoría de los musulmanes ya se habían marchado y había vuelto la calma, llegó al consultorio Etan ibn Eh, el comerciante. Lo acompañaba un negro gigantesco, oscuro como la noche, que le sacaba dos cabezas de alto y caminaba detrás de él, como un guardaespaldas. Yunus lo hizo pasar a la sala de operaciones, que a las calurosas horas del mediodía era la habitación más fresca, y mandó a un joven al gran bazar por algo de comer.

Ibn Eh había oído hablar del discurso del fakih en la mezquita principal. Tenía oídos en todas partes.

– ¡No te hagas ideas! -dijo-. ¿Qué tipo de gente es la que escucha a esos rabiosos fukaha? Vendedores ambulantes, zapateros remendones, alquiladores de burros, escritorcillos sin trabajo, gente pobre de los zocos suburbanos, que sueña con que algún día verá regresar del norte a un ejército victorioso con un séquito de mil mujeres, como cuentan los abuelos. Se llenan la boca hablando de guerra santa, y en la cabeza no tienen más que sueños sucios y mezquinos.

Ibn Eh era uno de los más viejos amigos de Yunus. Se conocían ya desde los tiempos de Almería, donde sus padres habían sido vecinos. Ibn Eh había llegado a Sevilla un año antes que Yunus, y le había conseguido sus primeros pacientes. Tenía la misma edad que Yunus. Era un hombre pequeño, robusto y chafardero, que gesticulaba y gritaba mucho al hablar y poseía un inalterable optimismo. No obstante, no estaba muy bien considerado en la comunidad judía. No era invitado a las exclusivas recepciones del nagib; los ancianos ni siquiera le habían confiado un cargo honorífico, y no era admitido en los círculos más distinguidos de los grandes comerciantes y banqueros. Se menospreciaban sus arriesgados métodos comerciales, y muchos tampoco tenían en gran estima sus negocios, pues si bien comerciaba con casi todo aquello que permitía vislumbrar ganancias, como la mayoría de los mercaderes, lo cierto era que sus mejores operaciones las hacía trayendo esclavos negros del Níger, Sudán y Abisinia. Tenía estrechas relaciones comerciales con algún que otro tujjar musulmán, y gracias a éstas solía estar mejor informado de lo que ocurría en el gobierno que los propios miembros del Consejo de Ancianos autorizados a visitar la corte. También esta vez tenía la información más exacta en lo concerniente a la partida del conde.

– Es cierto que el conde se dirige a León por encargo del príncipe -dijo con la sonriente indiferencia de los iniciados-. Pero no se trata de una alianza contra Badajoz. El rey exige dinero, y el príncipe está dispuesto a pagar para mantener la paz y para que no tengamos problemas con los españoles. -Se abanicó con la manga de su zihara, y prosiguió, pensativo-: El rey de León es muy poderoso, que Dios lo azote con una enfermedad. Ya no tiene rival entre los príncipes españoles, que le temen. Ahora está en condiciones de dirigir todo su poder contra Andalucía. Sólo se detendrá si le dan dinero. AI-Muzaifar de Badajoz le paga tributos desde hace años; al-Ma'mun de Toledo también; y lo mismo hay que decir de al-Muktadir de Zaragoza. Y ahora pagamos también nosotros. En los próximos años enviaremos mucho dinero hacia el norte.

El joven al que Yunus había encargado la comida volvió del bazar. Ibn Eh comió con gran apetito. La perspectiva de que los pagos al rey de los españoles pudiera poner al reino de Sevilla a merced en cierta medida de León no parecía perjudicar su buen apetito.

– Nosotros recuperaremos el dinero -dijo sin dejar de masticar-. Un buen comerciante debe siempre seguir al dinero. Debe siempre presentarse con su mercadería allí donde está el dinero, y precisamente eso es lo que haremos nosotros. Ibn al-Kinani estará en los lugares de donde viene el dinero, en Audagust, en Sigilmesa, en Fez, donde sea que las caravanas del Níger arrastren su oro. Y yo estaré en los lugares de destino, en León, en Burgos y en Pamplona. Recuperaré el oro con mi mercadería. – Miró a Yunus con ojos alegres y extendió ambos brazos-. Para qué quieren los españoles nuestro dinero. Sólo pueden comprar nuestros productos, qué otra cosa podrían comprar, si ellos no tienen nada. -Y, tomando un nuevo bocado, añadió satisfecho-: Ibn al-Kinani y yo haremos buenos negocios.

