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Dada sacudió la puerta.

– Señor, si no abres iré a buscar a Amin Hassán para que abra la puerta. ¡Ya has oído, Yunus! Traeré a Amin Hassán para que abra la puerta. ¡Sal, Yunus, sal! Lo que haces no es bueno. -Su voz sonaba ahora muy enérgica. Estaba realmente enojada. Sólo lo llamaba por su nombre propio cuando estaba furiosa con él.

Yunus se levantó, se acercó a la puerta y carraspeó para aclararse la garganta.

– ¿Qué clase de gente son? -preguntó-. ¿Musulmanes?

– Si, hakim -contestó Zacarías.

– Entonces envíalos a Yusuf ibn Harún, el shaik. Él entiende más de la gente del campo -dijo a través de la puerta cerrada. Oyó que Zacarías se disponía a responder, pero Dada se le anticipó:

– Señor, ellos quieren verte a ti. Zacarías los ha enviado al shaik, yo los he enviado al shaik; pero ellos no quieren marcharse. Quieren ver al hijo del tuerto. Están acurrucados en el zaguán, y la cabra que han traído está cagándolo todo. ¡Así están las cosas!

– Ya lo he intentado todo, hakim -añadió Zacarías, interviniendo en la conversación-. Han pasado la noche en la mezquita de Abú Hassán. La mujer está muy débil.

Yunus ya tenía el cerrojo en la mano; pero, de pronto, se dio la vuelta. El sol se ponía ya en el horizonte, y su luz pasaba por debajo del emparrado y penetraba por las aberturas inferiores del enrejado de la ventana. Cinco rayos caían dentro de la habitación, atravesándola en diagonal hasta los pies de Yunus como cinco dedos de una mano cristalina, pintando cinco manchas luminosas en el suelo. Yunus imaginó al campesino, que habría hecho el largo y caluroso camino hasta la ciudad con su mujer enferma montada en el asno y la cabra atada a una cuerda, que habría ido de puerta en puerta preguntando por el hijo del tuerto, por el hakim. Conocía a esos campesinos desde los primeros años de su consulta. Probablemente había tenido en tratamiento a un vecino común durante quién sabía cuántos años, curándolo finalmente con la ayuda de Dios; y así se había ganado una fama inusitada en un pueblo de al-Jarafe que él ni siquiera conocía. «El hijo del tuerto», ése era un nombre que los campesinos nunca olvidaban.

Yunus quitó el cerrojo y abrió la puerta, atravesó el madjlis sin detenerse y, pasando por el patio interior, entró en el cuarto de aseo. La vieja Dada lo siguió contoneándose como una pava que hubiera reencontrado a sus polluelos. Yunus se lavó las cenizas de la cara y el pelo, bebió un poco de agua fresca en tragos cortos y cuidadosos, y se cambió de ropa. Sólo se negó a aceptar los zapatos que Dada le había llevado.

Al salir al zaguán, vio a la mujer tumbada en el suelo, envuelta en su manto, con la cabeza entre las rodillas. El hombre, que estaba de pie a su lado, parecía aún bastante joven -quizá veintitantos- y era muy alto y robusto. Recibió a Yunus con una mirada de desconfianza y se interpuso en su camino.

– Quiero a Ibn al-A'war -dijo el hombre en voz baja pero amenazadora-. ¡Nadie más que Ibn al-A'war tocará a mi mujer! -Por lo visto había imaginado que el hijo del tuerto sería un hombre mayor.

Yunus respiró hondo; pero la vieja Dada lo apartó con un brazo, se colocó ante los campesinos y anunció con un gesto grandilocuente y la voz de un orador:

– ¡Éste es Yunus ibn Ismail ibn Yunus al-A'war, el honorable, el bendito tabib, el hakim, a quien Dios ha revelado los misterios de la ciencia y a cuyas manos ha concedido la fuerza curadora!

Poco faltaba para que la mujer empezara a añadir los nombres y títulos honoríficos de todos los otros antepasados hasta la séptima generación, pero el campesino se había quedado tan impresionado que se hizo a un lado.

Yunus echó fuera a Zacarías y se puso a examinar a la mujer con la ayuda de Dada.

