El respeto que el coronel Nicholson sentía por la disciplina había quedado bien patente en el pasado, en diversas regiones de África y Asia. Se reafirmó de nuevo en 1942, en Singapur, durante el desastre que siguió a la invasión de Malasia.
Después de que el alto mando ordenara rendir las armas, un grupo de jóvenes oficiales de su regimiento estableció un plan para alcanzar la costa, apoderarse de una embarcación y navegar hasta las Indias holandesas. No obstante, el coronel Nicholson, sin dejar de rendir tributo a su audacia y coraje, se opuso a este proyecto por todos los medios aún a su disposición.
Primero trató de convencerles, explicándoles que esa tentativa contravenía directamente las instrucciones recibidas. Después de que el comandante en jefe firmara la capitulación de toda Malasia, la fuga de todo súbdito de Su Majestad supondría un acto de desobediencia. En su opinión, no había más que una línea de conducta posible: esperar en el lugar en que se encontraban a que un oficial de alto rango japonés viniera a recibir su rendición, la de sus mandos y la de los centenares de hombres que habían escapado a la masacre de las últimas semanas.
– ¡Qué ejemplo para la tropa, los superiores eludiendo su deber! -afirmaba.
Sus argumentos eran respaldados por la penetrante intensidad de su mirada en los momentos solemnes. Sus ojos poseían la coloración del océano índico en calma, y su rostro, en perpetuo reposo, era la imagen evidente de un alma ajena a los remordimientos de conciencia. Le adornaba el bigote rubio, casi taheño, de los héroes plácidos, y el reflejo carmesí de su piel testimoniaba un corazón puro, garante de una circulación sanguínea precisa, potente y regular. Clipton, que había seguido sus pasos durante toda la campaña, se quedaba maravillado un día tras otro al ver materializarse milagrosamente, frente a sus ojos, al oficial británico del Ejército de las Indias, un ser que siempre había creído legendario, y que afirmaba su realidad con un ímpetu tal que era capaz de provocar en él esas dolorosas crisis alternadas de furia y ternura.
Clipton había abogado por la causa de los jóvenes oficiales. Aprobaba sus intenciones, y así se lo había hecho saber al coronel Nicholson. Éste se lo reprochó severamente, expresando al tiempo su desazón al comprobar que un hombre maduro como él, con una posición de alta responsabilidad, pudiera compartir las quimeras de unos jóvenes insensatos, fomentando las improvisaciones aventuradas, que nunca traen consigo nada bueno.
Tras haber expuesto sus razones, dio órdenes precisas y estrictas: todos los oficiales, suboficiales y soldados rasos esperarían la llegada de los japoneses en el lugar en que se encontraban. Su rendición no era un asunto individual, no había razón alguna para sentirse humillado. Él y sólo él asumiría todo el peso de esa decisión dentro del regimiento.
La mayoría de los oficiales acabaron resignándose, puesto que su gran capacidad de persuasión, su considerable autoridad y su indiscutible coraje personal impedían atribuir a su conducta otro móvil que no fuera el sentimiento del deber. Algunos desobedecieron y se refugiaron en la selva, cosa que produjo un profundo malestar al coronel Nicholson. Éste les declaró desertores e, impaciente, se dispuso a aguardar la llegada de los japoneses.
En previsión del acontecimiento, había organizado dentro de su cabeza una ceremonia caracterizada por una sobria dignidad. Tras una cierta reflexión, determinó ofrecer el revólver que llevaba en su flanco al coronel enemigo encargado de aceptar su rendición, como símbolo de sumisión al vencedor. Repitió en varias ocasiones este gesto, asegurándose de poder desenganchar fácilmente la funda de su arma. Se había puesto su mejor uniforme y había exigido a sus hombres que extremaran su aseo. Luego los reunió y les hizo formar en pabellones, cuya correcta alineación verificó él personalmente.
