A última hora de la tarde, en la biblioteca de su casa, cuando Yunus escribía los acontecimientos del día en el cuaderno que mentalmente dedicaba a su mujer, anotó al finaclass="underline"
Sé bien que el shaik lo hace todo para consolarme, y en el hammén, sentado frente a él, me sentía dispuesto a aceptar su consuelo. Pero ahora vuelve a corroerme la duda. Las preguntas siempre se me ocurren demasiado tarde. Si nuestra vida no está predeterminada, entonces tampoco está predeterminado que junto al lecho de un enfermo haya un médico bueno o uno malo. Me habría gustado contar al shaik una historia que oí a al-Ilbiri, el cirujano.
AI-Ilbiri había ido al país de nuestros padres para visitar los santos lugares. Junto a la tumba de Abraham, en Hebrón, en el hospicio donde los peregrinos reciben una comida gratis, se topó con un grupo de francos que también estaban allí como peregrinos. Cuando éstos se enteraron de que era médico, lo llevaron a ver a un caballero que tenía un absceso en una pierna, y a una mujer enferma de la cabeza. Al-Ilbiri trató el absceso con compresas, hasta que éste se abrió y cedió la hinchazón, y prescribió a la mujer una dieta con la que esperaba reforzar el componente húmedo de la mezcla de humores de su cuerpo.
Acto seguido apareció un médico franco, que dijo: «¡Este hombre no tiene ni idea de lo que es el tratamiento médico!». Y preguntó al caballero: «¿Qué prefieres, vivir con una pierna o morir con dos?». El caballero contestó: «Vivir con una pierna». El médico franco dijo: «Entonces traedme un hombre fuerte y un hacha».
AI-Ilbiri estaba allí cuando trajeron el hacha. El médico colocó la pierna del paciente sobre un bloque de madera y pidió al hombre del hacha que la cortara de un golpe. Al-Ilbiri vio al hombre golpear una y otra vez, porque el primer hachazo no bastó. Vio que la médula salía de los huesos del paciente. El hombre murió poco rato después.
Luego el médico franco examinó a la mujer. «Esta mujer está poseída por el demonio. Se le ha metido el diablo en la cabeza. Afeitadle la cabeza.» Cortaron el cabello a la mujer y volvieron a darle de comer su bazofia habituaclass="underline" ajo y cebolla. Poco después su estado empeoró, y el médico dijo: «El demonio se ha hecho fuerte en su cabeza». Cogió una navaja de barbero, hizo un corte en forma de cruz en la cabeza de la mujer, levantó la piel, dejando que se viera el cráneo, y echó sal en la herida abierta. También esta mujer murió poco tiempo después.
Contaré esta historia al shaik en nuestro próximo encuentro, y le preguntaré si acaso al-Ilbiri no hubiera podido retrasar la hora de la muerte de esos dos francos, haciendo que se continuaran los tratamientos que había prescrito.
Pero ya intuyo cuál será su respuesta. Responderá con el viejo proverbio de nuestros padres: para ser sabio no basta con quererlo. Dirá que no debemos utilizar la afilada sierra de nuestra inteligencia para cortar la rama en la que estamos sentados. Y yo volveré a quedarme sin una respuesta que satisfaga a mi razón.
El shaik empleó la frase: «Es verdad, porque es sabio». Quizá lo que él dice es verdad, porque él es sabio.
Yunus cerró el cuaderno. De la casa de oración de la congregación qaranista llegaba el suave canto con el que recibían el sabbat. Yunus ya estaba dejando en la estantería el diario y los utensilios de escritura, cuando de pronto se le ocurrió algo más, y volvió a sentarse para anotar un último comentario.
Olvidaba decirte cómo se llama la chica, la pequeña recogida por al-Fasí, el zapatero. Se llama como tú, Karima, lleva tu nombre.