2

SABUGAL
JUEVES 7 DE AGOSTO, 1063
9 DE ELUL, 4823 // 9 DE SHABÁN, 455

La cocina se encontraba en la parte interior del castillo, en una construcción pegada a la torre que servía de vivienda como un niño a las piernas de su madre. La entrada estaba a tres hombres de altura por encima del suelo: una boca tan grande como la puerta de un establo, que ahora en verano se mantenía abierta para que el calor pudiera salir. Una empinada rampa hecha con dos troncos unidos por maderos horizontales llevaba hasta allí arriba.

Para todos los hombres que servían en el castillo, tanto si eran criados como si portaban armas, regía la norma de que cada mañana, al salir del edificio de la tropa e ir a la cocina para tomar la sopa de la mañana y recibir la ración diaria de pan y tocino, o lo que fuese, debían recoger un poco de leña del montón apilado abajo y subirla a la cocina.

Esa mañana el robusto Pere llegó arriba con las manos vacías. Era evidente que no lo había hecho con intención. El campesino que traía un nuevo cargamento de leña cada semana acababa de llegar, y Pere, por cruzar unas cuantas palabras con él, se había olvidado de cargar su cuota de madera. Él habría vuelto abajo a recoger la leña, pero cuando Pere se topó de frente con el cocinero, éste estaba de muy mal humor y empezó a echar pestes: que qué se había imaginado; que si quería comer sin hacer nada a cambio, precisamente él, que era quien más comía de todos y nunca parecía hartarse, etcétera.

Después de esto, Pere ya no podía ir por la leña sin más, pues en la cocina había demasiados hombres, que lo habían escuchado todo. Se detuvo en la entrada con la cabeza gacha, los hombros redondos echados hacia adelante y los gruesos brazos caídos a los lados. Su figura se recortaba contra el cielo que brillaba fuera y parecía aún más robusta de lo que de por sí era en realidad. Se quedó un momento pensando. Casi podía verse cómo pensaba, cómo se movían los pensamientos bajo su ancha frente. Se quedó pensando un largo rato.

Entonces el asno del leñador empezó a rebuznar, y Pere, como si hubiera recibido una orden del animal, se dio media vuelta y bajó la rampa a trompicones. El asno estaba al pie de la rampa. Todavía llevaba la leña sobre el lomo y apenas se lo veía bajo el gigantesco montón de largas ramas. Pere se acuclilló a su lado, se echó la carga con asno y todo sobre la espalda, la levantó a pulso, la subió por la rampa, la metió en la cocina y la dejó en medio del foso de las cenizas, frente al fogón.

El cocinero se levantó como un pan en el horno, empezó a dar gritos y salió disparado de la cocina, en busca de alguien a quien quejarse. Pero nadie lo tomó en serio, pues el castellán estaba en Guarda y era seguro que la dueña no lo recibiría a tan tempranas horas de la mañana. Todos fueron a ver cómo el cocinero, agitando las manos desde la escalera exterior que conducía a la torre, increpaba al mozo que le prohibía la entrada, y todos rieron a carcajadas y palmearon en la espalda al robusto Pere y casi se cayeron de sus bancos cuando el asno, que seguía mirando embobado desde el fogón, se puso de pronto a rebuznar espantado por la sopa que salpicaba desde el caldero. Sólo Pere estaba sentado completamente tranquilo con su pan y su escudilla, actuando como si nada hubiera ocurrido.

Así había empezado el día. Desde el inicio, no había sido un día como los demás. No había sido un buen día. Una de las criadas dijo después que esa mañana, al llegar al castillo, había visto una corneja muerta en el antepatio. La muchacha se había santiguado y no había vuelto a pensar en ello. ¿Quién presta atención a todas las señales?

Al joven le habría gustado quedarse con los hombres en la cocina, pero tenía que llevarle el agua a la torre al señorito. Además, seguro que el ama de cría le daría un tirón de orejas, porque otra vez se había entretenido demasiado. Hacía ya un mes que el conde, el gran señor, lo había nombrado criado personal de su hijo, y desde que formaba parte de la casa tenía que observar muchas reglas. Él todavía no sabía bien cómo había ocurrido, ni si debía dar gracias a Dios por ello o no.