Estaba dotado del sentimiento del deber y del respeto al trabajo bien realizado… también del gusto por la acción… ¡como usted y como nosotros, sir!… La estúpida mística de la acción, de la que comulgan tanto nuestras pequeñas mecanógrafas como nuestros grandes capitanes… No sé muy bien lo que quiere decir ese pensamiento, que no me abandona desde hace un mes, sir. Tal vez ese monstruoso imbécil fuera realmente digno de respeto… tal vez actuaba verdaderamente de acuerdo a un legítimo ideal, tan sagrado como el nuestro; tal vez sus portentosos fantasmas tenían su origen en el mismo mundo en que se forjan los aguijones que nos acosan… ese misterioso éter donde se agitan las pasiones que empujan a la acción, sir; tal vez allá el «resultado» no tenga la mínima importancia, y lo único que cuenta sea la calidad intrínseca del esfuerzo; o bien, como yo lo creo, acaso ese reino del delirio sea un infierno azotado por una matriz diabólica, que infecta los sentimientos que de él nacen con todos los maleficios venenosos manifestados en ese resultado forzosamente execrable… Sir, le aseguro que he estado reflexionando sobre este asunto desde hace un mes. Por ejemplo, nosotros venimos a este país para enseñarles a los asiáticos cómo utilizar elplástico para destrozar trenes y hacer estallar puentes. Y mire usted…
– Hábleme del final de la misión -interrumpió el coronel Green, con su tradicional voz serena-. Aparte de la operación no existe nada.
– Aparte de la operación no existe nada, sir… Recuerdo la mirada de Joyce al salir de su escondrijo. No se achantó. Ejecutó el ataque de acuerdo a las reglas, de lo cual yo soy testigo. Sólo le faltó un poquito de buen juicio… El otro se abalanzó sobre él con tal furia que los dos acabaron rodando por el talud, en dirección al río. Se detuvieron justo al borde del agua. A simple vista, parecían inmóviles. Los detalles los pude apreciar con los prismáticos… Uno estaba encima del otro. El cuerpo en uniforme aplastaba el cuerpo desnudo y manchado de sangre, con todo su peso, mientras dos manos furiosas ceñían su garganta… Lo vi con toda nitidez. Estaba tendido con los brazos en cruz, al lado del cadáver que aún tenía el puñal clavado. Estoy convencido, sir, de que en ese momento comprendió su error. Se dio cuenta de que se había equivocado con respecto al coronel, ¡yo sé que él se dio cuenta!… Lo vi con mis ojos, tenía la mano justo al lado del mango del arma y lo llegó a asir, pero luego se quedó agarrotado. Pude adivinar el juego de músculos y, por un momento, creí que iba a decidirse. Pero era demasiado tarde. No le quedaban fuerzas. Había entregado todo lo que tenía y no pudo… o bien, no quiso. El enemigo que le apresaba el cuello lo tenía hipnotizado. Entonces soltó el puñal y se dio por vencido. Su cuerpo quedó completamente relajado, sir. ¿Conoce usted esa sensación, cuando uno abandona? Se había resignado a la derrota. Movió los labios y pronunció una palabra. Nadie sabrá si era una blasfemia o una plegaria… o acaso la expresión desencantada y refinada de una melancólica desesperación. No era un rebelde, sir, al menos exteriormente. Siempre se mostraba respetuoso con sus superiores. ¡Dios mío! ¡Si yo le contara el trabajo que nos costó a Shears y a mí conseguir que no se pusiera en posición de firme cada vez que nos dirigía la palabra! No me extrañaría nada, sir, que su última palabra, antes de cerrar los ojos, hubiera sido, precisamente, «sir»… La misión dependía de él. Ahora ya todo ha acabado.