8
El joven había concentrado todos sus esfuerzos en permanecer despierto, como le encargara el capitán, y más tarde había jurado solemnemente por la vida de su madre que permanecería despierto todo ese larguísimo tiempo. Pero luego se había quedado tan profundamente dormido como el capitán, y sólo entre sueños se había enterado de lo que ocurría a su alrededor: los toques de cuerno, los ladridos de los perros, los gritos de muchas voces abajo, en el cobertizo, la voz penetrante de la dueña, el retumbar ensordecedor, como si los toneles fueran arrojados unos sobre otros, los olfateos de los perros huroneando entre los trastos, y los gritos del amo de los perros azuzando a sus animales.
El joven y el capitán se habían quedado profundamente dormidos, como cobijados bajo las alas de un ángel.
Despertaron al mismo tiempo, sobresaltados por el mismo ruido. Ya era de noche, el sol se había puesto. Desde fuera llegaban sonidos inusuales: los gritos estridentes y guturales de los peones empujando el ganado y los mugidos de las vacas, gritos de muchas voces extrañas, órdenes, ladridos, relinchos y, una y otra vez, tronar de cascos de caballo sobre el puente levadizo, en la puerta exterior. No cabía la menor duda: el conde y sus hombres habían llegado de Guarda.
Poco después oyeron al propio conde. Tenía una voz inconfundiblemente alta, y fina, casi llorona. Lo oyeron acercarse. La dueña y el castellán estaban con él, hablándole, sin que pudiera entenderse lo que decían. Luego entraron en el cobertizo, primero el conde, inmediatamente después tres infanzones de Guarda, el escudero del conde y un quinto hombre de barba negra y trenzada, provisto de una coraza rojiza de cuero duro y un casquete bordado en la cabeza. Sólo cuando empezó a hablar lo reconoció el capitán. Era Diego Méndez, el hermano del conde de Portocale.
– Opino que debemos dejar que los perros se ocupen de esos dos, y nosotros ir por los pardos. Ya ha pasado mucho tiempo, demasiado. El rastro se enfriará. ¡Debemos partir tras ellos de inmediato! ¡Con todos los hombres!
El conde caminó hacia la pared donde yacía el cuerpo del Gallego e hizo rodar el cadáver con la punta del pie, de modo que éste quedó sobre un costado, mostrando la herida abierta en el cuello. El conde hizo la señal de la cruz sobre el muerto y murmuró algo que sonó como un precipitado juramento. Luego se volvió hacia Diego Méndez, que se había quedado tras la puerta del cobertizo.
– Son casi cincuenta caballos, Diego. Todavía podremos seguir esa huella por la mañana -dijo muy calmado. Luego añadió con energía-: Además, pienso que bastaría con enviar tras ellos a veinte hombres.
– ¿Sólo veinte? -dijo Diego Méndez, furioso-. Dios mío, Fortún, sabes tan bien como yo qué es lo que está en juego. Se trata de nuestro honor y de nuestro derecho. Si no devolvemos el golpe con todas nuestras fuerzas, esos cerdos nunca nos dejarán en paz. Hasta ahora sólo habían molestado a nuestros pastores y campesinos. Pero esto ya no ha sido un mero robo de ganado; ha sido un asalto en toda la regla, un ataque a uno de tus castillos. ¡Es la guerra!
El conde empezó a hacer un montoncito de tierra con la punta de su bota, empujándolo sobre el charco de sangre seca formado tras la puerta del cobertizo, donde se había desangrado el Gallego.
– No creo que debamos ver esto como un acto de guerra -dijo en voz baja-. Eran cuatreros. Los perseguiremos y castigaremos como a cuatreros comunes, y no como a otra cosa.
– Fortún, han atacado tu castillo -lo interrumpió Diego Méndez, y su voz bullía en ira acumulada-. Han engañado a tu gente para que salga del castillo. Se sienten lo bastante fuertes como para atacarnos abiertamente. Nunca antes había pasado algo así. Tenemos que demostrarles que seguimos siendo los amos de esta región. ¡Tenemos que demostrárselo!
El conde seguía cubriendo con tierra el charco de sangre. Daba la impresión de que toda su atención se concentraba en esa tarea.