Los primeros en presentarse fueron varios soldados rasos incapaces de hablar ningún idioma del mundo civilizado. El coronel Nicholson ni se inmutó. A continuación llegó un suboficial en un camión, indicando con gestos a los ingleses que depositaran sus armas en el vehículo. El coronel les había prohibido realizar movimiento alguno. Solicitó la comparecencia de un oficial superior, pero ningún oficial se encontraba presente, ni subalterno ni superior. Los japoneses no comprendían su petición y se mostraban irritados. Los soldados nipones adoptaron una actitud amenazante, al tiempo que el suboficial lanzaba aullidos guturales y señalaba a los soldados en pabellón. El coronel había ordenado a sus hombres que permanecieran en sus puestos, inmóviles. Mientras que los japoneses apuntaban a éstos con sus metralletas, la emprendieron a empellones con el coronel que, impasible, reiteró su demanda. Los ingleses se miraban entre sí con inquietud, y Clipton se preguntaba si el amor a los principios y las formas que profesaba su jefe no daría lugar a la exterminación de todos ellos. En ese momento, por fin, apareció un vehículo cargado de oficiales japoneses. Uno de ellos portaba la insignia de comandante. A falta de algo mejor, el coronel Nicholson decidió dirigirse a él. Ordenó a su tropa la posición de firme, le saludó reglamentariamente y, tras desabrocharse del cinturón la funda de su revólver, se lo tendió ceremoniosamente.
Ante semejante cuadro, el comandante, espantado, en un primer momento hizo un movimiento hacia atrás; luego dio la impresión de azorarse profundamente para, a continuación, estallar en una prolongada y barbárica carcajada, que sus secuaces no tardaron en imitar. El coronel Nicholson se encogió de hombros y adoptó una actitud desafiante. Pese a ello, dio autorización a sus soldados para que cargaran las armas en el camión.
En una anterior estancia en un campo de prisioneros cercano a Singapur, el coronel Nicholson se había fijado el objetivo de mantener la corrección anglosajona frente al desbarajuste y el desorden de los vencedores. Clipton, que lo había seguido de cerca, ya se preguntaba en esta época si el coronel merecía su bendición, o más bien su maldición.
Como consecuencia de las órdenes dadas por el coronel Nicholson, destinadas a confirmar y ampliar con su autoridad las instrucciones recibidas de los japoneses, los hombres de su unidad se comportaban bien y se alimentaban mal. El «looting», es decir, el hurto de latas de conserva y otras vituallas, practicado en ocasiones por los prisioneros de otros regimientos en los suburbios de Singapur azotados por los bombardeos, a pesar de la presencia de los guardias y, a menudo, con su connivencia, suponía un suplemento inestimable a las parcas raciones. Ese tipo de pillaje, sin embargo, resultaba totalmente inaceptable para el coronel Nicholson, que hizo organizar conferencias a sus oficiales, en las que se resaltaba la infamia de tal conducta y donde se demostraba que la única manera que el soldado inglés tenía de elevarse por encima de sus vencedores temporales era dándoles ejemplo con un comportamiento irreprochable. Para garantizar el respeto de esta regla, ordenaba regularmente registros, más exhaustivos que los de sus centinelas.
Dichas conferencias sobre la honestidad que debía guiar la conducta del soldado en tierra extranjera no eran la única carga que imponía a su regimiento. Los japoneses no habían iniciado ningún gran proyecto en los alrededores de Singapur, por lo que el regimiento todavía no estaba abrumado de trabajo. Convencido de que la ociosidad era perjudicial para el espíritu de la tropa, y en su preocupación por evitar que la moral bajase, el coronel organizó un programa de actividades para el tiempo libre. Obligaba a sus oficiales a leer capítulos enteros del reglamento militar para, seguidamente, comentarlos ante sus hombres. Organizaba exámenes orales y distribuía recompensas en forma de certificados firmados por él mismo. Naturalmente, la enseñanza de la disciplina no había sido pasada por alto en los cursos, los cuales hacían periódicamente hincapié en la obligatoriedad por parte del subalterno de saludar a su superior, incluso dentro de un campo de prisioneros. De esta manera, los soldados rasos, que, además, debían saludar a todos los japoneses, sin distinción de grado, se encontraban expuestos continuamente, si olvidaban las consignas recibidas, a las patadas y culatazos de los centinelas, por una parte, y a las amonestaciones del coronel, por la otra, acompañadas del castigo que éste creyera conveniente, que podía llegar hasta varias horas de guardia, en pie, durante el período de reposo.