– Se sucedieron varios acontecimientos en el mismo instante, varios «hechos», como usted diría, sir. Quedaron un poco confusos en mi mente, pero he logrado reconstruirlos. El tren se acercaba. El estruendo que formaba la locomotora iba creciendo por cada segundo que pasaba… aunque no lo suficiente para cubrir los rugidos de la «furia humana» que pedía auxilio con toda la fuerza de esa voz habituada a dar órdenes… Y yo allí, sir, impotente… No podía hacer más que él; no sólo yo… nadie… quizá Shears… ¡Shears! En ese momento volví a escuchar unos gritos. La voz de Shears, justamente, que resonaba en todo el valle. Una voz de loco iracundo, sir. Sólo pude discernir una palabra: ¡Ataca! Él también había comprendido, y más rápido que yo, pero ya no servía de nada. Unos instantes más tarde, vi a un hombre en el agua. Se dirigía a la orilla enemiga. Era él, Shears. ¡Él también era partidario de la acción a toda costa! Un acto insensato. Después de esa mañana, había perdido el juicio, igual que yo. No tenía posibilidad alguna de salirse con la suya… A mí también me faltó poco para lanzarme, y eso que hubieran hecho falta más de dos horas para bajar de mi cornisa…
No tenía la más mínima opción. Nadó con toda su alma, pero cruzar el río le llevó varios minutos. Y en ese intervalo, sir, el tren atravesó el puente, el majestuoso puente sobre el río Kwai construido por nuestros hermanos. Al mismo tiempo… al mismo tiempo, ahora lo recuerdo, un grupo de soldados japoneses se precipitó corriendo por el talud, atraído por los berridos.
Ellos fueron los que recibieron a Shears a la salida del agua. Se cargó a dos. Dos puñaladas, sir, lo vi con todo detalle. No quería que lo cogieran vivo. Le dieron un culatazo en la cabeza y se desplomó. Joyce había dejado de moverse. El coronel se puso en pie y los soldados cortaron los cables. Ya no había nada más que intentar, sir.
– Siempre queda algo que intentar -dijo la voz del coronel Green.
– Siempre queda algo que intentar, sir… En ese momento se produjo una explosión. El tren, que nadie se había preocupado de detener, cayó en la trampa que yo había preparado detrás del puente, justo debajo de mi punto de observación. ¡Una posibilidad más! Yo, por mi parte, ya la había olvidado. La locomotora descarriló, arrastrando consigo dos o tres vagones al río. Varios soldados ahogados, pérdidas considerables de material y algunos daños, aunque reparables en varios días. Ése es el saldo de la operación… Un resultado que, pese a todo, produjo cierto entusiasmo en la orilla de enfrente.
– En mi opinión, un espectáculo bastante hermoso -observó reconfortante el coronel Green.
– Un hermoso espectáculo para aquellos que amen verdaderamente este tipo de cosas, sir… A pesar de ello, me pregunté si podía aportar algo más. Yo también he llevado a la práctica nuestras doctrinas, sir. En ese mismo instante me estuve interrogando para averiguar si había algo más que se pudiera intentar en el ámbito de la acción.
– Siempre queda algo que intentar en el ámbito de la acción -reiteró la voz lejana del coronel Green.
– Siempre queda algo que intentar… Debe de ser cierto, puesto que todo el mundo lo afirma. Ése era el lema de Shears. Acabo de recordarlo ahora.
Warden permaneció un momento en silencio, afligido por esa última reminiscencia. A continuación, retomó la conversación en un tono de voz más bajo:
– Yo también estuve reflexionando, sir. Reflexioné con todas mis fuerzas mientras el grupo de soldados en torno a Joyce y Shears se volvía cada vez más compacto. Este último seguía a todas luces vivo; el otro quizá todavía viviera, pese al estrangulamiento de ese miserable canalla. Sólo descubrí una posibilidad de acción, sir. Mis dos partisanos estaban todavía en su puesto, junto a los morteros. Podían disparar tanto contra el círculo de japoneses como contra el puente, lo cual también resultaba indicado. Les señalé el blanco y aguardé un momento. Pude ver cómo los soldados ponían en pie a los prisioneros y se disponían a llevárselos. Ambos continuaban con vida, que era lo peor que les podía pasar. El coronel Nicholson les seguía por detrás, con la cabeza inclinada, como sumido en una profunda meditación… ¡Las meditaciones de ese coronel, sir!… Tomé mi decisión de golpe, mientras que aún había tiempo. Di la orden de disparar. Los tailandeses comprendieron de inmediato. Los teníamos bien entrenados, sir. A continuación, unos hermosos fuegos artificiales. ¡Otro magnífico espectáculo, visto desde el punto de observación! ¡Una buena retahíla de proyectiles! Yo mismo me hice cargo de un mortero. Tengo una excelente puntería.