Выбрать главу

«Nunca considerar completamente concluida una operación hasta que se haya causado el mayor daño posible al adversario». Así rezaba elleitmotiv de la «Explosivos Plásticos y Destrucciones S.L.». «Ingeníenselas siempre para multiplicar las sorpresas desagradables, para inventar nuevas trampas que siembren la confusión en el adversario, cuando por fin éste quede convencido de que todo ha pasado», repetían sin cesar los jefes de la empresa. Warden había hecho suyas esas doctrinas. Después de plantar su segunda trampa y borrar todas las huellas, siguió dándole vueltas a la cabeza sobre la conveniencia de hacerles alguna jugarreta más.

Había llevado consigo otros artefactos, un poco al azar. Uno de ellos, que poseía en varios ejemplares, consistía en una especie de cartucho encajado en una tablilla móvil, capaz de pivotar en torno a un eje y de cerrarse sobre otra tablilla, fija y dotada de un clavo. Este artefacto tenía como objetivo los viandantes. Había que recubrirlos con una delgada capa de tierra. El funcionamiento no podía ser más simple. El peso de una persona pone en contacto el clavo con el cebo del cartucho. La bala se dispara, atraviesa el pie del paseante o, en el mejor de los casos, le impacta en la frente, si anda con la cabeza inclinada. En Calcuta, los instructores de la escuela especial aconsejaban desperdigar un gran cantidad de esos artilugios en las cercanías de una vía férrea «preparada». Cuando, después de la explosión, los supervivientes (siempre los hay) corrieran despavoridos en todas direcciones, los dispositivos se activarían al azar de su estremecimiento, aumentando de esa forma el pánico.

Warden hubiera deseado plantar todo el lote, pero la prudencia y la sensatez le llevaron a renunciar a esos últimos aditamentos. Existía el riesgo de que fuera descubierto y el objetivo número uno era demasiado importante como para ponerlo en juego. Si un paseante caía en una de esas trampas, atraería de inmediato las sospechas de los japoneses sobre un posible sabotaje.

El alba se acercaba. Warden el juicioso se resignó con un suspiro a dejar la cosa ahí, y puso rumbo al punto de observación. De cualquier manera, se encontraba satisfecho de haber dejado tras de sí un terreno bastante bien preparado, de haberlo aderezado con condimentos que darían un sabor especial al gran golpe.

II

Uno de los partisanos hizo un gesto repentino. Había oído un crujido anormal en el bosque de helechos gigantes que cubría la cima de la montaña. Los cuatro tailandeses permanecieron totalmente inmóviles unos instantes. Warden echó mano a su metralleta, preparado para cualquier eventualidad. Entonces se oyeron tres débiles silbidos un poco más arriba de donde ellos estaban. Uno de los tailandeses respondió y agitó el brazo volviendo su mirada hacia Warden.

– Number One -exclamó.

Un momento más tarde, Shears, acompañado de dos indígenas, se unió al grupo en el punto de observación.

– ¿Dispone de las últimas informaciones? -preguntó impaciente a Warden tan pronto lo vio.

– Todo va bien. No hay cambio alguno. Estoy aquí desde hace tres jornadas. Mañana es el día. El tren partirá de Bangkok por la noche y llegará entorno a las diez de la mañana. ¿Y por su parte?

– Todo está listo -dijo Shears, dejándose caer en el suelo con un suspiro de alivio.

Shears se había sentido aterrorizado ante la posibilidad de que los japoneses hubieran modificado sus planes en el último minuto. Warden, por su parte, vivía en un estado de angustia desde la noche anterior. Sabía que debían dejar listo el golpe por la noche. Había pasado varias horas espiando a ciegas los débiles sonidos que subían del río Kwai, pensando en sus camaradas que habrían de trabajar en el agua, justo debajo de él, analizando una y otra vez las posibilidades de éxito, recreando las diferentes etapas de la operación y tratando de prever los posibles riesgos que podrían dificultar el logro de su empresa. No escuchó nada sospechoso. De acuerdo al programa establecido, Shears se uniría a él al amanecer.

– Me alegra verle por fin. Le esperaba con impaciencia.

– El trabajo nos ha llevado toda la noche.

Warden lo observó con atención y se dio cuenta de que estaba exhausto. Su ropa todavía húmeda echaba humo al contacto con el calor del sol. Su gesto cansado, las profundas ojeras de agotamiento y la barba de varios días le dotaban de un aspecto casi inhumano. Warden le tendió un vasito de alcohol y notó que lo cogía torpemente. Sus manos estaban cubiertas de heridas y arañazos. La piel la tenía arrugada y muy pálida. Le faltaban algunas pequeñas tiras, que habían sido arrancadas. A duras penas podía mover los dedos. Warden le pasó unos pantalones cortos y una camisa seca que había reservado para él y esperó un momento.

– ¿Está seguro de que no hay nada previsto para hoy? -insistió Shears.

– Totalmente. Esta mañana mismo he recibido un mensaje.

Shears bebió un trago y empezó a secarse con cuidado.

– Ha sido una labor muy dura -dijo haciendo un gesto de dolor-. Creo que nunca podré olvidar el frío que hace en el río. Pero todo ha ido bien.

– ¿Y el niño? -preguntó Warden.

– El niño es formidable. No ha flaqueado en ningún momento. Ha sufrido más que yo y no se ha cansado. Ahora se encuentra en su puesto de la orilla derecha del río. Ha insistido en instalarse esta misma noche y de ahí no se moverá hasta que pase el tren.

– ¿Y si lo descubren?

– Está bien escondido. Hay un pequeño riesgo, pero ha optado por aceptarlo. Ahora debe evitar moverse cerca del puente. Por otra parte, el tren puede venir adelantado. Estoy seguro de que esta noche no duerme. Es una persona joven y fuerte. Se encuentra en medio de una espesura a la que sólo se tiene acceso por el río, y la orilla es elevada en esa zona. Desde aquí se debe divisar el lugar. Él sólo puede ver una cosa a través de una abertura en la vegetación: el puente. Además, oirá venir el tren sin problemas.

– ¿Ha estado usted allí?

– Le he acompañado. Tenía razón, es un emplazamiento ideal.

Shears agarró los prismáticos y trató de orientarse en un escenario que no reconocía.

– Es difícil precisar -dijo-. Parece tan diferente. No obstante, creo que se encuentra allí, a unos treinta pies de ese gran árbol rojizo cuyas ramas tocan el agua.

– Ahora todo depende de él.

– Todo depende de él, pero me siento confiado.

– ¿Lleva su puñal?

– Sí, lo lleva. Estoy convencido de que será capaz de utilizarlo, en caso necesario.

– Uno nunca sabe -dijo Warden.

– Eso es cierto, pero así lo creo.

– ¿Y después del golpe?

– Yo he tardado cinco minutos en atravesar el río, pero él nada casi el doble de rápido que yo. Nosotros le protegeremos la vuelta.

Warden puso a Shears al corriente de los diversos preparativos que había realizado. La víspera volvió a abandonar el punto de observación, en esta ocasión antes de que la noche cayera, pero sin adentrarse en la llanura al descubierto. Fue en busca, arrastrándose, del mejor lugar posible para instalar el fusil ametrallador con que contaba el grupo, y con el fin de localizar varios emplazamientos donde los partisanos se apostarían para disparar con sus fusiles a los eventuales perseguidores. Todas las posiciones habían sido meticulosamente marcadas. Esa cortina de fuego, unida a los obuses del mortero, serviría de adecuada protección durante algunos minutos.