Ibn al-Kinani era el hombre que poseía la más famosa escuela de cantantes, bailarinas y actrices de toda Andalucía. Hacía tan sólo tres años que había dejado Córdoba para instalarse en Sevilla. Era un hombre de más de setenta años, uno de los pocos comerciantes musulmanes que, durante décadas, había mantenido las mejores relaciones comerciales con los españoles del norte y que, como hiciera su padre antes que él, había viajado a las cortes de los príncipes españoles llevando consigo las mejores músicas, cultivadas doncellas y criados negros. El otoño anterior, durante un viaje a Zaragoza, su hijo mayor había sido asaltado por una banda de españoles en pleno camino entre Medinaceli y Calatayud. Ibn Eh había cabalgado día y noche hasta Osma, para rescatarlo, pero sólo había podido recuperar su cadáver. Como consecuencia de este incidente, Ibn Eh e Ibn al-Kinani se hicieran socios, repartiéndose entre los dos las esferas de influencia comerciaclass="underline" el musulmán se ocupaba de los negocios en el Magreb, donde en aquellos tiempos los judíos corrían gran peligro al comerciar, a causa de los almorávides; Ibn Eh se encargaba del comercio con los españoles y las comunidades judías del norte.

– Hay algo que no entiendo -dijo Yunus, pensativo-. Si vosotros lleváis mercadería al Magreb y pagáis a los almorávides para que os permitan intercambiar vuestros productos por el oro del Níger, luego traéis el oro a Sevilla, donde el príncipe lo utiliza para acuñar monedas que luego entrega al rey de León para que no nos haga la guerra, y entonces vosotros volvéis a llevar mercadería al norte para recuperar el oro, ¿no salimos perdiendo? ¿Alguien tiene que perder en todos esos intercambios?

Ibn Eh hizo esperar la respuesta. Masticó cuidadosamente, tragó, bebió, se secó los labios y se recostó cómodamente.

– Ganamos tiempo -dijo, sonriente.

– No has contestado a mi pregunta -dijo Yunus-. ¿Quién pierde, si ganan los almorávides y los españoles y también Ibn al-Kinani y tú? ¿Quién pierde?

Ibn Eh contrajo la boca en una sutil sonrisa y dijo lentamente y con prudencia:

– Perderán los artesanos y los pequeños comerciantes. Perderán precisamente esos que corren tras los fukaha y gustan de oir las historias sobre la guerra santa, de las que hablábamos hace un momento. Precisamente ellos saldrán perdiendo.

– Pero ¿no tienen razón en correr tras los fukaha? -preguntó Yunus.

– No -dijo seriamente Ibn Eh-. Con discursos encendidos no se consigue nada. Tienen que estar dispuestos a empuñar las armas, a enviar a sus hijos a las ciudades fronterizas. Pero eso no lo quieren hacer. Además, sería una insensatez. No se puede guerrear con panaderos, fabricantes de guantes y barberos. -Mandó al gigante negro que le echara agua en las manos y observó a Yunus con expectante satisfacción-. En Andalucía somos muy ricos -continuó diciendo, lentamente y en tono de reflexión-. Vivimos en una casa hermosa y bien construida, rodeada por una fértil huerta. Comemos manjares exquisitos, vestimos trajes de seda, disfrutamos del perfume de las rosas. No nos falta nada. Pero mientras a nosotros nos va tan bien, fuera, a la puerta, hay otros que nos observan llenos de envidia; Están en el norte, recién llegados de las miserables montañas, y en la costa de África, con el desierto a sus espaldas. Están empezando a sacudir nuestra puerta y a trepar por nuestros muros, y de pronto nos hemos dado cuenta de que hemos desatendido los muros y de que los maderos que atrancaban la puerta están rotos, y de que nuestros criados son incapaces de defender la casa y la huerta. -Se inclinó hacia delante y su dedo índice dio fuertes golpes contra el tablero de la mesa, en el que yacían los platos vacíos-. Ésa es la situación en la que nos encontramos. -El índice apuntó a Yunus-. ¿Qué debemos hacer, pues? -El índice se levantó, señalando hacia arriba-. Yo te diré qué es lo que debemos hacer. Arrojar a esos que están tras nuestra puerta unos cuantos mendrugos, unas cuantas migajas de nuestro lujo, como se arrojan unos pocos huesos a los perros del patio, esperando que se disputen esos huesos, que se maten entre sí por apoderarse de ellos. Y, entre tanto, ganar tiempo para mejorar los muros y los maderos de la puerta.